El libro de los muertos (43 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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—Un celestino de cuidado —dijo entre risas el alcalde, siguiéndolo con la mirada—. No me iría mal tenerlo de colaborador.

La luz cálida del techo de la sala se reflejaba en su calva como en una bola de billar.

—¡Atención, por favor, señoras y señores! —pronunció la voz profunda, aristocrática, de Frederick Watson Collopy, el director del museo, apostado ante la puerta de la tumba con las mismas gigantescas tijeras de cada inauguración. La ayuda de un colaborador le permitió ponerlas a la altura requerida, listas para cortar.

El timbalero de la pequeña orquesta elevó un redoble aceptable.

—¡Procedo a la reapertura de la Gran Tumba de Senef, después de más de medio siglo de oscuridad!

Collopy recurrió a todas sus fuerzas para cerrar las tijeras. Las dos mitades de la cinta cortada cayeron con suavidad al suelo. En cuanto se abrió sonoramente la doble puerta de imitación de piedra, la orquesta atacó el famoso tema de
Aida,
y los invitados que tenían entrada para el primero de los dos pases se acercaron al rectángulo casi completamente oscuro.

La mujer del alcalde se estremeció.

—No me gustan las tumbas. ¿De verdad que es de hace tres mil años?

—Tres mil trescientos ochenta —dijo Viola.

—¡Madre mía, cuánto sabe! —dijo la señora Schuyler, girándose hacia ella.

—Los egiptólogos somos auténticos pozos de sabiduría inútil.

El alcalde se rió.

—¿Es verdad que como dicen está maldita? —añadió la señora Schuyler.

—En cierto sentido sí —dijo Viola—. Muchas tumbas egipcias tenían inscripciones que amenazaban con grandes males a los profanadores. Esta tiene una maldición más fuerte que la mayoría, pero probablemente es porque Senef no era un faraón.

—¡Dios mío! Espero que no nos pase nada. ¿Quién era Senef?

—No se sabe con certeza. Probablemente era el tío de Tutmosis IV. Tutmosis fue faraón desde los seis años. Durante su infancia el regente fue Senef.

—¿Tutmosis? ¿Tiene algo que ver con Tutankamon?

—¡No, no! —dijo Viola—. Era otro faraón, mucho menos importante que Tutmosis.

—¡Qué lío! —dijo la mujer del alcalde.

Cruzaron la puerta y entraron en el pasillo inclinado.

—Cuidado, cariño, no tropieces —dijo el alcalde.

—Esto es el Primer Tránsito del Dios —dijo Viola, embarcándose en una breve descripción del plano de la tumba.

Al escucharla, Nora se acordó del entusiasmo que había puesto Wicherly en hacerles de guía. Solo habían pasado unas semanas. Tuvo un escalofrío a pesar de la cálida temperatura.

Avanzaron despacio hacia la primera parada en el espectáculo de luz y sonido. No cabía ni un alfiler. En pocos minutos estuvieron dentro los trescientos invitados. Nora oyó el ruido de la puerta al cerrarse, rematado por un sonoro impacto. De repente nadie decía nada. La luz se atenuó aún más.

El eco de una pala chocando contra la arena se filtró en la oscuridad. Después otro. Luego todo un coro de picos golpeando el suelo. Finalmente, las voces furtivas de los saqueadores susurrando nerviosamente. Al mirar hacia el fondo, Nora vio al equipo de la PBS filmando.

Había empezado el espectáculo de luz y sonido, para varios millones de espectadores.

Cincuenta y seis

Hayward llegó a la sala justo detrás de D’Agosta. Entraron en una orgía de luces y colores, y se quedó consternada al ver que la puerta de la tumba de Senef estaba cerrada y la cinta roja en el suelo, cortada. Los invitados más importantes ya habían entrado. Los demás seguían en la sala, repartidos por las mesas de cóctel o apretándose ante la comida y las copas.

—Hay que abrir la puerta. Enseguida —dijo Pendergast al llegar a la altura de la capitana.

—La sala de informática está por allá.

Entre miradas de sorpresa por parte de algunos invitados cruzaron corriendo la sala hasta lanzarse por una de las puertas del fondo.

La sala desde donde se controlaba todo el proceso informático de la tumba de Senef era pequeña. En una punta había una larga mesa con varios monitores y teclados. El hardware formaba dos filas, cada una en un lado: discos duros, controladores, sintetizadores y dispositivos de vídeo. También había un televisor sintonizado sin volumen en la cadena local de la red PBS, que en ese momento retransmitía en directo la inauguración para varias emisoras. En la mesa había dos técnicos sentados; uno de ellos miraba dos monitores con imágenes del interior de la tumba y el otro una columna de números. La irrupción hizo que se giraran, sorprendidos. .

—¿Cómo está yendo el espectáculo? —preguntó Hayward.

—Como una seda —dijo uno de los técnicos—. ¿Por qué?

—Interrúmpalo —dijo Hayward—.Y abran la puerta de la tumba.

El técnico se quitó los auriculares.

—Sin autorización no puedo.

