Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
Tuvo un ataque de rabia que hizo temblar sus brazos y sus piernas. Constance había invadido su casa, su guarida, su último refugio. Era el final. Ya no le quedaban lugares adonde ir ni identidades que adoptar. Si lo sacaban de su casa huiría como un perro, perseguido sin piedad. Incluso si lograba escapar, tardaría años en encontrar un nuevo santuario y en crearse una identidad segura.
No. Tenía que solucionarlo ahí, en ese momento.
Sonaron tres disparos muy seguidos. Diógenes oyó que uno de los postigos del rincón donde desayunaba chocaba estrepitosamente contra la pared. Levantándose de un salto, corrió encorvado a resguardarse detrás de una media pared de ladrillo que separaba la cocina y el comedor. El viento aullaba por la ventana abierta y sacudía el postigo.
¿Había entrado?
Rodeó el tabique a gran velocidad y corrió por la cocina, iluminándola con la linterna. Nada. Entró en el comedor sin dejar de correr y se arrimó a una pared. La clave era moverse constantemente.
Tres disparos más, esta vez desde la biblioteca. Oyó que el viento sacudía otro postigo.
Así que ese era el juego: ir agujereando sus defensas hasta que la casa dejara de protegerlo... Pues Diógenes no estaba dispuesto a seguirle el juego. Tenía que tomar la iniciativa. Sería él, no ella, quien eligiera el escenario del enfrentamiento final.
Lo principal era salir. Huir de la casa hacia la montaña. Conocía al dedillo las vueltas y revueltas del camino, empinado y peligroso. Comparativamente, ella era débil, y lo sería aún más después de una persecución larga y agotadora. En la montaña todo estaría a su favor, incluido disparar a oscuras. Aun así, se recordó que ya la había subestimado muchas veces. No podía cometer de nuevo el mismo error. Estaba a punto de enfrentarse al adversario más decidido, y quizá más peligroso, de toda su carrera.
Volvió a pensar en la montaña. El camino era una antigua senda trazada hacía casi tres mil años por sacerdotes griegos para ofrecer sacrificios al dios Hefesto. Más o menos a mitad de recorrido se bifurcaba en un camino más reciente que llegaba a la cumbre por el Bastimento y el antiguo camino griego propiamente dicho, que seguía hacia el oeste y llevaba muchos siglos cortado por la Sciara del Fuoco, el legendario Río de fuego. Se trataba de una avalancha continua de bloques de lava al rojo vivo que tras ser expulsados del cráter bajaban rodando por un gran barranco de casi dos kilómetros de anchura y uno de profundidad hasta hundirse en el mar entre explosiones de vapor. El precipicio de la Sciara era un auténtico infierno, un lugar que daba más vértigo que cualquier otro del planeta, barrido por vientos desatados de aire caliente que se desprendían de las coladas.
La Sciara del Fuoco. La solución a su problema.
Si un cuerpo caía por ella, se le podía dar por desaparecido.
El momento de máxima vulnerabilidad sería salir de casa, pero ella no podía estar en todas partes a la vez. Además, si Diógenes seguía yendo a oscuras las posibilidades de dar en el blanco eran muy pocas, aunque ella acechase su salida. Aprender a disparar con esa precisión llevaba muchos años.
Se acercó con sigilo a la puerta lateral, esperó un poco, le dio una patada y salió a la oscuridad, todo en un solo y rápido movimiento. Hubo disparos, aunque ya los esperaba, que fallaron por centímetros. Diógenes se puso a cubierto y los devolvió, cortando el fuego. Después corrió hacia la verja y dio un giro brusco a la derecha que lo llevó al final del callejón, a unos antiguos escalones de lava que enlazaban con el sendero que ascendía sinuosamente por la falda del volcán de Stromboli, en dirección al Río de fuego.
El agente especial Pendergast saltó en precario de la barca de pesca al muelle de Ficogrande, cuando la embarcación ya tenía el motor en marcha atrás para apartarse del bravío oleaje al que estaba sujeta aquella parte abierta de la costa. Se quedó un momento de pie sobre el cemento agrietado, contemplando la isla. Surgía abruptamente del agua como una columna negra dibujada en la penumbra de la noche, con una luna en cuarto creciente que la iluminaba a ratos. Vio el juego de luces rojizas en las nubes que tapaban la montaña, mientras oía cómo se mezclaban los rugidos del volcán con los del oleaje a sus espaldas, y el silbido del viento que soplaba desde el mar.
Stromboli era una isla pequeña y redonda de tres kilómetros de diámetro y forma cónica, un lugar desierto y nada acogedor. Incluso el pueblo, formado por casas blancas y dispersas por un kilómetro y medio de costa, se veía vetusto, austero y castigado por el viento.
Respiró el aire húmedo y salobre, y se cerró el cuello del abrigo. Al final del muelle, al otro lado de la calle estrecha que corría paralelamente a la playa, había una hilera de edificios estucados y torcidos que se apoyaban entre sí. Saltaba a la vista que uno de ellos era un bar, aunque el letrero descolorido que bailaba al viento hubiera perdido la luz eléctrica.
