Después de aquellos minutos febriles, hubo un periodo de calma que duró varias horas. Frieda permaneció en la planta alta, sentada en la silla que yo había ocupado durante mi entrevista con Hector, y Alma y yo bajamos a la cocina, que resultó ser una estancia amplia, bien iluminada, con paredes de piedra, una chimenea y una serie de electrodomésticos antiguos que parecían fabricados a principios de los años sesenta. Era agradable estar allí, y me gustaba estar sentado frente a la larga mesa de madera junto a Alma, sintiendo su contacto en mi brazo en el mismo sitio en que sólo unos momentos atrás había sentido la mano de Hector. Dos gestos diferentes, dos recuerdos distintos: uno encima del otro. Mi piel se había convertido en un palimpsesto de sensaciones fugitivas, y cada capa llevaba la marca de lo que yo era.
La cena consistió en una azarosa sucesión de platos calientes y fríos: guisado de lentejas, salchichón, queso, ensalada y una botella de vino tinto. Nos la sirvieron Juan y Conchita, la extraña gente menuda que no puede hablar, y aunque no niego que me ponían un poco nervioso, estaba demasiado absorto en otras cosas para prestarles verdadera atención. Eran hermanos gemelos, me explicó Alma, y empezaron a trabajar para Hector y Frieda a los dieciocho años, hacía ya más de veinte. Me fijé en la perfecta forma de sus cuerpos minúsculos, sus zafios rostros de campesinos, sus animadas sonrisas y evidente buena voluntad, pero encontraba más interesante observar cómo Alma hablaba con las manos que mirar cómo los gemelos se comunicaban con ella. Me intrigaba el hecho de que Alma fuese tan diestra en el lenguaje de los signos, de que fuese capaz de lanzar frases formando un veloz revuelo con los dedos, y como se trataba de los dedos de Alma, eran los únicos dedos que yo quería mirar. Se estaba haciendo tarde, después de todo, y no tardaríamos mucho en irnos a la cama. Pese a todas las demás cosas que estaban ocurriendo justo en aquel momento, aquélla era la cuestión en que yo prefería pensar.
¿Recuerdas a los tres hermanos mexicanos?, me preguntó Alma.
¿Los que ayudaron a construir la primera casa?
Los hermanos López. También había cuatro chicas en su familia, y Juan y Conchita son los hijos pequeños de la tercera hermana. Los hermanos López construyeron la mayor parte de los decorados de las películas de Hector.
Entre todos tuvieron once hijos, y mi padre enseñó la técnica del oficio a seis o siete. Ellos formaban el equipo. Los padres construían el decorado, y los hijos cargaban las cámaras o manejaban la plataforma móvil, además de grabar el sonido, ocuparse de la utilería y hacer de tramoyistas y electricistas. Eso duró años. Yo jugaba con Juan y Conchita cuando éramos pequeños. Son los primeros amigos que he tenido en el mundo.
Finalmente, bajó Frieda y se sentó con nosotros a la mesa de la cocina. Conchita lavaba un plato (de pie sobre un taburete, trabajando con eficiencia de adulto en su cuerpo de niña de siete años), y en cuanto vio a Frieda, le lanzó una larga mirada inquisitiva, como esperando instrucciones. Frieda asintió con la cabeza, y Conchita dejó el plato, se secó las manos con un trapo de cocina y se marchó. No habían cruzado una palabra, pero era evidente que subía a sentarse frente a Hector, a quien vigilaban por turnos.
Según mis cálculos, Frieda Spelling tenía setenta y nueve años. Tras oír las descripciones que Alma había hecho de ella, me esperaba a alguien implacable —una mujer brusca, intimidante, un personaje exagerado—, pero la persona que se sentó con nosotros aquella noche era discreta, de voz suave y actitud casi reservada. Ni carmín ni maquillaje, ninguna preocupación por el peinado, pero aún femenina, todavía hermosa de una forma depurada, incorpórea. Mientras la miraba, empecé a notar que era una de esas raras personas en las que el espíritu acaba triunfando sobre la materia. La edad no disminuye a esas personas. Hace que envejezcan, pero no alteran lo que son, y cuanto más tiempo vivan, más plena e implacablemente se encarnan a sí mismas.
Disculpe el desorden, profesor Zimmer, me dijo. Ha venido usted en un momento difícil. Hector ha pasado una mala mañana, pero cuando le dije que usted y Alma venían de camino, insistió en seguir despierto. Espero que no haya sido demasiado para él.
Hemos mantenido una buena conversación, repuse.
Creo que se alegra de que haya venido.
No sé si será alegría, pero siente algo parecido, algo muy profundo. Ha armado usted un gran revuelo en esta casa, profesor. Estoy segura de que es consciente de ello.
Antes de que pudiera contestar, Alma intervino para cambiar de tema. ¿Te has puesto en contacto con Huyler?, le preguntó. Parece que no respira bien, ¿sabes? Tiene la respiración bastante peor que ayer.
