Si la película se hubiese filmado en cualquier otro sitio, puede que no hubiera sido tan lento de entendederas.
La inmediatez del paisaje me desconcertó, y durante los dos primeros minutos debí luchar contra la impresión de que estaba viendo una especie de película casera, muy elaborada y habilidosa. La casa de la película era la casa de Hector y Frieda, el jardín era su jardín, la carretera era su carretera. Incluso salían los árboles de Hector; con un aspecto más joven y descarnado que ahora, quizá, pero seguían siendo los mismos frente a los que había pasado de camino al edificio de posproducción no hacía ni diez minutos. Salía la habitación en la yo había dormido, la piedra en la que había visto posarse a la mariposa, la mesa de cocina de la que Frieda se había levantado para contestar al teléfono. Hasta que empezó a proyectarse la película en la pantalla frente a mis ojos, todas esas cosas habían sido reales. Ahora, en las imágenes en blanco y negro salidas de la cámara de Charlie Grund, se habían convertido en elementos de un mundo de ficción. Yo debía interpretarlas como sombras, pero mi cerebro no se ajustó con la suficiente rapidez. Una y otra vez, las veía como eran, no como lo que pretendían ser.
Los títulos de crédito aparecieron en silencio, sin música de fondo, sin señales auditivas que preparasen al espectador para lo que iba a venir. Una sucesión de carteles blancos sobre fondo negro anunciaba los aspectos más destacados.
La vida interior de Martin Frost
. Guión y dirección: Hector Spelling. Reparto: Norbert Steinhaus y Faye Morrison. Cámara: C. P. Grund. Decorados y vestuario: Frieda Spelling. El nombre de Steinhaus no me decía nada, y cuando ese actor apareció en escena unos momentos después, tuve la seguridad de que nunca lo había visto. Era un individuo alto y desgarbado, de treinta y tantos años, mirada aguda y perspicaz, y una leve calvicie.
De aspecto no especialmente atractivo ni heroico, pero simpático, humano, con un rostro lo bastante expresivo como para sugerir cierta actividad mental. No me sentí incómodo viéndolo y no me resistí a creer en su actuación, cosa que me resultaba más difícil con respecto a la madre de Alma. No porque no fuese buena actriz, ni tampoco porque me sintiera decepcionado (era encantadora, y estaba excelente en su papel), sino simplemente porque era la madre de Alma. No cabe duda de que eso contribuyó a la sensación de desplazamiento y confusión que experimenté al comienzo de la proyección. Ahí tenía a la madre de Alma —pero a la madre de Alma de joven, con quince años menos de los que ahora tenía Alma—, y no pude dejar de buscar en ella signos de su hija, indicios de cierta semejanza entre ellas. Faye Morrison era más morena y más alta que Alma, indiscutiblemente más hermosa que ella, pero sus cuerpos tenían una forma similar, y en la expresión de los ojos, la inclinación de la cabeza y el tono de voz también se apreciaban similitudes. No quiero sugerir que fuesen iguales, pero sí existían suficientes paralelismos, bastantes ecos genéticos para imaginarme que estaba viendo a Alma sin la marca de nacimiento, Alma antes de que la conociera, Alma con veintidós o veintitrés años, viviendo a través de su madre en una versión alternativa de su propia vida.
La película empieza con una toma lenta y metódica del interior de la casa. La cámara se desliza sobre las paredes, pasa por encima de los muebles del salón, y acaba deteniéndose frente a la puerta.
No había nadie en casa
, nos dice una voz en
off
y un momento después se abre la puerta y aparece
Martin Frost
, llevando una maleta en una mano y una bolsa de comestibles en la otra. Mientras cierra la puerta con el pie al entrar, prosigue la narración en
off. Acababa de pasar tres años escribiendo una novela y estaba agotado, necesitaba un descanso. Cuando los Spelling decidieron pasar el invierno en México, se ofrecieron a dejarme la casa. Hector y Frieda eran muy buenos amigos míos, y los dos sabían cuánto me había exigido el libro. Me imaginé que me vendría bien un par de semanas en el desierto, de manera que una mañana me subí al coche, salí de San Francisco y vine a Tierra del Sueño. No hice planes. Lo único que quería era estar sin hacer nada, vivir como vive una piedra.
