Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
—¡Señoras y señores! —dijo—. No voy a torturarlos con un discurso largo, ya que esta noche hemos programado una forma bastante más interesante de pasar el tiempo. Me limitaré a leerles un e-mail del conde de Cahors, la persona que ha hecho posible todo esto gracias a la extraordinaria generosidad de su donativo.
Estimadas señoras y señores
:
Lamento profundamente no compartir con ustedes los festejos que celebran la reapertura de la tumba de Senef. A mi provecta edad ya no puedo viajar. Sin embargo, levantaré una copa por ustedes y les desearé una velada espectacular
.
Muy atentamente
,
Le Comte Thierry de Cahors
La breve misiva de aquel conde tan poco sociable suscitó una sonora ovación, a cuyo término Menzies siguió hablando.
—Y ahora —dijo— tengo el placer de presentarles a la gran soprano Antonella da Rimini en el papel de Aida, acompañada por el tenor Gilles de Montparnasse como Radamés, quienes procederán a interpretar algunas arias de la última escena de
Aida,
«La fatal pietra sovra me si chiuse»; lo harán en inglés en atención a aquellos de ustedes que no sepan italiano.
Nuevos aplausos. Una mujer descomunalmente gorda, muy maquillada, con los ojos muy delineados y un vestido a la egipcia a punto de saltar por las costuras, subió al escenario seguida por un hombre del mismo grosor y atuendo.
—Viola y yo tenemos que irnos —susurró Nora a Smithback—. Somos las siguientes.
Le apretó la mano y se perdió en la multitud con Viola Maskelene.
Otra salva de aplausos hizo temblar la sala cuando subió el director al estrado. El entusiasmo de los invitados llenó de admiración a Smithback. Prácticamente no habían tenido tiempo de entonarse.
Mientras masticaba un blini, miró a su alrededor y quedó sorprendido por la abundancia de proceres: senadores, magnates de la industria, estrellas de cine, pilares de la alta sociedad, dignatarios extranjeros y, cómo no, el consejo de administración del museo en pleno, junto a una selección de gerifaltes. Si a alguien le daba por hacer estallar una bomba nuclear en el museo, pensó macabramente, las repercusiones no serían únicamente nacionales, sino mundiales.
Las luces se atenuaron. El director levantó la batuta, provocando un silencio general. La orquesta atacó un motivo doloroso, sobre el que Radamés cantó:
La piedra fatal
,
se cierra sobre mí
.
Esta es mi tumba
.
Nunca más veré la luz del día
.
Nunca volveré a ver a Aida
.
Aida, ¿dónde estás
?
¡Que al menos tú puedas vivir feliz
,
y mi horrible destino
,
ignores siempre
!
¡Qué gemido
!
Un espectro, una visión..
.
¡No, es una forma humana
!
¡Cielos, Aida
!
A continuación fue la diva quien entonó:
Soy yo
[8]
.
Smithback, acérrimo enemigo de la ópera, hizo un esfuerzo por no oír los gritos de la soprano, a la vez que centraba nuevamente su atención en las mesas cargadas de comida.
Abriéndose paso a codazos por la multitud, aprovechó el paréntesis provisional dentro del frenesí alimentario para coger media docena de ostras sobre las que depositó dos generosos cortes de un queso francés redondo y mohoso, muy curado, así como un montón de lonchas de
prosciutto,
finas como el papel, y dos filetes de lengua.
Haciendo equilibrios con su botín, se trasladó a la mesa contigua a fin de apoderarse de la segunda flauta de champán, no sin antes pedirle al camarero que la llenara hasta el borde en aras de la eficacia, ya que en caso contrario tendría que volver rápidamente para que se la rellenasen. Seguidamente puso rumbo a una de las mesas con velas para gozar de su ágape.
Pocas veces podía comer gratis esas exquisiteces. Estaba decidido a aprovecharlo al máximo.
Cuando el furgón del depósito de cadáveres llegó a la puerta anónima del edificio de EES, Eli Glinn lo estaba esperando. Dejó el vehículo al cuidado de alguien y se llevó a Pendergast para que se duchara y se cambiara, tras dejar a D’Agosta en manos de un técnico con bata blanca, silencioso como un robot. Después de unas breves llamadas por teléfono, durante las que tuvo esperando a D’Agosta, el técnico lo acompañó por la gran sala llena de ecos que ocupaba el corazón del edificio de Effective Engineering Solutions. Reinaba el silencio previsible a las siete y media de la tarde de un día laboral, aunque había algunos científicos escribiendo en pizarras blancas o vigilando monitores de ordenador con aires de estudiosa eficiencia. Al pasar al lado de las mesas de laboratorio, los aparatos científicos y los modelos, D’Agosta se preguntó cuántos empleados estaban al corriente de que su edificio albergaba a uno de los principales prófugos del país.
