El libro de los muertos (51 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Bebió un poco más, mientras veía cómo se deslizaba el andén a través de su ventanilla. Se estaba acercando a la segunda fase del consumo de absenta según Oscar Wilde, la contemplación de cosas monstruosas y crueles, y le apetecía demorarse en una imagen que era como un bálsamo: la de su hermano con el cadáver de Constance a sus pies, leyendo la carta. Sería la imagen que le daría consuelo, aliento y fuerza hasta llegar a casa...

La puerta de su cabina se descorrió ruidosamente. Diógenes se incorporó, alisando su pechera al mismo tiempo que metía una mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el billete, pero la persona que estaba en el pasillo no era el revisor, sino la vieja frágil a quien había visto caminar minutos antes por el andén.

Frunció el entrecejo.

—Es un compartimiento privado —dijo secamente.

En vez de contestar, ella dio un paso hacia el interior.

Diógenes se alarmó. No por nada que pudiera identificar al instante, sino por un sexto sentido que de repente se había puesto a gritar «¡peligro!». La vieja metió la mano en el bolso. En ese momento Diógenes advirtió que sus movimientos ya no eran lentos y vacilantes, sino ágiles y rápidos. También parecían el fruto de una temible determinación. La mano que salió del bolso sujetaba una pistola; no había tenido tiempo de moverse.

Se quedó de piedra. Era una pistola antigua, prácticamente una reliquia, sucia y cubierta de óxido. La vista de Diógenes subió casi contra su voluntad por el cuerpo de la mujer hasta encontrar su cara. Reconoció aquellos ojos inexpresivos que lo observaban bajo la peluca. Los reconoció perfectamente.

El cañón subió hacia él.

Se levantó de un salto, manchándose de absenta la camisa y la parte delantera de los pantalones, y retrocedió justo cuando ella apretaba el gatillo.

Nada.

Se incorporó con el corazón a cien; se dio cuenta de que probablemente era la primera vez que ella usaba una pistola. No sabía apuntar y aún no había quitado el seguro. Se abalanzó sobre ella, pero justo entonces se oyó el clic de un seguro y una explosión hizo temblar la cabina. Una bala agujereó el vagón encima de la cabeza de Diógenes, que cayó de lado, retorciéndose.

Mientras él hacía un esfuerzo desesperado por levantarse, ella dio un paso entre una nube de polvo que le daba un aspecto espectral, y volvió a nivelar la pistola para apuntar con una frialdad perfecta y terrible.

Diógenes se arrojó hacia la puerta del compartimiento contiguo, pero resultó que el mozo aún no la había abierto.

Otra explosión ensordecedora. Las astillas de la moldura pasaron a pocos centímetros de su oreja.

Se giró hacia ella, colocándose de espaldas a la ventanilla. Quizá pudiera derribarla, apartarla de la puerta... Ella, sin embargo, con una parsimonia indescriptiblemente aterradora, volvió a levantar la vieja pistola y apuntó.

Diógenes saltó hacia un lado. La tercera bala rompió la ventanilla justo donde había estado hacía un momento. Los últimos ecos de la detonación dejaron paso al traqueteo de las ruedas del tren. En el pasillo del vagón habían empezado a oírse gritos y voces. Fuera se veía el final del andén. Aunque Diógenes la redujese y le quitase la pistola a la fuerza, todo habría acabado. Lo cogerían y lo desenmascararían.

Inmediatamente, sin pensarlo demasiado, dio media vuelta y se tiró por la ventana rota. Cayó con todo su peso en el andén de cemento y dio un par de vueltas en el polvo, rodeado por trozos de cristal de seguridad. Al levantarse, medio aturdido y con el corazón a punto de estallar, tuvo tiempo de ver cómo desaparecía el último vagón al fondo del andén y entraba en la boca oscura del túnel.

Se quedó donde estaba, estupefacto. Todo su ofuscamiento, toda la impresión, todo el dolor y el miedo que sentía no lograban borrar una imagen: la increíble calma con que ella —Constance— había corregido su puntería. En sus extraños ojos había una falta de emoción, de expresión, de cualquier cosa...

Solo había una determinación absoluta.

Sesenta y ocho

Cualquier persona que observara al pasajero que cruzaba el control de seguridad de la terminal A del aeropuerto Logan de Boston habría visto a un hombre elegante, de unos sesenta y cinco años, con el pelo castaño, las sienes blancas, una barba cuidada y entrecana, americana azul, camisa blanca abierta por el cuello y un pañuelo de seda roja asomando por el bolsillo de la camisa. Tenía los ojos de un azul brillante, los pómulos anchos y una cara abierta, lozana y alegre. Llevaba en el brazo un abrigo negro de cachemira que depositó en la cinta de seguridad, junto con sus zapatos y el reloj de pulsera.

Superado el control, encaminó sus enérgicos pasos hacia el pasillo de la terminal y no se detuvo hasta un Borders próximo a la puerta de embarque 7. Tras entrar, y echar un vistazo a la sección de novelas policíacas, le satisfizo ver que James Rollins había publicado un nuevo título. Con él, y
The Times,
fue a la caja y saludó amablemente a la cajera con un «buenos días» cuyo acento y dicción delataban su origen australiano.