Frieda suspiró, luego se pasó las manos por la cara:
agotada por la falta de sueño, de tanta inquietud y agitación. No pienso llamar a Huyler, declaró (hablando más para sí que para Alma, como repitiendo un argumento que ya había desarrollado docenas de veces), porque lo único que dirá Huyler es Llévelo al hospital, y Hector no quiere ir al hospital. Está harto de hospitales. Me lo ha hecho prometer, y yo le he dado mi palabra. Se acabaron los hospitales, Alma. Así que ¿qué sentido tiene llamar a Huyler?
Hector tiene neumonía, objetó Alma. Sólo tiene un pulmón, y ya casi no puede respirar. Por eso debes llamar a Huyler.
Quiere morir en casa, le recordó Frieda. Me lo viene repitiendo a cada momento desde hace dos días, y no voy a contrariarle. Le he dado mi palabra.
Yo lo llevaré a Saint Joseph si tú estás demasiado cansada, se ofreció Alma.
Sin su permiso no, insistió Frieda. Y ahora no podemos hablar con él porque se ha dormido. Lo intentaremos por la mañana, si quieres, pero no voy a hacerlo sin su permiso.
Mientras las dos mujeres proseguían su conversación, alcé la cabeza y vi a Juan, subido a un taburete frente al fogón, haciendo huevos revueltos en una sartén. Cuando tuvo la comida lista, la puso en un plato y la llevó adonde Frieda estaba sentada. Los huevos, calientes y amarillos, soltaban volutas de vapor sobre la porcelana azul, como si su olor se hubiera hecho visible. Frieda los miró un momento, pero no pareció entender lo que eran. Bien podrían haber sido un montón de grava, o un ectoplasma surgido del espacio exterior, pero no comida, y aunque se hubiera dado cuenta de que eran para comer, no tenía la menor intención de llevárselos a la boca. Se sirvió un vaso de vino, en cambio, pero después de un sorbito volvió a dejar el vaso sobre la mesa, y luego, con la otra mano, apartó los huevos con mucha delicadeza.
No hay tiempo, me dijo. Esperaba tener ocasión de hablar con usted, de intentar conocerlo un poco, pero me parece que no va a ser posible.
Pero tenemos mañana, aventuré.
Puede, repuso ella. En este momento, sólo pienso en ahora mismo.
Deberías echarte un poco, Frieda, terció Alma. ¿Desde cuándo no has dormido nada?
No me acuerdo. Desde anteayer, me parece. La noche anterior a tu marcha, Pues ya he vuelto, y David también está aquí. No tienes por que ocuparte tú de todo.
Yo no lo hago todo, objetó Frieda, en absoluto. La gente menuda me ayuda mucho, pero tengo que estar allí para hablar con él. Ya está muy débil para entenderse por señas.
Descansa un poco, insistió Alma. Yo me quedaré con él. Podemos hacerlo David y yo.
Espero que no te importe, repuso Frieda, pero estaría mucho más tranquila si esta noche te quedaras aquí. El profesor Zimmer puede dormir en tu casa, pero preferiría que te quedaras arriba conmigo. Por si ocurre algo. ¿Te parece bien? Ya he dicho a Conchita que haga la cama en la habitación grande de invitados.
Me parece estupendo, contestó Alma, pero David no tiene por qué dormir en mi casa. Puede quedarse conmigo.
¡Ah!, exclamó Frieda, totalmente sorprendida. ¿Y qué dice a eso el profesor Zimmer?
El profesor Zimmer aprueba el plan, sentencié.
¡Ah!, repitió ella, y por primera vez desde que entró en la cocina, Frieda sonrío. Me pareció una sonrisa fabulosa, llena de perplejidad y estupefacción, y mientras paseaba la mirada entre la cara de Alma y la mía, fue ampliándose más y más. ¡Dios Santo!, exclamó, si que vais deprisa, ¿no? ¿Quién se habría esperado eso.?
Nadie, estuve a punto de decir, pero antes de que pudiera articular una sílaba, sonó el teléfono. Fue una interrupción extraña, y como se produjo tan rápidamente después de que Frieda pronunciara la palabra eso, pareció haber una relación entre los dos hechos, como si el teléfono hubiera sonado en respuesta directa a la palabra. Cambió el ambiente por completo, apagando el destello de alegría que había iluminado su semblante. Frieda se puso en pie, y mientras se dirigía hacia el teléfono (que estaba colgado en la pared, junto a la puerta abierta, a unos seis o siete pasos a su derecha), se me ocurrió que el objeto de la llamada era decirle que no le estaba permitido sonreír, que en la casa de la muerte estaba prohibido sonreír. Era una idea ridícula, pero eso no significaba que mi intuición fuese falsa. Nadie, había estado a punto de decir, y cuando Frieda cogió el teléfono y preguntó quién era, resultó que no había nadie al otro lado de la línea. Diga, ¿quién es?, y cuando no contestaron a su pregunta, volvió a repetirla y luego colgó. Se volvió hacia nosotros con expresión angustiada. Nadie, dijo. Maldita sea, nadie.
