El libro de los muertos (26 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Se puso aún más nervioso. ¿Y si volvía Diógenes? Pero ¿cómo iba a volver? Sería una locura. A menos que hubiera olvidado algo en el interior de la casa...

Pasó rápidamente por el resto de los dormitorios. En uno de ellos, siguiendo su intuición, sacó el destornillador y lo clavó en la pared. También era de acero.

¿Los planes de Diógenes incluían a más de un prisionero? ¿O había fortificado toda la casa por sistema?

Bajó deprisa, con el corazón acelerado. Aquella casa le ponía los pelos de punta. Total, un día perdido. En el fondo había ido sin tener nada planeado y sin buscar nada en particular. Se planteó la conveniencia de tomar notas. Pero ¿notas sobre qué? Quizá lo mejor sería olvidarse del tema y hacerle una visita a Margo Green. Ya que había salido de la ciudad... Pero no, sería otro desplazamiento inútil; Margo, por lo que sabía, había sufrido un empeoramiento repentino y estaba en coma profundo.

De repente se paró. En el porche se oían pasos.

Tuvo un ataque de miedo y se metió en un armario, al pie de la escalera. Al llegar al fondo se acurrucó detrás de un montón de chaquetas y chaquetones de cachemira, pelo de camello y tweed. Oyó que sacudían la puerta de la casa. Oyó que se abría despacio, chirriando.

¿Diógenes?

Dentro del armario olía intensamente a lana. El miedo casi le impedía respirar.

Los pasos cruzaron con sigilo la alfombra de la entrada y se detuvieron en la sala de estar. Silencio.

Smithback esperó.

Los pasos fueron hacia el comedor y se perdieron en la cocina.

¿Era el momento de salir corriendo?

No tuvo tiempo de pensar. Los pasos, lentos, pausados y silenciosos, habían vuelto. Ahora iban hacia la biblioteca. Retrocedieron y subieron por la escalera.

¡Ahora! Smithback salió disparado del armario, cruzó la sala de estar como una exhalación y se lanzó por la puerta, que estaba abierta. Al girar por la esquina del porche vio un coche de la policía en el camino de entrada, con el motor en marcha y la puerta abierta.

Cruzó rápidamente el patio trasero de la casa de al lado y se fue corriendo por la playa. Casi se le escapaba la risa del alivio. Había confundido con Diógenes a un simple policía que iba a ver si estaba todo en orden.

Al subir al coche se tomó un momento para respirar. Un día perdido. Bueno, al menos había salido sano y salvo de la casa.

Arrancó y encendió el navegador.

—¿Adonde desea ir? —pronunció una voz sexy y aterciopelada—. Por favor, introduzca la dirección.

Abrió el menú y seleccionó la opción «Trabajo». Conocía el camino de vuelta, pero le gustaba oír a Lavinia.

—Nos dirigimos a un punto llamado Trabajo —dijo la voz—. Conduzca hacia el norte por Glover’s Box Road.

—Lo que tú digas, cielo.

Pasó al lado de la casa con toda tranquilidad. El policía estaba fuera, al lado de su coche, con un micro en la mano. Al ver pasar a Smithback no hizo nada para detenerlo.

—Dentro de ciento cincuenta metros gire a la izquierda por Springs Road.

Smithback asintió y levantó una mano para quitarse un hilo de tweed de la cara. En ese momento sintió una especie de descarga eléctrica.

—¡Claro, Lavinia! —exclamó—. ¡Los abrigos del armario!

—Gire a la izquierda por Springs Road.

—¡Había dos tipos de abrigos! Unos muy caros, de cachemira y de mohair, y otros de tweed muy gordos y peludos, de esos que pican. ¿Conoces a alguien que lleve las dos cosas? ¡En absoluto!

—Siga durante un kilómetro y medio por Springs Road.

—El de la cachemira y mohair tiene que ser Diógenes, lo cual significa que su álter ego los lleva de tweed. Se disfraza de profesor o algo por el estilo. Es perfecto, Lavinia. Sí, tiene que ser eso, un profesor. ¡No, un momento! No exactamente un profesor. Ten en cuenta que conoce perfectamente el museo. Según la policía, en el robo de los diamantes alguien lo ayudó desde dentro. ¿Imaginas a Diógenes con colaboradores? Pero ¡si lo teníamos ante las narices! ¡Esto es la leche, Lavinia! ¡Lo hemos descubierto! ¡Lo he descubierto yo!

—Dentro de ciento cincuenta metros gire a la izquierda por Old Stone Highway —fue la plácida respuesta.

Treinta y dos

Lo que más repelía a Hayward de la unidad psiquiátrica de Bellevue no era la sordidez de los pasillos con baldosas, ni las puertas de acero cerradas con llave, ni la mezcla de olor a desinfectante, vómitos y excrementos, sino los ruidos. Llegaban de todas partes, una barahúnda de murmullos, alaridos, repeticiones monótonas, explosiones glóticas, gemidos y parloteos suaves pero atropellados, sinfonía de dolor sobre la que de vez en cuando se elevaba un grito tan horrible, tan lleno de desesperación, que le partía el corazón.

