—No.
Siento la boca seca. Mi lengua parece un trozo de periódico húmedo.
—Eso no es… Ron no… —dice la primera dama—. Tal vez Ron está equivocado…
—Boyle era el jefe de personal adjunto. No hay muchas personas que estén en mejor situación de…
—No lo entiendes. Es un buen hombre… debieron engañarlo —continúa ella, prácticamente divagando.
—Señora…
—Él jamás hubiese hecho algo así intencionadamente…
—Señora, por favor…
—… aunque ellos le prometiesen otros cuatro años…
—¡Quiere calmarse, por favor! —insisto—. ¿A quién podían conseguir que fuese más importante que Boyle?
Todavía encogida e inclinada hacia adelante en el baúl que hay a los pies de la cama, la primera dama levanta la barbilla y me mira fijamente a los ojos. Igual que el presidente, igual que cualquiera en nuestra oficina, ella no mira mis cicatrices. No lo ha hecho durante años. Hasta ahora.
La pregunta resuena dentro de mi cabeza. Ellos buscaban a una cuarta persona. ¿Quién podía ser el cuarto más importante de todos?
Miro la carta que aún tengo en la mano. Al final de la página, la nota meticulosamente escrita dice: «Pero nunca pensé que serían capaces de cogerlo a él.»
La sangre abandona mi rostro. Eso es lo que ella acaba de descubrir. Por eso me pedía que me marchase. Ella nunca ha…
—¿Él? —pregunto—. ¿No puede estar hablando de…?
—¿Wes, va todo bien por ahí? —grita el presidente Lee Manning desde el pie de la escalera—. ¡Seguimos esperando esa chaqueta!
Me vuelvo hacia la primera dama. Los pasos del presidente resuenan en la escalera.
La primera dama comienza a decir algo, pero es como si estuviese hablando debajo del agua. Retrocedo y choco contra el escritorio con todas las fotos enmarcadas de Manning, que se tambalean, igual que yo. Hacerme eso a mí… La habitación comienza a dar vueltas y mi vida gira dentro de un caleidoscopio. Todos estos años… mentir a… Dios, ¿cómo pudo…? No hay tiempo para una respuesta. Los pasos que se oyen fuera de la habitación indican que el presidente está casi al final de la escalera. Si me ve con ella…
—¿Wes? —llama.
—¡Ya voy, señor! —contesto al tiempo que corro a su armario, saco una americana deportiva azul marino de su percha y lanzo una última mirada a la primera dama, que sigue inmóvil, sentada en el baúl. Las cejas alzadas, las mejillas casi hundidas. No dice una sola palabra, pero el grito de ayuda es ensordecedor.
—Él nunca… él no haría eso… no… no fue intencionado… —susurra mientras dejo caer la nota de Boyle en su regazo. Asintiendo, la doctora Manning ya se está convenciendo a sí misma—. En realidad, quizá… quizá lo engañaron. Tal vez El Romano se acercó a él y no se dio cuenta de con quién estaba hablando. Su aspecto sería el de un auténtico agente del Servicio Secreto, ¿no? De modo que… de modo que ellos quizá comenzaron a preocuparse de que Ron tardase tanto en darles una respuesta e intentaron una ruta que fuese directamente a la rama más alta del árbol. Y entonces… él pudo haber pensado que de hecho estaba ayudando al Servicio Secreto. Tal vez… tal vez ni siquiera se dio cuenta de lo que había hecho.
Asiento. Tal vez tenga razón. Tal vez no fue intencionado. Tal vez fue el error más grande y horrible de Manning, y que él rezaba para que desapareciera. El problema es que aún puedo ver al presidente en su último paseo a través del South Lawn, cogiendo la mano de la primera dama y negándose a volver la vista atrás mientras ambos se dirigían hacia el Marine One. En aquellos días, las filtraciones procedentes de nuestro propio personal afirmaban que ella estaba más desolada que él. Pero yo también estaba allí. Pude ver con qué fuerza apretaba la mano de su esposa.
