Tropiezo con una pila de camisas en el suelo, corro hacia la jaula de metal que hay encima de la cómoda. Cuando la puerta golpea contra la pared,
Lolo
retrocede, agitando violentamente sus alas de color marrón claro y sacudiendo la cabeza amarilla de un lado a otro. Al observar su reacción consigo tranquilizarme.
Lolo
hace lo mismo, plegando las alas y haciendo crujir el pico. Su cabeza se menea lentamente mientras recupero el aliento. El solo hecho de verla…
—Hola, Melissa, ¿qué haces? —pregunta mi cacatúa de color canela. En cada mejilla luce un brillante círculo anaranjado y una cresta amarilla que se curva hacia adelante—. Hola, Melissa, ¿qué haces?
La broma es demasiado vieja para hacer que me ría —
Lolo
me ha estado llamando por el nombre de su antigua dueña durante casi siete años—, pero el consejero tenía razón. Los puntos focales son buenos. Aunque las voces familiares son mejores.
—Mierda fuera —le digo a
Lolo
, quien por alguna razón fue entrenada para evacuar cuando se lo ordenan.
Obrando en consecuencia, tres diminutos excrementos pasan a través del fondo de la jaula hasta un periódico que yo me apresuro a reemplazar, junto con el agua y el alimento frescos.
El pájaro fue idea de mi padre. Fue seis meses después del tiroteo, cuando los interruptores de la luz y las plegarias reiteradas estaban empezando a abrumarme. Mi padre había escuchado la historia de uno de sus estudiantes acerca de una víctima de una violación cuyos padres le compraron un perro para que no se sintiese sola cuando regresaba a casa todas las noches. Puse los ojos como platos. Y no sólo porque soy alérgico a los perros.
Aun así, la gente nunca lo entiende. No fue sólo por el pájaro. Fue por la necesidad. La necesidad de que te necesiten.
Con un rápido giro en la cerradura, abro la jaula y le ofrezco mi dedo índice izquierdo a modo de percha.
Lolo
salta y se posa en el dedo, pasando luego a su lugar habitual, sobre mi hombro derecho. Vuelvo la cara hacia ella y trata de morderme la mejilla, lo que significa que quiere que la rasque. Me agacho sobre el suelo, cubierto con moqueta marrón, y cruzo las piernas en posición india mientras las tensiones del día comienzan a debilitarse.
Lolo
frota su pico contra mi cara y sus plumas acarician suavemente las cicatrices de mi mejilla. A pesar de su tan cacareada buena vista, las aves no ven las cicatrices.
Sus garras aflojan la presión sobre mi hombro y
Lolo
baja la cresta. Un minuto después está completamente relajada y, la mayoría de las noches, eso es suficiente para que yo haga lo mismo. Pero esta noche no.
El móvil vibra en mi bolsillo. Cuando miro quién me llama también veo que tengo dos mensajes nuevos que llegaron cuando subía en el ascensor. Repaso todos los números de la agenda. La llamada actual es del
Los Ángeles Times
. Los mensajes son de la CNN y de Fox News. El contestador del teléfono fijo no es menos desalentador. Diecinueve mensajes. Familia, amigos y los pocos periodistas lo bastante listos como para encontrar mi dirección. Todos quieren lo mismo. Un poco de acción, un poco de la historia, un poco de mí.
La puerta del apartamento se abre en el otro extremo del pasillo.
—Wes, ¿aún estás levantado? —pregunta Rogo. Su voz aumenta de volumen cuando gira en la esquina del pasillo—. Tienes la luz encendida. Si te estás tocando, ¡déjalo!
Las garras de
Lolo
se hunden nuevamente en mi hombro. Sé exactamente cómo se siente. Lo último que necesito ahora es a otra persona que me recuerde a Nico, a Manning, a Boyle y a todas las demás bombas de relojería que están haciendo tictac en mi vida. «¿Cómo lo llevas? ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?» Basta con la jodida…
La puerta de mi habitación se abre lentamente. Rogo lleva conmigo el tiempo suficiente para saber que si la abre de golpe,
Lolo
comenzará a volar por la habitación.
Alzo la vista desde la moqueta esperando la catarata de preguntas.
Rogo se rasca la calva y apoya su físico de albóndiga contra la jamba de la puerta.
—Yo… eh… He alquilado
Purple Rain
—dice, sacando la película de la mochila roja que él llama maletín—. Pensé que podíamos, no sé, pedir una pizza, quedarnos aquí… y luego, por supuesto, pasar algún tiempo rebobinando la parte en la que Apollonia salta desnuda al río.
Me quedo sentado un momento en el suelo digiriendo la oferta.
—Hola, Melissa, ¿qué haces? —chilla
Lolo
.
—Cierra el pico, pajarraco. No estoy hablando contigo —le espeta Rogo.
Una diminuta sonrisa levanta mi mejilla izquierda.
—¿Apollonia se desnuda? ¿Estás seguro?
—Wes, cuando tenía dieciséis años quería una motocicleta morada. Y ahora, ¿estás preparado para una pizza mala y Prince haciendo morritos? ¡Vamos, Melissa, es hora de celebrar una fiesta como si fuese 1999!