Entretanto el doctor Goshar Singh caminaba a su lado hablando con tal calma y racionalidad que parecía que no oyera nada. Hayward pensó que quizá era realmente así. De otro modo ya no estaría cuerdo. Así de simple.

Intentó concentrarse en las palabras del médico.

—No he visto nada parecido en todos mis años de psiquiatra clínico —dijo Singh—. Estamos intentando controlarlo, y hemos hecho avances, pero no tantos como me gustaría.

—Da la impresión de haber sido muy repentino.

—En efecto, es una de las características más desconcertantes del cuadro clínico. Bueno, ya hemos llegado, capitana Hayward.

Singh abrió una puerta con llave y dejó pasar a Hayward a una habitación casi desnuda, dividida en dos por una larga barra con una ventana de cristal blindado que separaba las dos mitades. Era idéntica a las salas de visitas de las cárceles. En el cristal había un intercomunicador.

—Doctor Singh —dijo Hayward—, yo había pedido una visita cara a cara.

—Me temo que no será posible —contestó Singh, apenado.

—Pues yo me temo que debe ser así. En estas condiciones no puedo interrogar a un sospechoso.

Singh volvió a hacer un gesto de tristeza que hizo temblar sus mofletes.

—No, no, aquí las decisiones las tomamos nosotros, capitana; además, creo que cuando vea al paciente entenderá que da exactamente lo mismo.

La capitana Hayward no dijo nada. No era el momento de enzarzarse en disputas con los médicos. Primero evaluaría la situación; después, si era necesario, volvería estableciendo ella las condiciones.

—¿Quiere sentarse? —preguntó Singh solícitamente.

La capitana se sentó frente a la barra; el médico lo hizo en el asiento de al lado. Miró su reloj.

—El paciente saldrá dentro de cinco minutos.

—¿Qué resultados preliminares tienen?

—Ya le he dicho que es un caso muy desconcertante.

—¿Podría concretar?

—En el electroencefalograma preliminar se observaban anomalías focales temporales significativas. Después se le hizo una resonancia magnética que reveló diversas pequeñas lesiones en el córtex frontal. Por lo visto estas lesiones son el desencadenante de una serie de defectos cognitivos graves, y de la psicopatología.

—¿Podría traducirlo al cristiano?

—El paciente parece haber sufrido daños graves en la parte del cerebro que controla el comportamiento, las emociones y la planificación. Donde más graves son los daños es en una zona del cerebro que los psiquiatras a veces llamamos región de Higginbottom.

—¿Higginbottom?

Singh sonrió. Evidentemente era un chiste para entendidos.

—Eugenie Higginbottom trabajaba en una cadena de montaje de una fábrica de cojinetes de Linden, Nueva Jersey. Un día, en 1913, reventó uno de las calderas de la fábrica y fue como si explotara un cartucho gigante de perdigones. Había bolas de cojinete por todas partes. Murieron seis personas. Eugenie Higginbottom sobrevivió de milagro, pero con unas dos docenas de bolas incrustadas en el córtex frontal de su cerebro.

—Siga.

—Como consecuencia de ello la pobre sufrió un cambio total de personalidad. De un día a otro pasó de ser una buena persona, amable con todos, a decir palabrotas, ser una dejada, tener arrebatos de violencia, emborracharse y practicar... la promiscuidad sexual. Sus amigos no entendían nada. Este caso reforzó la teoría médica de que la personalidad está integrada en el cerebro, y de que los daños cerebrales pueden literalmente convertir a una persona en otra. Resulta que las bolas de cojinete destruyeron el córtex frontal ventromedial de Higginbottom, la misma zona afectada en nuestro paciente.

—Pero en este caso no hay bolas de cojinete en el cerebro... —dijo Hayward—. ¿Cuál puede ser la causa?

—Ese es el quid de la cuestión. Mi primera hipótesis fue una sobredosis de drogas, pero no se han encontrado rastros de ninguna sustancia en su organismo.

—¿Un golpe en la cabeza? ¿Una caída?

—No. No hay indicios de golpe y contragolpe, de edemas ni de heridas. También hemos descartado una embolia, porque los daños fueron simultáneos en varias zonas muy separadas entre sí. La única explicación posible que se me ocurre es una descarga eléctrica administrada directamente al cerebro. Lástima que no se trate de un cadáver, porque en una autopsia se verían muchísimas más cosas.

—¿Una descarga no dejaría quemaduras?

—Si fuera de bajo voltaje y de muchos amperios, como las que generan los dispositivos electrónicos o informáticos, no. Lo que ocurre es que los daños se limitan al cerebro. Resulta difícil encontrar alguna circunstancia que lo explique, a menos que el paciente se estuviera sometiendo a sí mismo a un extraño experimento.

—Era técnico informático y estaba instalando una exposición en el museo.

—Sí, ya me lo han dicho.

Sonó el timbre de un interfono y una voz suave dijo:

—¿Doctor Singh? Está a punto de llegar el paciente.