En la pared del fondo había un ascensor. D’Agosta entró tras el técnico, que introdujo una llave en un panel de control y pulsó el botón de bajada. Al final de un trayecto sorprendentemente corto las puertas de la cabina se abrieron a un pasillo azul claro. El técnico invitó a D’Agosta a seguirlo. Se detuvo delante de una puerta, sonrió, se despidió con la cabeza y regresó al ascensor.
D’Agosta lo vio alejarse. Después miró un rato la puerta sin letrero y llamó tímidamente.
Le abrió enseguida un hombre bajo, de aspecto simpático y lozano, con la barba muy corta, que lo hizo pasar y cerró la puerta.
—Es el teniente D’Agosta, ¿verdad? —preguntó con un acento que D’Agosta supuso que era alemán—. Siéntese, por favor. Yo soy el doctor Rolf Krasner.
El despacho tenía la aséptica apariencia de una consulta médica: alfombras grises, paredes blancas y mobiliario impersonal. En el centro había una mesa de madera de rosal muy pulida, con algo parecido a un manual técnico, del grosor del listín de Manhattan, encuadernado en plástico negro, en el centro. Eli Glinn ya estaba en la otra punta de la mesa. Movió la cabeza, indicando a D’Agosta una silla vacía.
Justo cuando el teniente se sentaba, se abrió una puerta al fondo de la habitación y apareció Pendergast. Acababan de curarle las heridas y llevaba el pelo peinado hacia atrás, recién lavado y no del todo seco. Iba vestido con algo tan impropio de él como un jersey blanco de cuello alto y unos pantalones grises de lana, cuyo efecto, a causa del contraste con su sempiterno traje negro, casi era el de un disfraz.
D’Agosta se levantó maquinalmente.
Su mirada se encontró con la de Pendergast, que al cabo de un momento sonrió.
—Temo no haber expresado adecuadamente mi gratitud por liberarme de la cárcel.
—Ya sabe que no hace falta —dijo D’Agosta, sonrojándose.
—Lo haré de todos modos. Muchísimas gracias, mi querido Vincent.
Lo dijo en voz baja, cogiendo la mano de D’Agosta para darle un fugaz apretón. D’Agosta se sintió extrañamente conmovido por aquel hombre para quien las más sencillas fórmulas de educación significaban a veces un gran esfuerzo.
—Siéntense, por favor —dijo Glinn con el mismo tono neutral, carente por completo de emoción humana, que tanto había molestado a D’Agosta en su primer encuentro.
D’Agosta se sentó. Pendergast ocupó el asiento de enfrente con cierta rigidez —al menos así se lo pareció a D’Agosta—, aunque con su gracia felina de siempre.
—También con usted he contraído una gran deuda de gratitud —añadió Pendergast—. La operación ha sido todo un éxito.
Glinn hizo un gesto lacónico con la cabeza.
—Lo que lamento, y mucho, es que el precio haya sido tener que matar al señor Lacarra.
—Ya sabe que era la única forma —respondió Glinn—. Tenía que matar a un preso para huir en la bolsa destinada a su cadáver. Por otro lado el preso en cuestión tenía que hacer ejercicio en el patio 4, el escenario ideal para una tentativa frustrada de fuga. Fue una suerte, si se me permite la palabra, encontrar a un preso del patio 4 que fuera malvado hasta el punto de que algunos dirían que merecía morir, un hombre que torturó hasta la muerte a tres niños delante de su madre. A partir de ese momento fue muy fácil piratear la base de datos del Departamento de Justicia y modificar su historial a fin de que usted figurase como la persona que lo había detenido. La trampa para Coffey estaba servida. La última puntualización que quiero hacer es que no tuvo más remedio que matarlo. Fue en defensa propia.
—Ningún sofisma podrá cambiar el hecho de que fue un asesinato premeditado.
—En sentido estricto tiene razón, pero sabe muy bien que su muerte era necesaria para salvar otras vidas, tal vez muchas. Por otro lado, sus apelaciones a la pena de muerte habrían sido denegadas.
Pendergast inclinó en silencio la cabeza.
—Bueno, señor Pendergast, dejemos de lado estos triviales dilemas éticos; lo de su hermano es muy urgente. Supongo que durante su estancia en la celda de aislamiento no recibió ninguna noticia del exterior.
—Ni una sola.
—Entonces le sorprenderá saber que su hermano destruyó todos los diamantes robados del museo.
D’Agosta vio claramente que Pendergast se ponía tenso.
—Así es. Diógenes pulverizó los diamantes y los devolvió al museo en el interior de una bolsa.
Después de un momento de silencio, Pendergast dijo:
—Una vez más, sus actos superan mi capacidad de predicción o comprensión.
—Si le consuela, para nosotros también fue una sorpresa, la prueba de que nos equivocábamos en nuestras suposiciones acerca de él. Habíamos creído que después de perder el Corazón de Lucifer, que era el que más codiciaba entre todos los diamantes, su hermano desaparecería durante una temporada para recuperarse del golpe y planear su siguiente movimiento. Salta a la vista que no ha sido así.