Cruzó deprisa el muelle y la calle y entró.
Lo recibió un ambiente denso de humo de cigarrillos. En una mesa había un grupo de hombres —uno con el uniforme de los
cambinieri
— que fumaban y jugaban a las cartas, todos con su correspondiente vaso de vino.
Fue a pedir un
espresso
completo en la barra.
—¿La mujer que ha llegado esta tarde en el servicio especial de la barca pesquera...? —dijo en italiano al encargado, y se quedó a la expectativa.
El encargado pasó un trapo mojado por el mostrador, sirvió el espresso y le echó un chorrito de grappa. No parecía que tuviera muchas ganas de contestar.
—Joven y delgada, con una bufanda roja envolviéndole la cara —añadió Pendergast.
El encargado asintió con la cabeza.
—¿Adonde ha ido?
Tras un silencio, dijo con acento siciliano:
—Arriba, a donde el profesor.
—¡Ah! Y ¿dónde vive el profesor?
Silencio. Pendergast tuvo la impresión de que detrás de él la partida de cartas se había interrumpido.
Sabía que en esa parte del mundo la información nunca se daba gratuitamente, sino como un intercambio.
—La pobre, es mi sobrina... —explicó—. Mi hermana está destrozada. Su hija está persiguiendo a ese hombre despreciable, a ese supuesto profesor que la sedujo y que ahora se niega a portarse como un hombre...
Sus palabras tuvieron el efecto deseado. A fin de cuentas eran sicilianos, una raza antigua con ideas antiguas acerca del honor. Oyó chirriar una silla. Al girarse vio que se había levantado el
carabiniere
.
—Soy el
maresciallo
de Stromboli —dijo con solemnidad—. Voy a llevarlo a casa del profesor. —Se giró—. Stefano, trae el Ape para este señor y sigúeme. Yo ya cogeré el
motorino
.
Un hombre moreno y velludo se levantó de la mesa e hizo una señal con la cabeza a Pendergast, que lo siguió a la calle. El triciclo a motor estaba aparcado en la acera. Pendergast subió. Vio que el
carabiniere
ponía en marcha la moto delante de ellos. Arrancaron enseguida y se fueron por la carretera de la playa, con el ruido de las olas a la derecha, que rompían en playas igual de oscuras que la noche.
Al poco rato se internaron en la isla por las calles imposiblemente estrechas y sinuosas del pueblo, que subían por la falda de la montaña con una fuerte inclinación. Cada vez eran más empinadas. A partir de cierto momento empezaron a cruzar viñedos, olivares y huertos a oscuras, delimitados por muritos de toba volcánica y argamasa. Aparecieron algunas grandes villas dispersas en lo más alto de la ladera. La última se encaramaba a la montaña propiamente dicha y estaba circundada por un muro alto de piedra volcánica.
No había luz en las ventanas.
El
carabiniere
aparcó su vehículo en la verja. El Ape frenó detrás. Pendergast bajó de un salto, mirando la villa. Era grande y austera, con más aspecto de fortaleza que de residencia, aunque con diversas terrazas que le añadían encanto. La que miraba al mar tenía columnas antiguas de mármol. Al otro lado del muro de lava había un jardín grande y frondoso de plantas tropicales, aves del paraíso y cactus exóticos gigantes. Era la última casa de la falda de la montaña. Desde el observatorio de Pendergast, casi parecía que el volcán se inclinase hacia ella, reflejando en las nubes el naranja sangriento de su cima, tonante y relampagueante.
A pesar de la gravedad del momento, siguió mirando. «Es la casa de mi hermano», pensó.
El
carahiniere
caminó dándose aires hacia la verja, que estaba abierta, y pulsó el timbre. Saliendo de su trance, Pendergast lo adelantó, cruzó la entrada y corrió agachado hacia la puerta lateral de la terraza, sacudida por el viento.
—¡Espere,
signore
!
Sacó su Cok 1911 y se arrimó a la pared. Cuando tuvo la puerta a su alcance la cogió. Tenía muchos orificios de bala. Miró a su alrededor. El viento sacudía uno de los postigos de la cocina.
Llegó el
carabiniere,
jadeando.
—
Minchia!
—dijo al ver la puerta.
Sacó enseguida la pistola.
—¿Qué pasa, Antonio? —dijo el conductor del Ape, que se acercó, haciendo bailar la punta de su cigarrillo en la estruendosa oscuridad.
—Vuelve, Stefano, esto no tiene buena pinta.
Pendergast sacó una linterna y entró en la casa para inspeccionarla. El suelo estaba lleno de astillas. La luz de la linterna iluminó un gran salón de estilo mediterráneo, con frescas superficies de yeso, suelo de baldosas y muebles antiguos y macizos. Todo era muy sobrio, de una sorprendente austeridad. Al mirar por una puerta abierta, entrevió una biblioteca extraordinaria, el doble de alta que una habitación normal, pintada en un gris perla surrealista. Al entrar vio que también había un postigo con el cierre reventado a balazos.
