El libro de los muertos (53 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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—No se ofenda, pero acaba de decir una tontería. Yo no sé mucho, pero tengo claro que lo que le ocurrió a Díógenes fue un accidente.

Pendergast bajó aún más la voz, como si no le hubiera oído.

—La única razón de vivir de Diógenes soy yo. Y es posible que mi única razón de vivir sea él.

El Rolls entró en el aeropuerto JFK y tomó el carril que iba a la terminal 8. En cuanto se arrimaron a la acera, Pendergast saltó fuera del coche, seguido por D’Agosta.

Pendergast levantó la maleta y luego estrechó la mano de D’Agosta.

—Vincent, suerte con el consejo. Si no vuelvo, Proctor se ocupará de todas mis cosas.

D’Agosta tragó saliva.

—Hablando de volver, quería preguntarle algo.

—¿Qué?

—Es... una pregunta difícil.

Pendergast hizo una pausa.

—¿Cuál?

—Supongo que ya sabe que solo existe una forma de librarse de Diógenes.

Los ojos plateados de Pendergast se endurecieron.

—Sabe qué quiero decir, ¿no?

El agente siguió sin decir nada, pero en sus ojos había tal frialdad que D’Agosta estuvo a punto de apartar la vista.

—Cuando llegue el momento, si vacila... él no vacilará. Por eso tengo que saber si será capaz...

D’Agosta no pudo terminar la frase.

—¿Y la pregunta, Vincent? —fue la gélida respuesta.

D’Agosta se quedó mirando a Pendergast sin decir nada. Al cabo de un momento Pendergast dio media vuelta bruscamente y desapareció en el interior de la terminal.

Setenta y dos

Diógenes Pendergast dobló la esquina de via dello Sprone para volver a via Santo Spirito. Constance Greene ya no estaba. Tal como había previsto, se había metido por via dei Coverelli. En ese momento debía de estar al acecho, esperando su aparición en la esquina.

Caminó deprisa por via Santo Spirito para confirmarlo. Justo antes de la bocacalle de via dei Coverelli se pegó a la antigua fachada con
sgraffiti
de un palacio caído en un largo abandono, a fin de asomarse por la esquina con todas las precauciones posibles.

Magnífico. Seguía sin ver a Constance. Ya estaba al otro lado del primer recodo. Seguro que esperaba su llegada por el lado opuesto.

La mano de Diógenes se deslizó en su bolsillo y sacó un estuche de piel. Su contenido, un escalpelo con mango de marfil, era idéntico al que había dejado bajo la almohada de Constance. Su peso y frialdad eran reconfortantes. Abrió el paraguas contando los segundos y dobló la esquina. Caminó por via dei Coverelli sin tratar de mitigar el eco de sus pasos en los adoquines, con la parte superior del cuerpo oculta bajo el paraguas negro. No hacía falta disfrazarse. Constance no se asomaría para ver quién llegaba por el lado opuesto. No esperaba verlo aparecer por ese extremo.

Siguió adelante con el mismo atrevimiento, respirando un olor a orina, heces de perro, vómito y piedra húmeda. La antigua calle conservaba hasta el aroma de la Florencia medieval. Se acercó al primer recodo con el escalpelo en alto, guante en mano, a la vez que previsualizaba el golpe. Constance estaría de espaldas. Se acercaría de lado y, mientras la sujetaba por el cuello con el brazo derecho, dirigiría el escalpelo hacia el punto indicado: debajo mismo de la clavícula derecha. La longitud de la cuchilla del escalpelo sería suficiente para seccionar la arteria braquiocefálica justo donde se bifurcaba en las arterias carótida y subclavia. Constance ni siquiera tendría tiempo de gritar. La mantendría sujeta durante su agonía, en un estrecho abrazo, dejándose mojar por su sangre, como ya lo había hecho en otra ocasión... en circunstancias muy distintas...

... y ahí los dejaría, a ella y su impermeable, en el callejón.

Se acercó a la esquina. Cinco metros. Tres. Dos. ¡Ya!

Toda su tensión se convirtió en sorpresa. Al otro lado no había nadie. El recodo estaba vacío.

Miró rápidamente hacia delante y hacia atrás. Nadie. Ahora el que estaba a ciegas, sin ver quién venía por un lado o el otro, era él.

Tuvo una punzada de pánico. Se había equivocado en alguno de sus cálculos. ¿Dónde estaba Constance? ¿Lo había engañado? Parecía imposible.

Hizo una pausa, consciente de haber quedado atrapado en un punto sin visibilidad. Si salía por el otro lado, por borgo Tegolaio, una calle mucho más ancha y expuesta, y se encontraba a Constance, ella lo vería y daría al traste con toda su ventaja. Por otra parte, si Constance estaba detrás y él rehacía el camino, también perdería su ventaja.