En ese momento intervino Krasner, cuya alegre voz contrastó vivamente con la monotonía de Glinn.
—Al destruir los diamantes cuyo robo llevaba muchos años planeando, y que necesitaba tanto como deseaba, Diógenes destruyó una parte de sí mismo. Fue una especie de suicidio. Se estaba entregando a sus demonios.
—Cuando supimos lo de los diamantes —siguió explicando Glinn— nos dimos cuenta de que nuestro perfil psicológico preliminar presentaba graves carencias y decidimos empezar desde cero, analizar de nuevo los datos de los que ya disponíamos y reunir información adicional. Aquí está el resultado. —Señaló el grueso volumen con la cabeza—. Le ahorraré los detalles. La conclusión es muy sencilla.
—¿Cuál?
—Que el «crimen perfecto» del que hablaba Diógenes no era el robo de los diamantes. Tampoco era la indignidad a la que lo sometió a usted matando a sus amigos y haciéndole pagar sus muertes. Su intención original es algo que escapa a nuestras conjeturas, pero ello no quita que su mayor crimen, el definitivo, aún no se haya cometido.
—Pero ¿y la fecha de su carta?
—Otra mentira, o como mínimo un truco. El robo de los diamantes sí formaba parte de su plan, mientras que su destrucción parece haber constituido un acto más espontáneo; lo cual no impide que la secuencia de los asesinatos estuviera planeada hasta el último detalle para darle trabajo a usted y llevarlo en falsas direcciones mientras él siempre iba un paso por delante. Debo decir que la profundidad y la complejidad del plan de su hermano es francamente impresionante.
—Así que el crimen aún debe producirse... —constató Pendergast en voz baja—. ¿Sabe usted de qué se trata, o cuándo ocurrirá?
—No. Solo sé que es inminente, a juzgar por todos los indicios. Podría ser mañana o esta misma noche. De ahí que fuera necesaria su salida inmediata de Herkmoor.
Pendergast guardó un momento de silencio.
—No sé qué podría aportar —dijo con la voz teñida de amargura—. Como ve, me he equivocado en todo.
—Agente Pendergast, usted es la única persona, digo bien, la única, que puede hacer algo. Y sabe perfectamente cómo.
En vista de que Pendergast no respondía, Glinn continuó:
—Teníamos la esperanza de que nuestro experto criminólogo nos permitiera alguna predicción y ofreciera un esbozo de los próximos actos de Diógenes. Pues bien, la tiene... hasta cierto punto. Sabemos que a Diógenes lo impulsa un fuerte sentimiento de victimismo, la sensación de haber sufrido un agravio terrible, y consideramos que el objetivo de su «crimen perfecto» será infligir un agravio similar a un gran número de personas.
—Correcto —intervino Krasner—. Su hermano desea «generalizar» el agravio, hacerlo público obligando a otras personas a compartir su dolor.
Glinn se inclinó sobre la mesa y miró fijamente a Pendergast.
—También sabemos otra cosa: que la persona que infligió ese dolor a su hermano es usted. Al menos Diógenes lo percibe así.
—Absurdo —dijo Pendergast.
—Siendo pequeños, entre usted y su hermano sucedió algo tan espantoso que trastocó totalmente la psicología de Diógenes, ya perturbada de por sí, y puso en marcha los acontecimientos cuyo desenlace se dispone a protagonizar. En nuestro análisis falta un dato crucial: lo que ocurrió entre usted y Diógenes. El recuerdo de ese incidente está ahí dentro.
Glinn señalaba la cabeza de Pendergast.
—Nos estamos repitiendo —dijo Pendergast, tenso—. En su momento ya les conté todos los hechos importantes sucedidos entre mi hermano y yo. Incluso me sometí a una curiosa entrevista con el doctor Krasner, aquí presente, que no dio resultado. No existe ninguna atrocidad oculta. Me acordaría. Tengo una memoria fotográfica.
—Perdone que lo contradiga, pero existe. Tiene que existir. Es la única explicación.
—Pues entonces lo siento, porque aunque fuera cierto yo no guardo ningún recuerdo de ese hecho, y es evidente que no hay forma de hacérmelo recordar. Ya lo intentaron, y fue en balde.
Glinn juntó las yemas de los dedos y se miró las manos. Pasó un momento de silencio.
—Yo creo que hay una forma —dijo sin alzar la vista.
La falta de respuesta hizo que la levantara.
—Usted domina una antigua disciplina, una filosofía mística secreta que se practica en el seno de una minúscula orden monacal de Bután y el Tíbet. Una de las facetas de esta disciplina es espiritual. Otra es física y consiste en una complicada serie de movimientos rituales que no difieren demasiado del
kata
del kárate Shotokan. Pero también hay una faceta intelectual, una forma de meditación y de concentración que permite liberar todo el potencial del pensamiento humano. Me refiero a los rituales seretos del Dzogchen, y a la práctica, aún más infrecuente, del Chongg Ran.