Hector murió unas horas después, entre las tres y las cuatro de la mañana. Alma y yo estábamos dormidos cuando pasó, desnudos bajo las sábanas, en la cama de la habitación de invitados. Habíamos hecho el amor, charlado, vuelto a hacer el amor, y no sé muy bien cuándo acabaron fallándonos las fuerzas. En el espacio de dos días, Alma había atravesado dos veces el país, había conducido centenares de kilómetros yendo y viniendo de los aeropuertos, y sin embargo aún tuvo fuerzas para levantarse desde las profundidades del sueño cuando Juan llamó a la puerta. Yo fui incapaz. Seguí durmiendo entre el ruido y la conmoción y acabé perdiéndomelo todo. Al cabo de años de insomnio y malas noches, por fin dormía a pierna suelta, y fue justo cuando debía haber estado despierto.
No abrí los ojos hasta las diez. Alma estaba sentada al borde de la cama, acariciándome la mejilla, musitando mi nombre con voz suave pero urgente, e incluso después de sacudirme las telarañas e incorporarme sobre el codo, no me comunicó la noticia hasta diez o quince minutos más tarde. Primero hubo besos, seguidos por una conversación muy íntima sobre el estado de nuestros sentimientos, y luego me dio un tazón de café, dejando que me lo bebiera hasta el fondo antes de empezar. Siempre la he admirado por tener la fuerza y la disciplina de hacer esas cosas. Al no hablar inmediatamente de Hector, me estaba diciendo que no consentiría que nos ahogáramos en el resto de la historia. Acabábamos de empezar nuestra propia historia, y era tan importante para ella como la otra: la de su vida, la que había sido su vida entera hasta el momento en que me conoció a mí.
Se alegraba de que hubiera estado dormido mientras pasaba todo, me dijo. Eso le había dado ocasión de estar cierto tiempo a solas y derramar algunas lágrimas, de pasar lo peor antes de que empezara el ajetreo. Iba a ser un día duro, prosiguió, un día duro y cargado de acontecimientos para nosotros dos. Frieda estaba en pie de guerra:
atacando en todos los frentes, preparándose para quemarlo todo tan pronto como pudiera.
Creí que teníamos veinticuatro horas, dije.
Eso es lo que yo pensaba, también. Pero Frieda dice que tiene que hacerse dentro de las veinticuatro horas. Hemos tenido una buena pelea por eso antes de que se marchara.
¿Se ha marchado? ¿Es que no está en el rancho?
Fue una escena increíble. Diez minutos después de la muerte de Hector, Frieda estaba al teléfono, hablando con la funeraria Vista Verde de Albuquerque. Les pidió que enviaran un coche cuanto antes. Vinieron sobre las siete o siete y media, lo que significa que estarán llegando allí en estos momentos. Tiene la intención de que incineren a Hector hoy mismo.
¿Y lo puede hacer? ¿No tiene que cumplir un montón de trámites primero?
Lo único que necesita es el certificado de defunción.
Una vez que el médico examine el cadáver y certifique que Hector ha muerto por causas naturales, podrá hacer lo que quiera.
Debía de tenerlo pensado desde siempre. Lo que pasa es que no te lo había dicho.
Es grotesco. Cuando nosotros estemos en la sala de proyección, viendo las películas de Hector, estarán metiendo su cadáver en un horno, para convertirlo en un montón de cenizas.
Y cuando ella vuelva, las películas también quedarán reducidas a cenizas.
Sólo disponernos de unas horas. No va a haber tiempo de verlas todas, pero si empezamos ahora mismo podremos poner dos o tres.
No es gran cosa, ¿verdad?
Estaba dispuesta a quemarlas todas esta mañana. Al menos he logrado convencerla de que no lo hiciera.
Por la forma que tienes de decirlo, es como si hubiera perdido la cabeza.
Su marido ha muerto, y lo primero que tiene que hacer es destruir su obra, aniquilar todo lo que han hecho juntos. Si se detiene a pensarlo, no será capaz de seguir adelante. Claro que ha perdido la cabeza. Hizo esa promesa casi cincuenta años atrás, y hoy ha llegado el momento de cumplirla. Si yo estuviera en su lugar, querría terminar cuanto antes. Acabar de una vez, y luego derrumbarme. Por eso es por lo que Hector sólo le dio veinticuatro horas. No quería que tuviese tiempo de pensarlo mejor.
Alma se puso entonces en pie, y mientras daba la vuelta a la habitación subiendo las persianas, me levanté de la cama y me vestí. Quedaban muchas cosas por decir, pero tendríamos que aplazarlas hasta que hubiéramos visto las películas. El sol entraba a raudales por las ventanas mientras Alma subía las persianas, inundando el cuarto con una luz cegadora de media mañana. Llevaba vaqueros, lo recuerdo bien, y un jersey blanco de algodón. Ni zapatos ni calcetines, y las uñas de sus espléndidos deditos de los pies, pintadas de rojo. Las cosas no tenían que haber pasado así. Yo contaba con que Hector hubiera seguido viviendo para ofrecerme una serie de lentas y contemplativas jornadas en el rancho sin otra cosa que hacer que ver sus películas y sentarme frente a él en la penumbra de su habitación. Era difícil elegir entre una y otra decepción, decidir cuál era la mayor frustración: no volver a hablar con él o saber que iban a quemar sus películas antes de que yo tuviera ocasión de verlas todas.