Rogo se aleja corriendo antes de que pueda darle las gracias.
Florence, Carolina del Sur
Nico sabía que los tenían.
—¿Tienen mapas? —preguntó Nico al entrar en el área de servicio de la gasolinera.
—Al fondo a la izquierda —dijo un empleado con coleta y patillas como pelusa de melocotón sin apartar la vista de la pantalla del pequeño televisor que estaba mirando detrás del mostrador.
Antes incluso de que Nico pudiese dar un paso, un timbre agudo comenzó a sonar cuando pasó por la célula eléctrica de la puerta. Aún no estaba acostumbrado a estar fuera y rodeado de gente, y el súbito sonido lo sobresaltó. Pero la forma en que su corazón latía desbocado de excitación no le impidió seguir adelante.
Tras contar tres cámaras de vigilancia —una junto al empleado y las otras dos en los pasillos—, Nico echó a andar con tranquilidad hacia la parte posterior de la tienda, donde se encontraban los mapas. No era diferente de sus viejas misiones. «No hay necesidad de apresurarse. No mires a tu alrededor. Desaparece entre la gente.»
Leyó los mapas desde la mitad del pasillo. California, Colorado, Connecticut, Delaware…
Era una buena señal. Pero ni la mitad de buena que acercarse y ver que la columna vertebral del expositor estaba compuesta de docenas de cruces de metal transversales. Expulsando el aire con una sensación de alivio, Nico casi se echó a reír. Por supuesto que su mapa estaría allí. Igual que Wes. Como en el Libro, la voluntad de Dios siempre era clara.
Poniéndose el mapa de Michigan debajo del brazo, hizo girar el expositor y fue directamente a la fila inferior. Efectivamente. Justo entre el estado de Washington y Virginia Occidental. La ciudad de Washington.
Nico sintió que unos relámpagos de adrenalina subían por sus piernas. Se cubrió la boca con la mano mientras los ojos se llenaban de lágrimas de felicidad. Aunque jamás lo había dudado, verlo finalmente después de tanto tiempo. «El nido… el nido del diablo… los Hombres M lo enterraron hacía tanto tiempo. Y ahora la prueba había regresado.»
—Gracias, Padre —susurró Nico.
Sin dudarlo un instante, sacó el mapa de la ciudad de Washington del expositor reemplazándolo por el mapa de Michigan que había traído del camión. Un trueque justo.
Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y se tomó un momento para recuperar el aliento. Retrocediendo lentamente hacia la puerta, inclinó levemente la cabeza en dirección al empleado.
—Gracias por la ayuda.
Cuando sonó el timbre automático de la puerta, el empleado asintió sin alzar la vista.
Una vez fuera, una buena bocanada de tonificante aire de Carolina del Sur enfrió los pulmones de Nico, pero no llegó a hacer lo mismo con la creciente excitación que bullía dentro de su pecho. Al ver que Edmund cargaba gasolina en la parte trasera del camión, Nico corrió hacia la parte delantera. Mientras se metía en la estrecha abertura que había entre la rejilla del camión de Edmund y el parachoques trasero del camión que estaba aparcado delante de ellos, Nico se enjugó las lágrimas, que seguían nublando sus ojos. Durante los ocho años que había estado internado en St. Elizabeth, fue la única cosa de la que jamás habló. La única verdad que ellos jamás entenderían. Claro que ellos habían deducido lo de las cruces y el susurro consigo mismo que practicaba durante los primeros años. Pero esto… Como le había enseñado el Número Tres. Algunos secretos no debían compartirse. Y cuando se trataba del nido…
«¡Ábrelo!».
Como un niño que saca con disimulo una galletita del tarro, Nico mantuvo los hombros encorvados mientras estudiaba la portada del mapa. Cerrando los ojos, examinó el área por última vez: los sonidos metálicos de los motores de los camiones, el siseo de las mangueras de los surtidores de gasolina, incluso el rasgueo de las garras sobre el cemento de un mapache que merodeaba junto a un contenedor de basura.
—Gracias, Padre —susurró Nico, manteniendo los ojos cerrados mientras abría el mapa y dejaba que se desplegara delante de él. Su cabeza se movió dieciséis veces arriba y abajo mientras pronunciaba su última plegaria. «Amén.»
Abrió los ojos de golpe, mirando directamente la familiar cuadrícula azul y gris de las calles de Washington. Orientándose sobre los amplios espacios abiertos del Tidal Basin y el National Malí encontró rápidamente el Monumento a Washington. Desde allí trazó un camino hasta Dupont Circle, donde…
—¿La capital? —preguntó Edmund, apoyando una mano en el hombro de Nico y echando un vistazo al mapa—. ¿Pensé que había dicho el estado?
Negándose a darse la vuelta, Nico se puso de pie y sintió que se le tensaban las piernas, los brazos, todo el cuerpo. Si no fuese por su entrenamiento como francotirador, en este momento le temblarían las manos. No obstante, sentía la vena mala entre las cejas. La vena que se hinchó, a punto de estallar, cuando ellos se llevaron su violín, cuando su padre le dijo que su madre había muerto, cuando Los Tres le contaron la verdad.
