Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
—Sí. Nos pusimos a leer las inscripciones de las tumbas de la familia. Fue como... como todo empezó.
—¿Encontraron algo?
—La entrada de una cámara secreta.
—¿Qué había dentro?
—Los accesorios mágicos de mi antepasado Comstock Pendergast.
Glinn hizo otra pausa.
—¿Comstock Pendergast? ¿El mago?
—Sí.
—¿O sea, que guardaba su atrezo en el sótano?
—No. Lo escondió mi familia.
—¿Por qué razón?
—Porque muchos de los accesorios eran peligrosos.
—Pero al explorar la sala ustedes dos no lo sabían.
—No. Al principio no.
—¿Al principio?
—Algunos aparatos tenían un aspecto extraño. Cruel. Eramos pequeños, no lo entendíamos del todo...
Pendergast vaciló.
—¿Qué pasó después?
—Encontramos una caja grande al fondo.
—Descríbala.
—Muy grande, casi del tamaño de una habitación pequeña, pero portátil. Estaba pintada de colores. En rojo y oro. En un lado tenía la cara de un demonio y en la parte delantera una inscripción.
—¿Qué ponía?
—«La Puerta del Infierno.»
Pendergast había empezado a temblar ligeramente. Glinn dejó pasar un poco más de tiempo antes de la siguiente pregunta.
—¿La caja tenía una entrada?
—Sí.
—Y usted entró.
—Sí. No.
—¿Qué quiere decir, que entró Diógenes primero?
—Sí.
—¿Voluntariamente?
Otra larga pausa.
—No.
—Usted lo incitó —dijo Glinn.
—Sí, pero también...
Pendergast volvió a quedarse callado.
—¿Empleó la fuerza?
—Sí.
Glinn guardó un silencio absoluto; evitaba cualquier chirrido de la silla de ruedas que pudiese romper un ambiente tan tenso.
—¿Por qué?
—Diógenes había estado muy sarcástico, como siempre, y me enfadé con él. Si había algo que diera un poco de miedo... quería que entrase primero.
—O sea, que Diógenes entró. Y usted lo siguió.
—Sí.
—¿Qué encontraron?
La boca de Pendergast se movió, pero las palabras tardaron en salir.
—Una escalera. Que llevaba a un altillo muy bajo.
—Descríbalo.
—Oscuro. Agobiante. Con fotografías en la paredes.
—Siga.
—En la pared del fondo había un agujero que daba a otra habitación. El primero en cruzarlo fue Diógenes.
Glinn titubeó mirando a Pendergast. Al final dijo:
—¿Usted lo hizo pasar primero?
—Sí.
—¿Y luego lo siguió?
—Estuve... a punto.
—¿Qué se lo impidió?
Pendergast sufrió una repentina contracción muscular, pero no contestó.
—¿Qué se lo impidió? —lo presionó Glinn de repente.
—Que empezó el espectáculo. Dentro de la caja. Dentro, donde estaba Diógenes.
—¿Un espectáculo creado por Comstock?
—Sí.
—¿Cuál era su función?
Otro espasmo.
—Matar de miedo.
Glinn se apoyó despacio en el respaldo. Una parte de su investigación había consistido en estudiar a los antepasados de Pendergast. Había muchos personajes pintorescos, pero ninguno como Comstock, el bisabuelo tío del agente, que de joven se había hecho famoso como mago, mesmerista y creador de ilusiones. Con la vejez se volvió un amargado y un misántropo, y acabó sus días en el manicomio, como tantos otros parientes de Pendergast.
Así que ese era el fruto de la locura de Comstock.
—Cuénteme cómo se puso en marcha —dijo.
—No lo sé. El suelo sobre el que estaba Diógenes se inclinó o se vino abajo y lo hizo caer a una habitación inferior.
—¿Hacia el interior de la caja?
—Sí, otra vez a los bajos. Fue cuando empezó el... espectáculo.
—Descríbalo —dijo Glinn.
De pronto Pendergast gimió. Fue ün gemido tan angustiado, la expresión de un dolor reprimido durante tanto tiempo, que Glinn se quedó un momento sin habla.
—Descríbalo —insistió al recuperarla.
—Solo lo vislumbré. No alcancé a ver gran cosa. Luego... se cerraron a mi alrededor.
—¿El qué?
—Unos mecanismos. Activados por resortes secretos. Había uno detrás de mí, que me cortó la fuga. Y otro que encerró a Diógenes en la habitación interior.
Pendergast volvió a quedarse en silencio. La almohada donde se apoyaba su cabeza estaba empapada de sudor.
—Pero hubo un momento... en que vio lo mismo que Diógenes.
Pendergast no dijo nada. De pronto inclinó la cabeza, pero muy despacio.
—Solo un momento. Pero lo oí. Todo.
—¿Qué era?
—Un espectáculo de linterna mágica —susurró Pendergast—. Una fantasmagoría. Alimentada por una célula voltaica. Era... la especialidad de Comstock.
