Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
Cambió mentalmente de juego: pasó del ajedrez al bridge. En esta ocasión, en vez de enfrentar a dos jugadores formó dos parejas, con la infinidad de estrategias, señales —recibidas o no— y juegos de manos que podía resultar de ello. Llegó rápidamente hasta el final de un rubber y empezó otro.
El palacio de la memoria se negaba a aparecer. Seguía fuera de su alcance, movedizo, insustancial.
Se mantuvo a la espera y redujo aún más el pulso y la respiración. Nunca le había fallado esa táctica.
Profundizando en uno de los ejercicios más difíciles del Chongg Ran, separó mentalmente su conciencia de su cuerpo y se elevó sobre él, flotando incorpóreamente en el espacio. Acto seguido, sin abrir los ojos, formó una reconstrucción virtual de la habitación donde estaba e imaginó cada objeto en su sitio hasta que fue la habitación entera la que se materializó en su cerebro, en todos sus detalles. Se entretuvo en ella un buen rato. Después procedió a retirar pieza a pieza el mobiliario, las alfombras y el papel de pared, hasta que volvió a no haber nada.
No se detuvo ahí. Lo siguiente que hizo fue eliminar por completo la ciudad cuyo bullicio rodeaba la habitación: primero edificio a edificio, después manzana por manzana y finalmente barrio a barrio, a medida que el acto de olvido intelectual cobraba rapidez y se extendía velozmente en todas las direcciones. Siguieron los condados, los estados, los países, el mundo, el universo... Todo sumido en las tinieblas.
Minutos después ya no quedaba nada. Tan solo persistía el propio Pendergast, flotando en un vacío infinito. Entonces usó su voluntad para hacer desaparecer su propio cuerpo, consumido por la oscuridad. El universo había quedado totalmente vacío, limpio de pensamiento, dolor, memoria y existencia tangible. Pendergast había alcanzado el estado que recibía el nombre de Sunyata. Por unos instantes —a menos que fuera una eternidad— dejó de existir incluso el tiempo.
Y fue entonces, por fin, cuando empezó a materializarse en su cerebro la antigua mansión de la calle Dauphine, la Maison de la Rochenoire, la casa donde él y Diógenes habían pasado su infancia. Pendergast estaba fuera, sobre los adoquines de la calle, asomado a la alta verja de hierro forjado para ver las buhardillas de la casa, sus miradores, su plataforma superior, sus almenas y sus pináculos de piedra. En un lado se erguían altos muros de ladrillo que ocultaban la riqueza de los jardines interiores, llenos de parterres.
Abrió mentalmente la enorme verja de hierro y recorrió el camino de entrada hasta llegar al pórtico. Tenía delante la doble puerta blanca que daba al gran vestíbulo.
Tras un momento —impropio de él— de indecisión, cruzó la puerta y pisó el suelo de mármol del vestíbulo. Una gigantesca araña de cristal brillaba intensamente sobre su cabeza, suspendida bajo los frescos en trampantojo del techo. La escalera del fondo, de doble planta curva y postes llenos de molduras, subía a la galería del primer piso. A la izquierda había varias puertas cerradas que daban a la sala de exposiciones, larga y baja de techo. Por la de la derecha, que estaba abierta, se entraba en una biblioteca poco iluminada, revestida de madera.
Aunque ya hiciera muchos años que una horda de Nueva Orleans había incendiado la auténtica mansión de la familia, reduciéndola a cenizas, Pendergast guardaba en su memoria una mansión virtual, una construcción intelectual perfecta en todos sus detalles, un almacén donde no solo conservaba sus propias experiencias y observaciones, sino infinidad de secretos familiares. Normalmente aquel palacio de la memoria le deparaba momentos de relajación y de tranquilidad, puesto que todos los cajones de todos los armarios contenían algún hecho del pasado o alguna reflexión personal de tipo histórico o científico en la que detenerse sin prisas, pero por una vez sintió un profundo desasosiego y tuvo que recurrir a toda su fuerza mental para que la casa no se deshiciera en su cabeza.
Cruzó el vestíbulo y subió por la escalera. Al llegar al distribuidor del primer piso, vaciló brevemente en el rellano y se internó por un pasillo cubierto de alfombras, entre paredes de color rosado interrumpidas a intervalos por nichos de mármol o antiguos marcos dorados que contenían retratos al óleo. Todo el olor de la mansión, una mezcla de tela y cuero viejos, de cera de muebles, del perfume de su madre y del tabaco Latakia de su padre, se le echó encima de golpe.
La puerta de roble macizo de su habitación se encontraba cerca del centro del pasillo, pero no llegó tan lejos. Se paró en la que había justo antes, una puerta que por alguna extraña razón había sido cerrada con plomo y recubierta con una lámina de latón batido cuyos bordes estaban clavados al marco.
Era la habitación de su hermano Diógenes; quien la había sellado, años atrás, era el propio Pendergast, para clausurarla para siempre en el palacio de la memoria. Era la única estancia adonde se había prometido no volver a entrar jamás.