Para no perder el control, dobló los dedos de los pies hasta convertirlos en pequeños puños que se aferraron al suelo a través de las suelas de los zapatos. La vena seguía latiendo en su frente. Cada vez más de prisa. «Padre, por favor, no dejes que estalle…» Y entonces, mientras Nico apretaba los labios con fuerza, contenía la respiración y se concentraba en todo lo que tenía en la red de venas que se hinchaban contra sus senos, desapareció.
Volviendo levemente la cabeza, Nico miró a Edmund.
—¡Guau! ¿Está bien? —preguntó Edmund, retrocediendo unos pasos y señalando el rostro de Nico—. Su nariz… está sangrando como un cerdo.
—Lo sé —dijo Nico, dejando el mapa y palmeando el hombro de Edmund—. Es la sangre de Nuestro Salvador.
Aeropuerto Nacional Reagan, Washington D.C.
—Todo en orden, señor Benoit —dijo la empleada de la compañía aérea en la puerta de embarque.
—Magnífico —contestó El Romano, procurando mantener la cabeza inclinada hacia la izquierda. No tenía que ocultarse. O utilizar un nombre falso. De hecho, el único beneficio de la fuga de Nico era que le había proporcionado la excusa perfecta para justificar su viaje al sur. Como director suplente, era su trabajo. Aun así, mantuvo la cabeza gacha. Sabía dónde estaban ocultas las cámaras. No había necesidad de que nadie supiera de su llegada.
Después de dirigirse hacia la zona acristalada que había detrás del mostrador de embarque y sentarse en el extremo de una larga fila de asientos, El Romano marcó un número en su móvil, ignorando el murmullo de sus compañeros de vuelo, y se concentró en el cielo oscuro que anticipaba el amanecer.
—¿Ti… Tienes idea de la hora que es? —preguntó una voz soñolienta desde el otro lado de la línea.
—Casi las seis —contestó El Romano, mirando a través de los cristales. Aún era demasiado temprano para ver destellos anaranjados asomándose por el horizonte como preámbulo a la salida del sol. Pero eso no significaba que tuviese que quedarse a ciegas.
—¿Has recibido ya el nuevo horario? —preguntó El Romano.
—Te lo dije anoche, con Nico en la calle el día de Manning es un cambio continuo. Tú deberías saberlo mejor que nadie.
Contemplando su reflejo en el cristal, El Romano asintió. Detrás de él, un agente armado vestido con el chubasquero reglamentario se abría paso a través de las mesas de las cafeterías escudriñando a la multitud. Cuando entró en el aeropuerto había contado a otros tres que hacían lo mismo cerca del detector de metales, y eso no incluía a la docena aproximadamente de otros agentes que actuaban de paisano para pasar inadvertidos. El FBI quería atrapar a Nico y, en su opinión, la mejor manera de hacerlo era cubrir cada aeropuerto, estación de ferrocarril y de autobuses. Era un buen plan, el típico procedimiento del FBI mantenido durante años. Pero Nico estaba lejos de ser alguien típico. Y, con toda seguridad, Nico estaba ya muy lejos.
—¿Qué pasa con Wes? ¿Cuando recibe su copia del horario? —preguntó El Romano.
—Ya no es como en la Casa Blanca. No importa lo cerca que esté de Manning, Wes lo recibe igual que el resto de nosotros: a primera hora de la mañana.
—Bien, cuando lo reciba…
—Tú lo tendrás —dijo su socio—. Aunque todavía no entiendo por qué. Ya tienes el micrófono…
—¡Envíaselo! —rugió El Romano. A su derecha, algunos pasajeros se volvieron para mirarlo. Negándose a perder los estribos, cerró el teléfono y lo deslizó nuevamente en el bolsillo del abrigo. Cuando abrió el puño vio un punto de sangre que se iba filtrando a través de la gasa.
—¿Una periodista? —pregunta Rogo con todo su acento sureño mientras nos abrimos paso a través del denso tráfico de la mañana en Okeechobee Boulevard—. ¿Estás sentado sobre el mayor escándalo político desde que Boss Tweed comenzó el Teapot Dome y lo arrojas a los brazos de una periodista?
—En primer lugar, Boss Tweed no tuvo nada que ver con Teapot Dome. Ambos están separados por más de cincuenta años —le digo—. Y, en segundo lugar, ¿qué ha pasado con el buen rollo que teníamos anoche con
Purple Rain
?
—¡Estaba tratando de levantarte el ánimo, tío! Pero esto… ¿Se lo has dado a una periodista?
—No tuvimos otra alternativa, Rogo. Ella nos oyó mientras hablábamos. —Justo debajo de la guantera, sus pies apenas si tocan la alfombrilla con la cara de Yosemite Sam diciendo: «¡Fuera de aquí!» en enormes letras blancas. Rogo me compró la alfombrilla para mi cumpleaños hace ya algunos años como una especie de lección. Por la expresión de su cara, aún cree que debo aprenderla—. Si ella quisiera, podría haber publicado la historia hoy mismo —añado.