Lo que no había eran señales de lucha.
Volvió a la puerta lateral. El
carabiniere,
que estaba examinando los agujeros de bala, se irguió.
—Aquí se ha cometido un delito,
signore.
Debo pedirle que se vaya.
Pendergast salió a la terraza y miró hacia la montaña, intentando ver algo en la oscuridad.
—¿Lo de ahí es un camino? —preguntó al conductor del Ape, que permanecía inmóvil en el mismo lugar que antes, boquiabierto.
—Sube por la montaña, pero seguro que no se han ido por ahí. Siendo de noche...
Poco después apareció el
carabiniere
con la radio en la mano. Estaba llamando a la
caserma
de los
carabinieri
en la isla de Lipari, a cincuenta kilómetros.
Pendergast cruzó la verja y llegó al final del callejón. Una escalera de piedra muy estropeada subía por la montaña hasta desembocar en un camino más ancho, muy antiguo. Se puso de rodillas y enfocó la linterna en el suelo. Después de un rato se levantó y dio una docena de pasos por el camino, examinándolo con la linterna.
—¡No suba,
signore
! ¡Es muy peligroso!
Cuando volvió a ponerse de rodillas, de repente distinguió la huella de un tacón pequeño en una fina capa de polvo protegida del viento por un antiguo peldaño de piedra. Parecía muy reciente.
Más arriba, otra huella casi imperceptible, una huella pequeña sobre otra más grande. Diógenes perseguido por Constance.
Entonces se levantó y contempló la vertiginosa cuesta del volcán. Todo estaba tan negro que lo único que divisó fue un leve parpadeo de luz anaranjada alrededor de la cima rodeada de nubes.
—Este camino... —le dijo al policía—. ¿Llega hasta arriba del todo?
—Sí,
signore,
pero le repito que es muy peligroso, solo para escaladores expertos. Le aseguro que por ahí no han ido. He llamado a los
carabinieri
de Lipari, pero no pueden venir hasta mañana. Con este tiempo, puede que ni eso. Lo único que puedo hacer es buscar en el pueblo; probablemente es adonde han ido su sobrina y el profesor.
—En el pueblo no los encontrará —dijo Pendergast, girándose para subir por el camino.
—
Signore
! ¡No suba por ahí, lleva a la Sciara del Fuoco!
Sin embargo, el viento se llevó la voz del
carabiniere,
mientras Aloysius Pendergast subía por el camino de la mañana a gran velocidad con la linterna en la mano izquierda y la pistola en la derecha.
Diógenes Pendergast corría despacio por la falda de la montaña, a setecientos cincuenta metros de altura, por un ventoso terraplén de lava. El viento azotaba con fuerza demoníaca los densos matorrales de retama que invadían el sendero. Hizo una pausa para respirar. Al mirar hacia abajo reconoció a duras penas la superficie oscura del mar, con pequeñas manchas de un gris más claro que formaban la espuma de las olas. El faro de Strombolicchio coronaba solitario la roca, en el centro de un anillo gris de olas, lanzando un mensaje intermitente, ciego e infatigable a un mar vacío.
Siguió el mar con la mirada hasta llegar a tierra. Desde su observatorio veía un tercio de la isla, una gran curva desde Piscità hasta el arco de playa de debajo de Le Schiocciole, donde el mar embravecido formaba una ancha cinta de espuma blanca. Las luces de la ciudad, no muy intensas, salpicaban la costa, puntos turbios y trémulos de luz, la frágil franja de una humanidad aferrada a una tierra poco hospitalaria. Cerniéndose tras ella, el volcán se erguía en todo su volumen, como el tronco rayado de un mangle gigante, en grandes crestas paralelas que tenían nombres propios: Serra Adorno, Roisa, Le Mandrey Riña Grande. Se giró y miró hacia arriba. La inmensa negrura del Bastimento se interponía entre él y la Sciara del Fuoco, el Río de fuego. El caballón subía hasta la cumbre, todavía envuelta en nubes rápidas, brotando con sombrío resplandor a cada nueva erupción, mientras los truenos sacudían la tierra.
Diógenes sabía que faltaban doscientos o trescientos metros para la bifurcación. El camino de la izquierda iba hacia el este y daba muchas revueltas hasta alcanzar el cráter superior por las amplias laderas de toba de Liscione. El camino de la derecha, la antigua senda griega, trepaba por el Bastimento y quedaba cortado bruscamente por la Sciara del Fuoco.
Ya debía de tener quince o veinte minutos de ventaja sobre ella. Había forzado la máquina, trepando a la máxima velocidad por la escalera de piedra gastada y el trazado sinuoso de los adoquines. Era físicamente imposible que ella hubiera seguido su ritmo. Ahora que la tenía donde quería, tenía tiempo de pensar y planear sus movimientos.