Hayward le puso la placa en las narices.

—Capitana Hayward, de Homicidios. ¿Le parece suficiente?

Al principio el técnico miró la placa sin saber qué hacer. Después se giró hacia su compañero con un encogimiento de hombros.

—Larry, por favor, inicia la secuencia de apertura de puertas.

Al mirar al segundo técnico, Hayward reconoció a Larry Enderby, a quien había interrogado dos veces, una con motivo del intento de asesinato de Margo Green y la otra por el robo de los diamantes. Por lo visto últimamente siempre estaba en el lugar y en el momento equivocados.

—Si tú lo dices... —contestó Enderby, no muy convencido.

Justo cuando empezaba a teclear apareció Manetti con la cara roja, seguido por dos vigilantes.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Tenemos un problema —dijo Hayward—. Vamos a interrumpir el espectáculo.

—A no ser que tenga una buena razón, es imposible.

—No tengo tiempo de explicárselo.

Enderby había dejado de teclear. Tenía los dedos encima del teclado y miraba a Hayward y a Manetti.

—Siempre he intentado complacerla, capitana Hayward —dijo Manetti—, pero esto es excesivo. Esta inauguración es vital para el museo. Ha venido gente muy importante y nos están viendo en directo millones de espectadores. No pienso dejar que nada ni nadie lo estropee.

—No se meta, Manetti —dijo Hayward secamente—. Asumo toda la responsabilidad. Está a punto de pasar algo gravísimo.

—Ni hablar, capitana —dijo Manetti de malas maneras, señalando el televisor—. Compruébelo usted misma. Todo va de maravilla.

Se acercó para subir el volumen.

«El quinto año del reinado del faraón Tutmosis IV...»

Hayward se giró hacia Enderby.

—Abra ahora mismo la puerta.

—No cumpla la orden, Enderby —dijo Manetti.

La mano del técnico, que seguía suspendida encima de las teclas, empezó a temblar.

De repente, al mirar detrás de Hayward, Manetti vio a Pendergast.

—Pero ¡bueno! ¿Usted no estaba en la cárcel?

—¡He dicho que abra la puerta! —dijo Hayward a Enderby.

—Aquí pasa algo raro.

Manetti empezó a buscar su radio.

Moviéndose con gran agilidad, Pendergast acercó su cara amoratada a la de Manetti y dijo con educación:

—Mis más sinceras disculpas.

—¿Por qué?

Fue un golpe rápido e inesperado. Manetti se encogió con un «¡uf!» ahogado. Mediante un gesto tan veloz como fluido, Pendergast le sacó la pistola de la funda y apuntó a los dos vigilantes.

—Armas, porras, sprays y radios al suelo —dijo.

Los guardas obedecieron.

Pendergast sacó una de las pistolas de la funda y se la dio a D’Agosta.

—Vigílelos.

—Vale.

Después cogió la pistola del otro vigilante y se la metió en el cinturón como arma de recambio, antes de girarse hacia Manetti, que estaba de rodillas con la mano en la barriga, intentando respirar.

—De veras que lo siento. Pero se ha puesto en marcha una conspiración para destruir a todos los que están en la tumba, y vamos a tratar de detenerla le guste o no. ¿Dónde está Hugo Menzies?

—Acaba de meterse en problemas —dijo Manetti, jadeando—. Aún más graves que antes.

Empezó a ponerse de pie.

D’Agosta levantó amenazadoramente la pistola. Manetti se quedó quieto.

—Señor Enderby, ya ha oído la orden. Abra la puerta.

A pesar del susto que llevaba encima, el técnico asintió con la cabeza y empezó a teclear.

—Tranquilo, no tardo nada.

Un momento de silencio.

Otra ráfaga de pulsaciones, seguida de otra pausa. Enderby frunció el entrecejo.

—Parece que hay problemas técnicos...

Cincuenta y siete

"El quinto año del reinado del faraón Tutmosis IV, Senef, gran visir y antiguo regente del faraón niño, falleció por causas desconocidas y fue enterrado en el Valle de los Reyes, en una espléndida tumba cuya construcción había durado doce años. Pese a no haber sido faraón, Senef fue enterrado en el Valle de los Reyes porque era lo que correspondía a un personaje que había actuado de regente, y que probablemente hubiera conservado atribuciones faraónicas tras el acceso al trono de su antiguo pupilo. La gran tumba de Senef fue dotada de todas las riquezas que podía ofrecer el antiguo Egipto: un ajuar sepulcral de oro y plata, lapislázuli, cornalina, alabastro, ónice, granito y diamante, así como muebles, alimentos, estatuas, carros, juegos y armas. No se reparó en gastos."

"El décimo año de su reinado, Tutmosis enfermó. Su hijo Amenhotep III fue declarado faraón por una facción del ejército enfrentada con los sacerdotes. En el Alto Egipto estalló una rebelión, y el país de los dos reinos cayó en la discordia y el caos."

"Era un buen momento para saquear una tumba."

"Por eso, un amanecer, los altos sacerdotes a cuyo cargo corría la vigilancia de la gran tumba de Senef empezaron a cavar..."