Al otro lado de la ventana se abrió una puerta. Poco después hicieron pasar en silla de ruedas a Jay Lipper. Iba atado con correas y movía la cabeza lentamente en círculos; también movía la boca, pero sin emitir ningún sonido.

Lo más impresionante era la cara. Parecía haberse hundido. La piel, gris y flácida, colgaba en pliegues correosos. Los ojos se movían constantemente con la mirada perdida, y la lengua sobresalía larga, rosada y húmeda como la de un retriever muy nervioso.

—Dios mío... —dijo involuntariamente Hayward.

—Está muy sedado, por su propia seguridad. Aún estamos ajustando las dosis y buscando la combinación más adecuada.

—Entiendo. —Hayward miró sus notas y se inclinó para pulsar el botón del intercomunicador—. ¿Jay Lipper?

La cabeza insistió en su lenta trayectoria circular.

—¿Jay? ¿Me oyes?

¿Lo que había visto era un titubeo? Se acercó más al intercomunicador y dijo suavemente:

__¿Jay? Me llamo Laura Hayward y he venido a ayudarte. Soy tu amiga.

La cabeza no dejaba de moverse.

—¿Podrías contarme qué pasó en el museo, Jay?

La cabeza no paraba de moverse. El hilo de saliva acumulado en la punta de la lengua de Lipper cayó al suelo, dejando un reguero de espuma.

Hayward se apoyó en el respaldo y miró al médico.

—¿Ya han venido sus padres?

Singh inclinó la cabeza.

—Sí, ya lo visitaron. Fue muy angustioso.

—¿Reaccionó de alguna forma?

—Sí, es la única vez que ha reaccionado, pero solo un momento. Salió de su mundo interior durante menos de dos segundos.

—¿Y qué dijo?

—«No soy yo.»

—¿No soy yo? ¿Tiene alguna idea de qué quería decir?

—Bueno... Supongo que guarda un vago recuerdo de quién era, así como una vaga conciencia de en qué se ha convertido.

—¿Y después?

Singh parecía incómodo.

—Se puso violento de repente. Dijo que los mataría a ambos, y que... les sacaría las tripas. Tuvimos que sedarlo aún más.

Hayward siguió mirando al doctor. Acto seguido se giró hacia Lipper, pensativa. Su cabeza seguía dando vueltas, y sus ojos vidriosos estaban a un millón de kilómetros de allí.

Treinta y tres

—Empezó a pelearse con Carlos Lacarra —explicó Imhof al agente especial Coffey, mientras caminaban por los pasadizos largos y reverberantes de Herkmoor—. Luego se metieron los amigos de Lacarra, y cuando los celadores pararon la pelea ya había algunos daños.

Coffey oía exponer los acontecimientos con Rabiner al lado. El grupo lo cerraban por detrás dos celadores. Giraron por una esquina y se metieron por otro pasillo, también largo.

—¿Daños de qué tipo?

—Lacarra está muerto —dijo el director—. Fractura de cuello. Aún no sé exactamente qué pasó. Ninguno de los presos quiere hablar.

Coffey asintió con la cabeza.

—El preso se llevó una buena paliza. Conmoción cerebral leve, contusiones, lesiones de riñon, un par de costillas rotas y una herida leve de objeto punzante.

—¿De objeto punzante?

—Por lo visto le clavaron un cuchillo. Es la única arma que se encontró en el lugar de la pelea. Puede dar gracias de no estar muerto. —Imhof tosió con delicadeza y añadió—: Y eso que no tenía el aspecto de un luchador...

—¿Vuelve a estar en su celda, tal como ordené?

—Sí. Aunque el médico no estaba de acuerdo.

Cruzaron una puerta de seguridad. Imhof llamó un ascensor con su llave.

—En todo caso —dijo—, o mucho me equivoco o ahora responderá mejor al interrogatorio.

—No lo han sedado, ¿verdad? —preguntó Coffey, coincidiendo con el timbre de apertura del ascensor.

—Aquí en Herkmoor no solemos administrar sedantes, para evitar cualquier adicción.

—Mejor. No nos interesa perder el tiempo con una planta que dice sí con la cabeza.

El ascensor subió hasta el segundo piso y se abrió ante una doble puerta de acero. Imhof pasó una tarjeta y tecleó un código que hizo que se abriese ante un pasillo de bloques de hormigón pintado de un blanco sin concesiones, con puertas blancas a ambos lados. Cada puerta tenía una ventanilla y una ranura para pasar la comida.

—El bloque de aislamiento —dijo Imhof—. El está en la celda 44. En circunstancias normales lo llevaría a una sala de visitas, pero en este caso no está como para moverlo.

—De hecho prefiero hablar con él en la celda, con los celadores cerca... por si se pone agresivo.

—No es muy probable. —Imhof se inclinó y bajó la voz—. No pretendo enseñarle su trabajo, agente Coffey, pero sospecho que cualquier insinuación de devolverlo al patio 4 para hacer ejercicio lo haría hablar como una cotorra.

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