Mientras escuchamos el relato de Martin, lo vemos deambular por diversas partes de la casa. Lleva los comestibles a la cocina, pero en el momento en que la bolsa toca la encimera, la escena cambia al salón, donde lo encontramos frente a la librería. Está examinando los libros, y cuando alarga la mano para coger uno, saltamos a una habitación de la planta alta, donde está abriendo y cerrando cajones de la cómoda, colocando sus cosas. Un cajón se cierra de golpe, y un instante después Martin está sentado en la cama, probando la resistencia del colchón. Es un montaje fragmentado, organizado con eficacia, que combina primeros planos y planos medios en una sucesión de ángulos levemente anómalos, ritmos cambiantes y pequeñas sorpresas visuales. Normalmente cabría esperar música de fondo en una secuencia de ese tipo, pero Hector prescinde de los instrumentos en favor de los ruidos naturales: el chirrido de los muelles de la cama, los pasos de Martin por el suelo de baldosas, el crujido de la bolsa de papel. La cámara se detiene en las manillas de un reloj, y mientras escuchamos las últimas palabras del monólogo introductorio (
Lo único que quería era estar sin hacer nada, vivir como vive una piedra
), la imagen empieza a hacerse borrosa. Sigue un silencio.
Durante unos momentos, es como si todo se hubiese interrumpido —la voz, los ruidos, las imágenes—, y luego, de forma muy brusca, la escena nos lleva al exterior.
Martin está paseando por el jardín. A un plano largo sucede un primer plano; el rostro de Martin y, seguidamente, un detenido examen del ambiente que le rodea: árboles y maleza, cielo, un cuervo que se posa en la rama de un chopo. Cuando la cámara vuelve a él, Martin está en cuclillas, observando un cortejo de hormigas. Oímos que el viento sopla con fuerza entre los árboles: un silbido prolongado, que recuerda el fragor del oleaje. Martin alza la cabeza, protegiéndose los ojos del sol, y de nuevo la cámara nos lleva a otra parte del paisaje: una peña por la que repta un lagarto. La cámara se eleva unos centímetros y, obteniendo un efecto panorámico, en la parte superior del cuadro vemos una nube que pasa sobre la peña.
¿Y yo qué sabía?, dice Martin. Unas horas de silencio, unas bocanadas de aire del desierto, y de buenas a primeras me empieza a rondar por la cabeza una idea para un relato.
Así es como pasa siempre con los cuentos. En un momento dado no hay nada. Y al instante siguiente ya lo tienes ahí, trepando en tu interior.
La cámara pasa de un primer plano de la cara de Martin a un plano general de los árboles. El viento sopla de nuevo, y mientras hojas y ramas empiezan a temblar ante su asalto, el sonido asciende, se amplifica en una oleada de percusiones, vibra como una respiración, flota en el aire como un clamor de suspiros. La toma dura tres o cuatro segundos más de lo que esperábamos. Tiene un efecto extrañamente etéreo, pero justo cuando estamos a punto de preguntamos lo que puede significar ese curioso énfasis, vuelven a transportarnos al interior de la casa. Es una transición súbita, violenta. Martin está sentado frente a una mesa en una de las habitaciones de arriba, escribiendo frenéticamente a máquina. Oímos el repiqueteo de las teclas, le vemos trabajar en su relato desde diversos ángulos y distancias.
No iba a ser largo, dice la voz. Veinticinco o treinta páginas, cuarenta todo lo más. No sabía cuánto tiempo me llevaría escribirlo, pero decidí quedarme en aquella casa hasta haberlo terminado. Escribiría el relato, y no me marcharía hasta acabarlo.