Los pasos del presidente llegan al final de la escalera.
Salgo precipitadamente al pasillo y giro a la derecha, chocando casi contra el pecho de Manning.
—A… aquí tiene, señor —digo, mientras freno de golpe, mi brazo extendido con su americana.
Manning da otro paso hacia mí. Yo no me muevo, asegurándome de que no vaya más allá.
Por un momento, el presidente entrecierra los ojos, sus famosos ojos grises estrechándose hasta convertirse en dos astillas de hielo gemelas. Pero, con la misma rapidez, una amplia y cálida sonrisa eleva sus mejillas y revela un atisbo de amarillo en sus dientes.
—Por cierto, ¿has visto ya las pelucas? —pregunta, refiriéndose a la gente del Tussaud que espera abajo—. Trajeron la que teníamos cuando abandonamos la Casa Blanca. Te digo una cosa, Wes, es más gris de lo que tengo el pelo ahora. Creo que me estoy volviendo más joven.
Me obligo a sonreír y me dirijo hacia la escalera antes de darle tiempo a mirarme bien.
—¿Qué ocurre? —pregunta, un paso detrás de mí.
—No… nada —digo, moviendo la americana y sintiendo una oleada de calor que sube por mi cuello—. Sólo quería asegurarme de que no cogía una de sus chaquetas buenas.
—Te agradezco que cuides cómo quedaré en cera —bromea, apoyando una mano sobre mi hombro. Ésa es la jugada. La mano sobre el hombro para conseguir la intimidad instantánea y asegurar la confianza. Lo he visto hacerlo con primeros ministros, senadores, congresistas, incluso con su propio hijo. Ahora lo está empleando conmigo.
Al llegar a la mitad de la escalera apuro el paso. Él hace lo propio. Aunque trabajar con El Romano fue su error, mentirme a la cara todas las veces que… ¿Por eso me conservó en mi puesto? ¿Una forma de castigo por su propia culpa?
El móvil comienza a vibrar en mi bolsillo. Lo saco y compruebo la diminuta pantalla. Es un mensaje de texto: «wes, soy Lisbeth. Coge la llamada, he resuelto el rompecabezas».
Un segundo después, el teléfono vibra en mi mano.
—Perdóneme un momento, señor —le digo al presidente—. Es Claudia, que… ¿Hola? —digo, contestando la llamada.
—Tienes que salir de ahí —dice Lisbeth.
—Hola, Claudia. ¿Eso he hecho? De acuerdo, espera un segundo. —Cuando llegamos al último escalón, dejo a Lisbeth en espera y me vuelvo hacia Manning sintiendo el cuerpo en llamas—. Claudia dice que me he dejado las llaves de casa en la oficina. Lo siento, señor, pero si le parece bien, puedo regresar allí y…
—Relájate, Wes, ya soy mayorcito —dice, echándose a reír, y la mano que se apoya en mi hombro se convierte en una rápida palmada que a punto está de derribarme—. Haz lo que tengas que hacer. Me las he visto con uno o dos problemas más importantes que éste.
Le entrego la americana, me echo a reír yo también y luego me alejo hacia la puerta. Siento que la mirada del presidente me quema la espalda.
—Por cierto, Wes, hazme un favor y diles a los chicos del Servicio Secreto dónde estarás —dice en voz lo bastante alta como para que lo oigan los agentes que están fuera—. Sólo por si necesitan ponerse en contacto contigo.
—Por supuesto, señor —digo, bajando la pequeña escalinata de la entrada.
—¿Ya estás solo? —me pregunta Lisbeth por el teléfono.
En el momento en que la puerta se cierra a mis espaldas, los dos agentes vestidos con traje y corbata que están delante del garaje alzan la vista.
—¿Todo bien? —pregunta Stevie, el más bajo de los dos.