Se quedó quieto, pensando a toda velocidad. El cielo cada vez estaba más oscuro. Comprendió que no era solo por la lluvía, sino que el crepúsculo caía como una mano muerta sobre la ciudad. No se podía quedar eternamente ahí. Tendría que moverse y salir por una u otra esquina.

A pesar del frío empezaba a sentir cierto calor debajo del impermeable. No tenía más remedio que renunciar a su plan, dar media vuelta e irse por donde había venido, como si no hubiera existido la maniobra de rodeo. Sería lo mejor. Había ocurrido algo. Seguro que se le había escapado algún giro de Constance. Por eso ya no sabía dónde estaba. En suma, que tendría que planear otro ataque. Quizá lo mejor fuera irse a Roma y dejarse seguir hasta las catacumbas de San Calixto. Con la afluencia de turistas, y el anonimato de sus pasadizos llenos de revueltas y puntos sin salida, era un espléndido lugar para matarla.

Dio media vuelta y retrocedió por via dei Coverelli; giró con cautela por el primer recodo. No había nadie. Siguió caminando... y bruscamente, con el rabillo del ojo, vio que algo se movía en uno de los arcos de encima. Justo cuando se apartaba instintivamente, una sombra cayó sobre él y un escalpelo cortó sin resistencia las capas del impermeable y del traje. Después, notó la abrasadora sensación de algo clavándose en la carne.

Se giró gritando, y al caer asestó una cuchillada semicircular con su propio escalpelo, buscando el cuello de ella. La combinación de su mayor experiencia de espadachín y su mayor velocidad dio frutos: el escalpelo halló la carne, en un vaho de sangre. Sin embargo, mientras Diógenes seguía cayendo, se dio cuenta de que Constance había girado el cuello en el último momento y que en vez de cortar la garganta la cuchilla le había hecho un simple tajo en un lado de la cabeza.

La sorpresa, el duro choque con los adoquines, le dejó la mente en blanco. Rodó y se levantó de un salto, con el escalpelo en la mano, pero Constance ya no estaba. Había desaparecido.

Fue en ese momento cuando entendió su plan. No era casualidad que fuera tan mal disfrazada. Su intención, como la de Diógenes, había sido dejarse ver. Constance se había dejado llevar a una emboscada, pero la había usado contra él, en un contraataque al contraataque.

Quedó anonadado por su inteligencia.

Inmóvil, mirando los arcos de piedra que se solapaban por encima de su cabeza, reconoció la repisa medio rota de
pietra serena
desde donde Constance debía de haberlo atacado. Al fondo se veía un fragmento de cielo de donde caía la lluvia en espiral.

Dio un paso y tropezó.

[16]

La quemazón del costado amenazaba con provocarle un desmayo. No se atrevió a abrir el abrigo para examinarse. No podía permitir que hubiera manchas de sangre en la parte exterior de su ropa. Llamaría la atención. Se apretó al máximo el cinturón, improvisando una especie de vendaje.

La sangre llamaría la atención.

Cuando se le pasó el mareo, y su cerebro emergió del estado de choque causado por el ataque, se dio cuenta de que aún tenía una oportunidad. Le había hecho un corte en la cabeza a Constance. Seguro que sangraba mucho, como todos los cortes de esas características. Constance no podía seguirlo por Florencia con la cara llena de sangre. Tendría que buscar algún lugar para lavarse, lo cual, para Diógenes, significaba la oportunidad que necesitaba para huir de ella y quitársela de encima para siempre.

Era el momento. Si conseguía despistarla podría adoptar otra identidad y usarla para llegar a su destino. Allí Constance no lo encontraría. Jamás.

Caminó hacia la parada de taxis del final de borgo San Jacopo, afectando naturalidad. Durante el recorrido por las calles sintió que la sangre le empapaba la ropa y goteaba por su pierna. El dolor no era insoportable. Tuvo la certeza de que el corte solo había penetrado por su caja torácica sin afectar ningún órgano vital.

Aun así, la sangre era un problema que había que solucionar lo antes posible.

En la esquina de Tegolaio y Santo Spirito entró en un bar y se acercó a la barra para pedir un espresso y una
spremuta.
Después de bebérselos dejó un billete de cinco euros sobre el mostrador y entró en el lavabo, cerrando con pestillo. Se abrió el impermeable. La abundancia de sangre impresionaba. Un rápido examen de la herida confirmó que el peritoneo no estaba perforado. Absorbió toda la sangre que pudo con toallitas de papel. Después se arrancó la parte baja de la camisa, empapada de sangre, y se ató unas tiras alrededor del torso, cerrando la herida y cortando la hemorragia. Por último se lavó las manos y la cara, se puso el impermeable, se peinó y salió.