A continuación eligió un asiento cerca de la puerta de embarque, se sentó y abrió el periódico de un golpe seco para leer las noticias internacionales y nacionales; giraba las páginas con un gesto de gran precisión, mil veces repetido. Le llamó la atención un breve sobre Nueva York: «Misterioso tiroteo en un tren Amtrak».

Le bastó una simple ojeada para tomar nota de lo principal: en el Lake Champlain que salía de Penn Station habían disparado contra un hombre. Según los testigos, la autora de los tiros era una anciana. Su fallida víctima se había tirado del tren y había desaparecido en los túneles de debajo de Penn Station. El exhaustivo registro policial no logró identificar a la agresora o encontrar el arma. La investigación seguía abierta.

Pasó de página para una lectura rápida del editorial. No debía de estar de acuerdo con lo que leía, puesto que en un momento dado frunció un poco el entrecejo.

Un observador meticuloso —y lo había— habría visto algo tan poco llamativo como un australiano rico que esperaba su vuelo leyendo
The Times.
Sin embargo, la expresión afable y un poco ausente del rostro era simple fachada. Por dentro su cabeza hervía de ira, incredulidad y reproches a sí mismo. Todo su mundo estaba hecho jirones, y su minucioso plan había fracasado. Nada había salido bien. La Puerta del Infierno destruida. Margo Green viva. Su hermano libre. Y, lo más inaceptable, Constance Greene no estaba muerta.

Pasó a los deportes, sonriendo.

Constance no se había suicidado. Los cálculos sobre ella habían errado estrepitosamente. Todo lo que él sabía de la naturaleza humana indicaba que Constance se quitaría la vida. Era un bicho raro, mentalmente inestable. ¿No llevaba varias décadas caminando con los ojos vendados por el precipicio de la demencia? Y él le había dado un empujón. Muy fuerte. Entonces, ¿por qué no había caído? Tras destruir él todos y cada uno de los pilares de su vida, todos y cada uno de sus puntos de apoyo... Tras minar todo aquello en lo que creía... Tras anegar su existencia en el nihilismo...

Y así a la joven, virgen, temerosa y trémula somete por la fuerza
.
[11]

Durante su vida, larga, protegida y sin grandes incidentes, Constance siempre había ido a la deriva por un mar de dudas acerca de su función como persona, y de incertidumbre sobre el sentido de su existencia. Pues bien, Diógenes estaba constatando con amarga claridad que precisamente él había despejado esa incertidumbre, y que ni más ni menos le había dado lo que nadie más podía ofrecerle: un objetivo en la vida. Constance había encontrado una nueva razón para vivir.

Matarlo.

En circunstancias normales no habría sido un problema. Nadie que se hubiera cruzado en el camino de Diógenes, y eran muchos, había sobrevivido lo suficiente para volver a intentarlo. Diógenes había lavado sus pecados con su sangre, pero se daba cuenta de que Constance no era como los demás. Para empezar no entendía cómo había podido encontrarlo en el tren, a menos que lo hubiera seguido desde el museo. Por otro lado aún estaba nervioso tras haber visto cómo le disparaba con tanta sangre fría. Constance lo había obligado a saltar por una ventana, a huir impulsado por un pánico indigno, y a dejar atrás el maletín y su precioso contenido.

Por suerte conservaba todos los pasaportes, la cartera, las tarjetas de crédito y los documentos de identidad. La pista del maletín y el equipaje llevarían a la policía hasta Menzies, pero no hasta su álter ego viajero, Gerald Boscomb, de South Penrith, Sidney. Ahora lo mejor era olvidarse de todo lo que no fuera importante, de cualquier tic y floritura mental, fueran o no voluntarios, de todos los susurros que componían su paisaje mental... y elaborar un plan de acción.

Puso manos a la obra, cerrando la sección de deportes.

Y sin considerar el bien o el mal, solo su furia
,

se arroja a la venganza con su ser entero
[12]
.

La única que podía reconocerlo era Constance Greene. Constance era un peligro inaceptable. Mientras durase su persecución, él no podría reorganizarse en su refugio. Sin embargo, no todo estaba perdido. Esta vez Diógenes había fracasado, al menos parcialmente, pero le quedaban muchos años de vida para elaborar y poner en práctica un nuevo plan. No cometería un segundo fallo.

Ahora bien, mientras Constance viviera nunca estaría a salvo.

Constance Greene debía morir.

Gerald Boscomb cogió la novela que había comprado y la abrió para empezar a leerla.

Para matarla hacía falta planear hasta el último detalle. Pensó espontáneamente en el búfalo del Cabo, el animal más peligroso de los que cazaba el ser humano. Cuando trataban de cazarlo, el búfalo del Cabo recurría a una estrategia muy peculiar: era el único animal que sabía convertir al cazador en cazado.