—No levantes sospechas —dice Lisbeth—. Diles que olvidaste las llaves.
—Sí, no… es que he olvidado las llaves de mi casa —digo, caminando de prisa hacia el alto portalón de madera al final del camino y simulando que todo aquello sobre lo que he construido mi vida no se está cayendo a pedazos. Mi respiración se acelera. Hace casi tres años que conozco a Stevie. A él no le importa si apunto mi nombre en el registro o no. Pero, ante mi sorpresa, cuando llego al final del camino y espero a que la puerta se abra, ésta no se mueve.
—¿Adónde vas, Wes? —me pregunta Stevie.
—¡Wes, escúchame! —me ruega Lisbeth—. Gracias a tu perverso amigo Dreidel, encontré otro crucigrama. ¿Me estás escuchando?
Me vuelvo hacia los dos agentes del Servicio Secreto, quienes siguen delante de la puerta del garaje y los dos Chevy Suburban aparcados a pocos metros de ellos. La mano de Stevie desaparece en el bolsillo de sus pantalones. En ese momento caigo en la cuenta de que, la noche que vi a Boyle en Malasia, Stevie era quien conducía el coche del presidente.
—Wes —pregunta con voz helada—. Te he preguntado adonde…
—Regreso a la oficina —contesto. Girando torpemente hacia la puerta, me quedo mirando las planchas dobles de madera que impiden que la gente vea el interior de la propiedad. Aferró el teléfono para que mi mano deje de temblar. El sol está a punto de ocultarse en el cielo anaranjado y púrpura. Detrás de mí oigo un sonido metálico. Mi corazón da un vuelco.
—Nos vemos luego —dice Stevie. Se produce un estridente rugido cuando el portalón de madera rueda hacia la derecha, abriéndose sólo lo suficiente para que yo pueda salir.
—Ya estoy fuera —le digo a Lisbeth.
—Bien, entonces presta atención. ¿Tienes el otro crucigrama contigo?
No contesto y cruzo la calle en dirección al coche. Todo lo que veo es la sonrisa de Manning y sus dientes de color amarillo…
—¡Wes! ¿Has oído lo que te he dicho? —grita ella—. ¡Saca el crucigrama original!
Asiento aunque no puede verme, busco en el bolsillo y desdoblo el papel.
—¿Ves las iniciales apuntadas en el centro? —pregunta Lisbeth—. M, A, R, J…
—Manning, Albright, Rosenman, Jeffer… ¿qué pasa con ellos?
—En el crucigrama que tengo yo está la misma lista. Las mismas iniciales en el medio. El mismo orden. Todo igual.
—Muy bien, ¿y con eso qué? Ahora tenemos dos listas del personal ejecutivo —digo, deteniéndome justo fuera del coche. Tengo que apoyarme en la puerta para no caerme.
—No. Presta atención, Wes. Todo igual. Incluso los garabatos apuntados en el margen.
—¿De qué estás hablando?
—A la izquierda, antes de cada grupo de iniciales: los cuatro puntos que forman un cuadrado, el pequeño óvalo, la cruz con un corte que la atraviesa…
Miro cada uno de los pequeños dibujos:
,
,
—¿Ese garabato que parece una pata de gallo?
—Esa es la cuestión, Wes —dice ella, completamente seria—. No creo que sea una pata de gallo. A menos que sea un gallo muy listo.
—Pero esos garabatos… —digo mientras estudio las letras y dibujos que Manning ha hecho al lado del crucigrama.
—¿Me estás escuchando? —grita Lisbeth a través del auricular—. Eso era lo que ellos querían que pareciera, unos garabatos escritos al azar y unas cuantas letras que hacen desaparecer las iniciales ocultas. Pero si miras mi crucigrama, los mismos garabatos están colocados exactamente en el mismo orden. ¡No hay nada fortuito en ello, Wes! Los cuatro puntos, el pequeño óvalo… Manning empleaba esos símbolos como una especie de mensaje.