La imagen se funde en negro. Cuando se reanuda la acción es por la mañana. Un primerísimo plano del rostro de Martin nos los muestra dormido, con la cabeza apoyada en la almohada. El sol entra a raudales por las rendijas de las persianas, y mientras observamos cómo abre los ojos y se despierta a duras penas, la cámara retrocede para revelarnos algo que no puede ser cierto, que desafía las leyes del sentido común. Martin no ha pasado la noche solo. Hay una mujer en la cama con él, y mientras la cámara sigue retrocediendo por la habitación, la vemos durmiendo bajo las sábanas, tendida de costado y vuelta hacia Martin: el brazo izquierdo indolentemente apoyado en el torso de él, los largos cabellos negros esparcidos sobre la otra almohada. Saliendo poco a poco de su sopor, Martin observa el brazo desnudo que le cruza el pecho, se da cuenta de que el brazo está unido a un cuerpo, y se incorpora bruscamente en la cama con la expresión de quien acaba de recibir una descarga eléctrica.
Zarandeada por esos movimientos súbitos, la joven emite un gruñido, hunde la cabeza en la almohada y luego abre los ojos, Al principio, no parece darse cuenta de la presencia de Martin. Casi dormida aún, esforzándose todavía por recuperar la conciencia, se pone boca arriba y bosteza. Al estirar los brazos, su mano derecha roza el cuerpo de Martin. Nada ocurre durante unos segundos, pero luego, muy despacio, se incorpora, mira el rostro confuso y horrorizado de Martin, y grita. Un instante después, retira las sábanas de golpe y salta de la cama, precipitándose por la habitación en un frenesí de miedo y vergüenza. No lleva nada encima. Ni un paño, ni una tirita, ni el menor rastro de sombra que obstaculice la visión, Sensacional en su desnudez, con los pechos y el vientre a plena vista de la cámara, se lanza hacia el objetivo, coge su bata del respaldo de una silla y hunde apresuradamente los brazos en las mangas.
Se tarda un buen rato en aclarar el malentendido.
Martin, no menos inquieto y desconcertado que su misteriosa compañera de cama, se levanta despacio y se pone los pantalones, preguntándole luego quién es y qué está haciendo allí. La pregunta parece ofenderla. No, replica, quién es él y qué está él haciendo allí. Martin adopta una expresión de incredulidad. Pero ¿qué dice?, protesta. Me llamo
Martin Frost
—aunque eso no es asunto suyo—, y si no me dice ahora mismo quién es usted, llamaré a la policía. Inexplicablemente, esa declaración la deja pasmada.
¿Es usted
Martin Frost
?, le pregunta. ¿El auténtico
Martin Frost
? Eso acabo de decir, responde Martin, cuyo humor empeora a cada momento, ¿es que tengo que repetirlo?
Bueno, es que yo lo conozco a usted, contesta la joven.
No es que lo conozca realmente, pero sé quién es. Es amigo de Hector y Frieda.
¿Qué relación tiene usted con Hector y Frieda?, quiere saber Martin, y cuando ella le informa de que es sobrina de Frieda, él pregunta por tercera vez cómo se llama.
Claire, contesta finalmente ella. ¿Claire qué más? Ella vacila un momento y luego dice: Claire... Martin. Martin suelta un bufido de indignación. ¿Qué es esto?, inquiere, ¿qué clase de broma es ésta? Yo no tengo la culpa, protesta Claire. Me llamo así.
¿Y qué está haciendo usted aquí, Claire Martin.?
Me ha invitado Frieda.
Cuando Martin reacciona con aire de incredulidad, ella coge su bolso de una silla. Tras hurgar varios segundos en su interior, saca una llave y se la enseña a Martin. ¿Ve usted?, le dice. Me la envió Frieda. Es la llave de la puerta de entrada.