Notó que tenía un zapato manchado de sangre. Al mirar hacia abajo vio que el tacón dejaba medias lunas de sangre por la acera, pero no era sangre fresca, e indudablemente la hemorragia cada vez era menor. En pocos pasos llegó a la parada de taxis y subió al asiento trasero de un Fiat.

—Oiga, ¿habla inglés? —preguntó sonriendo.

La respuesta fue un hosco «sí».

—¡Así me gusta! A la estación, por favor.

El taxi salió a toda velocidad. Diógenes se reclinó en el asiento con una sensación pegajosa en la entrepierna a causa de la sangre, y de repente su cerebro dio rienda suelta a un tumulto de ideas, un torrente de recuerdos fragmentarios, un sinfín de voces.

Entre la idea y la realidad; entre el movimiento y la acción cae la Sombra
[17]

Setenta y tres

En el convento de las Suore di San Giovanni Battista de Gavinana, en Florencia, había doce monjas a cargo de una escuela parroquial, una capilla y una casa con
pensione
para visitantes creyentes. Anochecía en la ciudad cuando la
suora
de detrás del mostrador se inquietó al ver reaparecer a la joven huésped que había llegado por la mañana. Volvía de su paseo por la ciudad aterida, mojada, con la cabeza envuelta en una bufanda de lana y el cuerpo encorvado por la intemperie.

—¿Cenará la
signora
? —empezó a decir la
suora
.

La mujer la silenció con un gesto tan brusco que la
suora
cerró la boca y se apoyó en el respaldo de la silla.

Al entrar en su habitación, pequeña y de mobiliario sencillo, Constance Greene fue al cuarto de baño tras tirar el abrigo furiosamente al suelo, y se inclinó para abrir el grifo de agua caliente. Mientras se llenaba la pila, miró el espejo y desenrolló la bufanda que cubría su cabeza. Debajo había un pañuelo de seda rígido de sangre, que desató con precaución.

Examinó atentamente la herida sin ver mucho. Todo un lado de la cara, y la correspondiente oreja, estaban cubiertos de sangre seca. Mojó un trapo con agua caliente, lo escurrió y se lo aplicó suavemente sobre la piel. Al cabo de un rato se lo quitó, lo aclaró y volvió a ponérselo. En unos minutos la sangre se reblandeció lo suficiente para poder limpiar la herida e inspeccionarla mejor.

No era tan grave como parecía a simple vista. El escalpelo le había atravesado profundamente la oreja, pero el corte de la cara solo era un rasguño. Al palpar suavemente la herida, constató que era un corte de una agudeza y una limpieza extraordinarias. Aunque hubiera sangrado como un cerdo en el matadero, en el fondo no era nada. Se curaría casi sin dejar cicatriz.

Cicatriz...

Estuvo a punto de reír en voz alta, mientras echaba el trapo ensangrentado a la pila.

Se inclinó para mirarse la cara en el espejo. Estaba demacrada, con ojeras y con los labios agrietados.

En las novelas que había leído parecían tan fáciles las persecuciones... Los personajes se daban caza por medio mundo, pero siempre habían dormido, comido e iban acicalados y estaban frescos como rosas. La realidad era distinta, agotadora y cruel. Desde el museo, donde había empezado a seguir el rastro de Diógenes, Constance casi no había dormido ni comido, y parecía una vagabunda.

Por si fuera poco, había descubierto que el mundo era una pesadilla superior a todo lo imaginable: ruidoso, feo, caótico y de un brutal anonimato. No se parecía en nada al mundo confortable, previsible y moral de la literatura. Los seres humanos que veía moverse atropelladamente en todas partes eran repulsivos, venales y tontos. De hecho no había palabras para describirlos, tan aborrecibles llegaban a ser. Por otro lado, perseguir a Diógenes había resultado ser muy caro. Entre su inexperiencia, los timos y la precipitación, llevaba gastados casi seis mil euros en cuarenta horas. Solo le quedaban dos mil, y no tenía ningún medio de conseguir más.

Cuarenta horas siguiéndolo sin tregua. Y ahora se le había escapado. Su herida no lo frenaría. Seguro que era superficial, como la de ella. Tuvo la seguridad de haber perdido definitivamente su rastro. Ya se encargaría Diógenes de ello con alguna nueva identidad. Seguro que ya estaba yendo hacia el refugio que tenía preparado desde hacía años por si tenía que escapar.

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