Durante la lectura, su cerebro urdió un plan. Le dio muchas vueltas, sopesó lugares donde ejecutarlo, los descartó por una u otra razón... y en el capítulo 6 halló el escenario perfecto. Funcionaría, sí. El odio de Constance se convertiría en una baza a su favor.

Cerró la novela, tras dejar un punto de lectura, y se la puso debajo del brazo. La primera parte del plan era exhibirse, hacerse ver por ella. Eso suponiendo que Constante hubiera logrado seguirlo hasta allí... Pero basta de riesgos. Basta de suposiciones.

Se levantó y caminó tranquilamente por la terminal con el abrigo en el brazo, lanzando plácidas miradas a ambos lados, observando las mareas de una humanidad que, entregada a sus fútiles asuntos, ofrecía a su mirada un tumultuoso río de grises.

Capas y más capas de grises. Infinidad de grises. Cuando volvió a pasar al lado de Borders, le llamó brevemente la atención una mujer rechoncha que compraba el
Vogue.
Iba vestida con una falda marrón de lana con dibujos africanos, una blusa blanca y una bufanda barata. Su pelo, castaño, pendía sucio y lacio hasta los hombros. Llevaba una pequeña mochila de piel negra.

Diógenes pasó lentamente de largo y entró en el Starbucks de al lado, sorprendido de que Constance se hubiera esforzado tan poco en su disfraz. Pero también de que hubiera conseguido seguirlo. ¿O no?

Seguro que sí. Cualquier otra forma de encontrarlo habría sido por telepatía.

Se compró un té verde orgánico pequeño y un cruasán y volvió al mismo asiento con la precaución de no mirarla por segunda vez. Podía matarla ahí mismo. Era fácil. Claro que entonces no podría superar los sucesivos controles del seguridad del aeropuerto... ¿Y ella? ¿Trataría de quitarle la vida delante de tantos testigos? ¿Valoraba suficientemente la suya para ser prudente, o se conformaba con destruir la de él?

Diógenes no lo sabía.

Gerald Boscomb terminó el té y el cruasán, quitó las migas de sus dedos y su abrigo y reanudó la lectura de la novela policíaca que acababa de comprar. Poco después llamaron a embarcar a los pasajeros de primera clase de su vuelo. En el momento de tender su tarjeta de embarque a la azafata, la mirada de Diógenes volvió a hacer un barrido del pasillo de la terminal, pero la mujer había desaparecido.

—Buenos días —dijo campechano, con su acento australiano, al coger el cupón y meterse por el finger.

Sesenta y nueve

Vincent D’Agosta entró en la biblioteca de Riverside Drive 891, pero apenas pasó del umbral. La chimenea estaba encendida, al igual que las lámparas. Todo bullía de actividad concentrada. Los sillones estaban arrimados a las estanterías. Una mesa grande, cubierta de papeles, presidía el centro de la sala. A un lado, Proctor murmuraba por un teléfono inalámbrico. En un rincón, más despeinado aún de lo habitual, Wren consultaba una pila de libros. Parecía envarado, vetusto.

—Pase, Vincent, por favor —dijo Pendergast, invitándolo a entrar con un gesto conciso.

D’Agosta lo hizo, impresionado por la imagen de dejadez de alguien siempre tan cuidadoso de su aspecto como Pendergast. Que él recordase, nunca lo había visto sin afeitar. Tampoco era normal que llevara desabrochados todos los botones de la americana.

—Tengo los datos que me pidió —dijo, enseñando una carpeta de papel manila—. Gracias a la capitana Hayward.

La abrió sobre la mesa.

—Adelante.

—Según los testigos, la mujer que disparó era una vieja. Subió al tren con un billete de primera a Yonkers, pagó en efectivo y dijo que se llamaba Jane Smith. —Soltó un bufido—. Nada más salir de Penn Station, cuando el tren aún estaba en el túnel, entró en la cabina de primera clase de un tal... Eugene Hofstader, sacó una pistola y disparó cuatro veces. Los forenses encontraron dos balas del calibre 44-40 incrustadas en las paredes, y otra fuera, en los raíles. Ahora viene lo bueno: eran balas antiguas, probablemente disparadas con un revólver del siglo XIX que podría ser un Cok.

Pendergast se giró hacia Wren.

—Compruebe si en la colección falta un Cok Peacemaker o un revólver parecido; ah, y balas del calibre 44-40, por favor.

Wren se levantó sin decir nada y salió de la biblioteca. Pendergast volvió a mirar a D’Agosta.

—Siga.

—La vieja desapareció. Justo después del tiroteo cerraron todos los accesos del tren, pero nadie la vio bajar. Quizá llevaba un disfraz y lo tiró, pero no lo han encontrado.

—¿Y el hombre? ¿Se dejó algo?

—Pues sí, un maletín y una bolsa de ropa. Ni rastro de papeles, documentos o alguna otra pista sobre su verdadera identidad. En toda la ropa habían cortado escrupulosamente las etiquetas. En cambio el maletín...

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