Con creciente irritación, Martin hunde la mano en el bolsillo y saca una llave idéntica que muestra airadamente a Claire, poniéndosela delante de las narices. Entonces, ¿por qué Hector me ha mandado a mí ésta?, pregunta, Porque..., contesta Claire, retrocediendo y apartándose de él, porque... es Hector. Y Frieda me envió ésta a mí porque es Frieda. Siempre están haciendo cosas así.
Hay una lógica irrefutable en las palabras de Claire.
Martin conoce a sus amigos lo suficiente para comprender que son perfectamente capaces de un enredo semejante. Invitar a su casa a dos personas al mismo tiempo es algo que puede esperarse de los Spelling.
Con expresión derrotada, Martin empieza a deambular por la habitación. No me gusta esto, declara. He venido para estar solo. Tengo que trabajar, y con usted rondando por aquí no..., bueno, eso no es estar solo, ¿verdad?
No se preocupe, lo anima Claire. No le molestaré. Yo también he venido para trabajar.
Resulta que Claire es estudiante. Está preparando un examen de filosofía, anuncia, y tiene que leer muchos libros; en un par de semanas debe empollarse el programa de todo un semestre. Martin se muestra escéptico. ¿Qué tienen que ver las chicas guapas con la filosofía?, parece preguntarse, y entonces la somete a un interrogatorio sobre sus estudios, preguntándole a qué universidad va, el nombre del profesor que le da esa asignatura, el título de los libros que ha de leer, y así sucesivamente. Claire hace como que no se da cuenta del carácter insultante de esas preguntas. Va a Berkeley, California, le contesta. Su profesor se llama Norbert Steinhaus, y la asignatura es «De Descartes a Kant: fundamentos de la indagación filosófica moderna».
Le prometo que no haré nada de ruido, añade Claire.
Pondré mis cosas en otra habitación y ni siquiera se dará cuenta de que estoy aquí.
Martin se ha quedado sin argumentos. Muy bien, dice a regañadientes, dándose por vencido. Yo no la molestaré a usted y usted no me molestará a mí. ¿De acuerdo?
De acuerdo. Cierran el trato con un apretón de manos, y mientras Martin sale pisando fuerte de la habitación, la cámara gira en redondo, acercándose despacio al rostro de Claire. Es una toma sencilla pero emocionante, la primera ocasión de ver a la chica con detenimiento, y gracias a la paciencia y fluidez, con que está realizada, nos damos cuenta de que la cámara no pretende tanto revelarnos a Claire como entrar en ella y leer sus pensamientos, acariciarla. La muchacha sigue a Martin con los ojos, observándolo mientras sale del dormitorio, y un momento después de que la cámara se quede fija frente a ella oímos el ruido metálico del pestillo de la puerta. Adiós, Martin, dice ella. Habla en voz baja, casi en un murmullo.
Durante el resto del día, Martin y Claire trabajan cada uno en un sitio. Martin, sentado frente al escritorio del estudio, escribe a máquina, mira por la ventana y vuelve al teclado, releyendo con un murmullo lo que acaba de escribir. Claire, que tiene aspecto de estudiante con vaqueros y camiseta, está tumbada en la cama leyendo los Principios del conocimiento humano de George Berkeley.
En un momento dado observamos que el nombre del filósofo está escrito en letras mayúsculas en la parte delantera de la camiseta: BERKELEY, que también es el nombre de su universidad. ¿Tiene eso algún significado, o sólo se trata de un juego de palabras visual? Mientras la cámara pasa de una habitación a otra, escuchamos a Claire, que lee en voz alta:
Y no parece menos evidente que las diversas sensaciones o ideas grabadas en los sentidos, por mezcladas o combinadas que estén, no pueden existir si no es en el espíritu que las percibe. Y luego: En segundo lugar, se objetará que hay una gran diferencia entre el fuego real y la idea del fuego, entre soñar o imaginar una quemadura y quemarse verdaderamente.