Y sin embargo, según Eli Glinn, debía entrar. No había alternativa.
Al vacilar ante la puerta, se dio cuenta de que su pulso y su respiración se estaban acelerando de forma alarmante. Las paredes de la mansión parpadeaban a su alrededor; brillaban o se apagaban como el filamento de una bombilla sometida a una corriente excesiva. Su construcción mental se le estaba yendo de las manos. En un titánico esfuerzo de concentración y serenidad mental logró consolidar la imagen que lo rodeaba.
Tenía que actuar deprisa. El viaje por la memoria amenazaba con venirse abajo en cualquier momento debido a la fuerza de sus emociones. No podía mantener indefinidamente la concentración necesaria.
Hizo aparecer una palanca, un cincel y un mazo en sus manos. Deslizó la palanca por debajo de la lámina de latón, apartándola del marco de la puerta, y la hizo correr por los cuatro lados hasta desprender la lámina. Después dejó la palanca y cogió el cincel y el mazo para golpear suavemente el plomo blando metido en las rendijas entre la puerta y el marco, que fue saliendo a pedazos. Trabajaba deprisa, intentando olvidarse de sí mismo en la tarea y no pensar en nada que no fuera el presente.
En pocos minutos la alfombra se cubrió de virutas de plomo. Entre él y lo que había al otro lado de la puerta quedaba un solo impedimento: una pesada cerradura.
Dio un paso y probó el pomo. Normalmente lo habría forzado con el instrumental que siempre llevaba encima, pero esta vez ni siquiera tenía tiempo para ello. Cualquier pausa, incluso la más breve, podía ser fatal. Retrocedió, levantó un pie, apuntó justo debajo de la cerradura y dio una patada con todas sus fuerzas a la puerta, que salió disparada y chocó ruidosamente con la pared interior. Se quedó jadeando en el umbral. Estaba frente a la habitación de Diógenes, su hermano.
Pero no se veía nada. La luz tenue del pasillo no penetraba en la profunda oscuridad. La puerta era un rectángulo negro.
Tiró el mazo y el cincel al suelo. Un simple pensamiento bastó para poner una linterna en su mano. La encendió y enfocó el haz en la negrura, que parecía absorber toda la luz del aire.
Cuando quiso dar un paso, se dio cuenta de que sus extremidades no obedecían a su voluntad. Se quedó en el umbral durante lo que pareció una eternidad. La casa empezaba a moverse. Las paredes se evaporaban como si fueran de aire. Comprendió que el palacio de la memoria se le iba otra vez de las manos, y que esta vez, si lo perdía, ya no podría regresar jamás. Jamás. Solo un último y supremo esfuerzo de voluntad, el momento de mayor concentración, el más cansado y difícil de su vida, le permitió cruzar el umbral.
Volvió a pararse justo al otro lado, prematuramente exhausto, mientras movía la linterna y obligaba al haz a hincarse cada vez más hondo en la oscuridad. No era la habitación que esperaba encontrar, sino el principio de una estrecha escalera de piedra tosca que descendía sinuosamente por la roca viva, hacia las profundidades de la tierra.
La visión agitó algo oscuro en el cerebro de Pendergast, un rudo animal que llevaba más de treinta años durmiendo sin ser molestado. Por unos instantes sintió que su voluntad flaqueaba. Las paredes temblaban como una vela al viento.
Se recuperó. Ya no le quedaba más remedio que seguir. Asiendo la linterna con fuerzas renovadas, empezó a bajar por los peldaños de piedra gastada y resbaladiza, cada vez más abajo, adentrándose en unas fauces de vergüenza, de arrepentimiento... y de infinito horror.
Al bajar por la escalera, a Pendergast lo asaltó el olor del sótano, un efluvio pegajoso de humedad, herrumbre y muerte. La escalera daba paso a un largo túnel. La mansión tenía uno de los pocos sótanos de Nueva Orleans situados bajo el nivel del suelo, gracias a que los monjes que habían construido el edificio no habían escatimado dinero ni trabajo en revestir las paredes con láminas de plomo batido y encajar perfectamente los sillares para disponer de bodegas donde envejecer sus vinos y aguardientes.
La familia Pendergast lo había destinado a un uso muy distinto.
Pendergast bajó mentalmente por el túnel, que desembocaba en un espacio ancho y bajo, de suelo irregular, parcialmente de tierra y parcialmente de piedra, y bóveda de arista. En las paredes había manchas incrustadas de nitro. Todo el espacio estaba ocupado por criptas de mármol en penumbra, profusamente talladas en estilo Victoriano o eduardiano y separadas entre sí por estrechos pasos de ladrillo.
De pronto Pendergast detectó una presencia en la sala, vio una pequeña sombra. Después oyó su voz, la voz de un niño de siete años.
—¿Seguro que quieres seguir?