Glinn asintió con la cabeza. Sabía algo del tema. Las linternas mágicas eran artefactos que filtraban la luz por láminas de cristal con imágenes grabadas. Se proyectaban en una pared que giraba lentamente, con superficies irregulares para reforzar la ilusión y un acompañamiento de música siniestra y voces repetitivas. El equivalente decimonónico de una película de terror.
—Bueno, y ¿qué vio?
De golpe el agente saltó del diván y en un brusco acceso de actividad febril empezó a pasear por la sala, abriendo y cerrando los puños. En un momento dado se giró hacia Glinn.
—Le suplico que no me lo pregunte.
—Siga, por favor —dijo Glinn inexpresivamente.
—Dentro de la habitación se oían los gritos y alaridos de Diógenes. Gritaba y gritaba sin parar. Oí un ruido angustioso. Era él rascando las paredes para intentar salir. Oí que se le partían las uñas. Después de eso un largo silencio... Y luego... no sé después de cuánto tiempo... oí el disparo.
—¿De arma de fuego?
—Comstock Pendergast había instalado en su... casa de dolor una pistola pequeña de un solo disparo. Dejaba elegir a sus víctimas. Podían volverse locas, morir de miedo... o quitarse la vida.
—¿Y Diógenes eligió lo último?
—Sí. No obstante, la bala no... no lo mató. Solo lo lesionó.
—¿Cómo reaccionaron sus padres?
—Al principio no dijeron nada. Después hicieron creer que Diógenes estaba enfermo, que tenía la escarlatina. Lo mantuvieron en secreto. Temían el escándalo. A mí me dijeron que la fiebre le había afectado la vista, el gusto y el olor. Me dijeron que le había dejado un ojo inservible, pero ahora sé que tuvo que ser la bala.
Glinn sintió un escalofrío de horror, junto a una ilógica necesidad de lavarse las manos. Pensar en algo tan horrible, tan profundamente aterrador que indujera a un niño de siete años a... Apartó la idea de sus pensamientos.
—Y la salita donde usted quedó prisionero... Las fotos que ha dicho... ¿De qué eran?
—Fotografías policiales de escenarios de algún crimen, dibujos de los asesinatos más abominables del mundo... Quizá fueran preparativos para el... horror del otro lado.
Un silencio ominoso se adueñó del estudio.
—Y ¿cuánto tardó en ser rescatado? —se decidió a preguntar Glinn.
—No lo sé. Horas. Tal vez un día entero.
—Y despertó de esa realidad de pesadilla convencido de que Diógenes había contraído alguna enfermedad. De que esa era la causa de su larga ausencia.
—Sí.
—No sospechaba la verdad ni por asomo.
—No.
—En cambio Diógenes nunca supo que usted había reprimido el recuerdo.
Pendergast dejó de caminar de golpe.
—No, supongo que no.
—De resultas de ello usted nunca le pidió perdón a su hermano, ni intentó hacer las paces. Ni siquiera habló de ello, porque había bloqueado totalmente cualquier recuerdo del Acontecimiento.
Pendergast apartó la vista.
—Sin embargo, Diógenes interpretó su silencio de forma muy distinta. Como una negativa pertinaz a reconocer su error y pedir perdón. Lo cual explicaría...
Glinn calló e hizo retroceder despacio la silla de ruedas. Aún no lo sabía todo —habría que esperar al análisis informático—, pero sí lo suficiente para comprenderlo a grandes rasgos. Prácticamente desde su nacimiento, Diógenes había sido un ser extraño, oscuro e inteligente, como muchos Pendergast antes que él. De no haberse producido el Acontecimiento podría haber acabado decantándose por lo uno o por lo otro. Sin embargo, la persona que salió de la Puerta del Infierno, destrozada tanto emocional como físicamente, se había convertido en algo totalmente distinto. Efectivamente. Todo cuadraba. Las truculentas imágenes de asesinatos que había tenido que soportar Pendergast... El odio de Diógenes hacia un hermano que tras provocar un auténtico suplicio se negaba a hablar de él... La propia y anómala atracción de Pendergast hacia los crímenes patológicos... Ahora todo parecía lógico en los dos hermanos. Ahora Glinn sabía la razón de que Pendergast hubiera reprimido el recuerdo con tanta eficacia. No solo por lo horripilante que era, sino porque el sentimiento de culpa era tan avasallador que ponía en peligro su cordura.
Se dio cuenta vagamente de que Pendergast lo observaba. El agente estaba rígido como una estatua; su piel parecía mármol gris.
—Señor Glinn —dijo.
Una pregunta muda arqueó las cejas de Glinn.
—Ya no puedo ni quiero decir nada más.
—Lo entiendo.
—Ahora, si es tan amable, necesito cinco minutos a solas. Sin
interrupciones.de
ninguna clase. Después de eso podremos... proceder.
Al cabo de un momento, Glinn asintió. A continuación hizo girar la silla de ruedas, abrió la puerta y salió del estudio sin decir nada.