La voz en off hizo una pausa. Nora estaba en el pasillo del Segundo Tránsito del Dios, hombro con hombro con el alcalde y su mujer, justo delante de Viola Maskelene. El ruido de palas se hizo más fuerte, un «chof chof» en crescendo unido a las agitadas voces de los saqueadores. De pronto se oyó un grito ahogado de victoria, palas rascando piedra y el crujido de varios sellos de yeso rotos a golpes de pico. Alrededor de Nora, el público, formado por trescientos vips seleccionados a conciencia, las fuerzas vivas de Nueva York, estaba fascinado.

El siguiente sonido fue de piedras arrastradas. Los saqueadores estaban retirando la puerta exterior de la tumba. Apareció una rendija de luz que horadó vivamente la oscuridad. Al cabo de un momento aparecieron las caras digitalizadas de los saqueadores, ansiosos por entrar; estaban encendiendo antorchas. Iban vestidos de antiguos egipcios. Nora ya lo había visto, pero admiró otra vez el realismo de los saqueadores holográficos.

Otro juego de proyectores tomó el relevo sin que se notara y proyectó imágenes en diversas pantallas repartidas con gran habilidad. La impresión era que los saqueadores avanzaban temerosos por el pasadizo, delante de los visitantes. Los ladrones fantasmales se giraban hacia el público y lo invitaban a seguirlos con gestos y susurros, convirtiéndolo en su cómplice. Era el modo de que la gente pasase a la siguiente fase del espectáculo, cuyo escenario era la Sala de los Carros.

Nora avanzó con los demás, sintiendo un escalofrío de orgullo. El guión era buenísimo. Wicherly se había lucido. A pesar de sus muchos defectos, era un hombre de gran talento. Nora se enorgulleció de su propia aportación creativa. Hugo Menzies, por su parte, había supervisado el proyecto con mano firme y sutil, dando pruebas de la misma inteligencia que le había permitido lidiar con el montaje de la exposición. Y los técnicos y el equipo de audiovisuales habían sacado el máximo partido al material visual. De momento, a juzgar por la fascinación del público, todo iba muy bien.

A medida que la gente se acercaba al pozo, siguiendo las imágenes de los saqueadores, se encendieron y parpadearon una serie de luces enmascaradas por paneles ocultos, que simulaban antorchas en las paredes del pasadizo. No había problemas de circulación. La gente se desplazaba al mismo paso que los saqueadores.

Los ladrones se pararon en el pozo y empezaron a discutir en voz alta sobre la manera de cruzar aquel punto tan peligroso. Varios llevaban finos troncos en los hombros. Los ataron, los bajaron mediante un rudimentario sistema de polea y cabrestante y los atravesaron sobre el pozo como un puente. A continuación las imágenes proyectadas de los ladrones avanzaron muy despacio, como equilibristas, mientras los troncos crujían y se balanceaban. De repente se oyó el pavoroso grito de una de las figuras que resbalaba y se hundía en la oscuridad del pozo. El grito fue cortado en seco por otro ruido aún más repulsivo, de carne chocando contra piedra. El público estuvo a punto de gritar.

—¡Madre mía! —dijo la mujer del alcalde—. Ha sido un toque bastante... realista.

Nora miró a su alrededor. Al principio se había mostrado contraria a aquel toque dramático, pero a juzgar por los murmullos de entusiasmo y los gritos contenidos del público había que reconocer su eficacia. Hasta la esposa del alcalde parecía cautivada, a pesar de su tímida objeción.

Subieron algunas pantallas holográficas, mientras bajaban otras. Los proyectores de vídeo controlados por ordenador trasladaron las imágenes de los saqueadores de pantalla en pantalla sin solución de continuidad, creando un efecto de movimiento tridimensional. El resultado era muy realista. Sin embargo, en cuanto saliera de la tumba el último visitante todas las pantallas se retirarían y las imágenes de muerte y destrucción se apagarían, dejando la sala en su estado original, a punto para el siguiente pase.

Los invitados siguieron a las figuras hasta la Sala de los Carros, donde los saqueadores se dispersaron, atónitos por su magnificencia y su riqueza: montones de oro y plata, lapislázuli y piedras preciosas que a la luz de las antorchas devolvían un brillo mortecino. Al fondo de la sala bajó una barrera que cerraba el paso a los espectadores. Entonces empezó la segunda parte del espectáculo, con otra voz en off:

"Al igual que muchas tumbas del antiguo Egipto, la de Senef contenía una inscripción que maldecía a quien quisiera saquearla, pero ninguna maldición igualaba en eficacia al miedo que inspiraba el poder del faraón a los propios saqueadores, ya que la codicia y la corrupción de estos altos sacerdotes no les impedía ser creyentes. Creían en la divinidad del faraón y en su vida eterna. Creían en las propiedades mágicas infundidas a los objetos que habían sido enterrados en la tumba al mismo tiempo que él. La magia de estos objetos era peligrosísima. Si no se anulaba, podía perjudicar gravemente a los saqueadores."

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