Se dio cuenta con otro sobresalto de que en la oscuridad había una segunda silueta, más alta y delgada, con el pelo casi blanco. Lo invadió un frío glacial. Era él con nueve años. Oyó su propia voz de niño, diciendo suavemente:
—¿Tú no tienes miedo?
—No, claro que no —fue la desafiante y aflautada respuesta, en la voz de su hermano Diógenes.
—Pues entonces vamos.
Pendergast vio que las dos vagas siluetas iban por la necrópolis con velas en la mano. El primero era el más alto.
Empezó a temer lo peor. No recordaba en absoluto aquella escena, pero sabía que estaba a punto de ocurrir algo horrible.
El niño del pelo claro empezó a examinar las tallas frontales de las tumbas, y a leer las inscripciones en latín con una voz aguda y clara. Ambos se habían entregado con gran entusiasmo al estudio del latín. Pendergast se acordó de que el mejor alumno de latín siempre había sido Diógenes, a quien el profesor consideraba un genio.
—Esta es muy rara —dijo el mayor de los dos niños—. Mira, Diógenes.
La silueta de menor estatura se acercó y leyó:
ERASMUS LONGHAMPS PENDERGAST
1840-1932
De mortiis aut bene aut nihil
.
—¿Reconoces la cita?
—¿Horacio? —dijo el menor—. «De los muertos»... hum... «habla bien o no hables»
[9]
.
Después de un silencio, el mayor dijo con cierta condescendencia:
—Muy bien, hermanito. Me gustaría saber de qué parte de su vida no quería que hablaran —dijo Diógenes.
Pendergast recordó la rivalidad juvenil entre él y su hermano por el latín. Al final el rezagado —y mucho— había sido él.
Cambiaron de tumba y se acercaron a una doble cripta muy ornamentada que representaba un sarcófago de estilo romano con dos esculturas encima, una masculina y la otra femenina, ambas yacentes, con las manos cruzadas en el pecho.
—Louisa de Nemours Prendergast. Henri Prendergast.
Nemo nisi mors
—leyó el mayor—. A ver, a ver... Esto significa «hasta que la muerte nos separe».
El menor ya estaba delante de otra lápida. Se puso en cuclillas y leyó:
—
Multa ferunt anni venientes commoda secum, Multa recedentes adimiunt.
—Miró hacia arriba—. ¿Qué, Aloysius, cómo lo traducirías?
La respuesta, que tardó un poco en llegar, fue valiente pero dubitativa:
—«Llegan muchos años que nos dan bienestar, y se alejan muchos años que nos disminuyen».
La traducción fue recibida por una risita sarcástica.
—No tiene sentido.
—Pues claro que lo tiene.
—No. ¿«Se alejan muchos años que nos disminuyen»? ¡Qué tontería! Yo creo que quiere decir algo así como: «Los años, al llegar, traen muchos desahogos. Al pasar...». Hizo una pausa.
¿Adimiunt
?
—Lo que acabo de decir: disminuir —dijo el mayor.
—«Al pasar nos disminuyen» —terminó Diógenes—. Dicho de otra forma: que cuando eres joven los años te traen cosas buenas, pero cuando te haces viejo se las vuelven a llevar.
—Tiene tan poco sentido como lo mío —dijo Aloysius, molesto.
Siguió caminando hacia el final de la necrópolis por otra fila de criptas, leyendo nombres e inscripciones. Al llegar a la pared del fondo se paró delante de una puerta de mármol con una reja de metal oxidado.
—Mira esta tumba —dijo.
Diógenes llegó y miró al otro lado con la vela.
—¿Y la inscripción?
—No hay ninguna, pero es una cripta. Tiene que ser una puerta. —Aloysius cogió la reja y tiró de ella. Nada. La empujó. Volvió a tirar. Cogió un trozo suelto de mármol y empezó a dar golpes en el borde de la reja—. Quizá esté vacía.
—Quizá sea para nosotros —dijo el menor con una luz macabra en la mirada.
—El otro lado está hueco.
Aloysius dio otra serie de golpes, y luego otro tirón. De repente la puerta se abrió chirriando. Ambos se quedaron donde estaban, asustados.
—¡Qué peste! —dijo Diógenes, retrocediendo con la mano en la nariz.
En lo más hondo de su construcción mental, Pendergast también lo percibió: un hedor indescriptible y pútrido como el olor de un hígado podrido y recubierto de hongos. Tragó saliva, mientras los muros del palacio de la memoria se tambaleaban y recuperaban la solidez.
Aloysius acercó la vela al espacio recién descubierto. No era una cripta, sino una especie de gran almacén al final del sótano. La luz se reflejó temblando en diversos extraños artilugios de latón, madera y vidrio.
—¿Qué hay? —preguntó Diógenes, acercándose despacio por detrás.
—Mira.
Diógenes se asomó.
—¿Qué son?
—Máquinas —dijo el hermano mayor con total seguridad, como si lo supiera.
—¿Piensas entrar?
—Pues claro. —Aloysius cruzó la puerta y se giró—. ¿Tú no vienes?
—Supongo...