Con la sirena en marcha, Hayward llegó a Greenwich Village en veinte minutos. Durante el trayecto marcó los pocos números de contacto que tenía de D’Agosta, pero todos estaban apagados. También intentó encontrar el de Effective Engineering Solutions o el de Eli Glinn sin ningún éxito. Ni siquiera aparecían en la base de datos telefónica de la policía de Nueva York, o en el directorio de empresas de Manhattan, aunque EES estuviera registrada como una compañía que cumplía todos los requisitos exigidos por la ley.
Hayward sabía que la empresa existía, y conocía su dirección: Little West 12th Street. Aparte de eso no sabía nada.
Salió de West Side Highway sin apagar la sirena y se metió por West Street. Ahí giró por una callecita lúgubremente encajonada entre edificios de ladrillo, donde desconectó la sirena y circuló despacio mirando los números. Little West 12th Street, antiguo centro del barrio de los mataderos, solo tenía una manzana. El edificio de EES carecía de numeración, pero la de los edificios contiguos le permitió deducir que era el que buscaba. No respondía exactamente a lo que había imaginado. Tenía unos doce pisos y el nombre descolorido de una antigua industria cárnica en un lateral. Sin embargo, lo delataban las filas de ventanas nuevas y caras de los últimos pisos, así como la doble puerta metálica de la zona de carga y descarga, con un aspecto sospechosamente
high-tech.
Hayward aparcó delante, cerrando el paso por el callejón, y subió hacia la entrada.
Al lado de la zona de carga y descarga había otra puerta más pequeña sin nada reseñable aparte de un interfono con un timbre. Lo pulsó y esperó con el corazón agitado por la decepción y la impaciencia.
Casi enseguida contestó una voz de mujer.
—¿Sí?
Hayward enseñó su insignia sin saber muy bien dónde estaba la cámara, aunque estaba segura de que había una.
—Soy la capitana de Homicidios Laura Hayward, de la policía de Nueva York. Exijo que se me deje entrar inmediatamente.
—¿Trae una orden judicial? —contestó la voz con amabilidad.
—No. Vengo a ver al teniente Vincent D’Agosta. Tengo que verlo enseguida. Es cuestión de vida o muerte.
—Aquí no trabaja ningún Vincent D’Agosta —dijo la voz femenina, sin perder su tono de amabilidad burocrática.
Hayward respiró.
—Quiero que transmita un mensaje a Eli Glinn. Si en treinta segundos no se ha abierto la puerta, pasará lo siguiente: pondremos agentes en la puerta, haremos fotos de todas las personas que entren o salgan, pediremos una orden de registro para buscar un laboratorio de metanfetamina y lo dejaremos todo lleno de cristales rotos. ¿Me entiende? Ya ha empezado la cuenta atrás.
Solo hicieron falta quince segundos. Tras un ligero clic, la doble puerta se abrió sin hacer ruido.
Hayward entró en un pasillo poco iluminado, que acababa en unas puertas de acero inoxidable pulido. Su apertura simultánea reveló a un hombre muy musculoso con el logo del Harvey Mudd College
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en el chándal.
—Por aquí —dijo el desconocido, girándose sin ceremonias.
Hayward lo siguió por una sala enorme, hasta un ascensor industrial que los condujo rápidamente a un laberinto de pasillos blancos terminado en una doble puerta de cerezo bruñido. Al otro lado había una sala de reuniones pequeña pero elegante.
Al fondo de la sala estaba Vincent D’Agosta.
—Hola, Laura —consiguió decir después de un rato.
De repente a Hayward no le salían las palabras. Se había obsesionado tanto con buscarlo que no había pensado qué decirle si lo encontraba. D’Agosta tampoco abrió la boca. Aparte del saludo, daba la impresión de estar igual de incómodo que ella.
Hayward tragó saliva y recuperó la voz.
—Vincent, necesito que me ayudes.
Otro largo silencio.
—¿Que te ayude?
—La última vez que nos vimos dijiste algo acerca de que Diógenes planeaba algo más gordo. Dijiste: «Tiene un plan y ya lo ha puesto en marcha».
Silencio. Hayward notó que se ruborizaba. Le estaba costando mucho más de lo previsto.
—El plan se llevará a cabo hoy —siguió explicando—. En el museo. En la inauguración.
—¿Cómo lo sabes?
—Digamos que es una corazonada, de las buenas.
D’Agosta asintió con la cabeza.
—Creo que Diógenes trabaja en el museo usando un álter ego. Según todas las pruebas, el robo de los diamantes se hizo con ayuda interna, ¿no? Pues se la prestó él mismo.
—No es la conclusión que habíais sacado tú, Coffey y todos los demás...
Hayward hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Me dijiste que entre Viola Maskelene y Pendergast había algo. Por eso la secuestró Diógenes, ¿no?
—Sí.
—Pues adivina quién está en la inauguración.