A última hora de la tarde, se oye llamar a la puerta.
Claire sigue leyendo, pero cuando una segunda llamada, más fuerte, sucede a la primera, deja el libro y dice a Martin que entre. La puerta se abre unos centímetros, y Martin asoma la cabeza. Lo siento, dice. Esta mañana no he sido muy amable con usted. No debí haberme comportado así. Se disculpa con torpeza y vacilación, de manera tan brusca y forzada que Claire no puede dejar de sonreír con satisfacción, quizá también con un asomo de lástima. Le queda un capítulo por leer, dice. ¿Por qué no se encuentran en el salón dentro de media hora para tomar una copa? Buena idea, aprueba Martin. Ya que se ven obligados a convivir, mejor será que se comporten como personas civilizadas.
La acción se reanuda en el salón. Martin y Claire han abierto una botella de vino, pero él sigue pareciendo nervioso, no muy seguro de lo que hacer con aquella extraña y atractiva estudiante de filosofía. En un torpe intento de decir algo gracioso, señala la camiseta de Claire y dice:
¿Pone Berkeley porque estás leyendo a Berkeley? ¿Te pondrás una que ponga Hume cuando empieces a leer a Hume?
Claire ríe. No, no, contesta. Las dos palabras se pronuncian de manera diferente. Berk–ley y Bark–ley. La primera es la universidad, la segunda es la persona. Ya lo sabes. Todo el mundo lo sabe.
Se escriben igual, objeta Martin. Por tanto, es la misma palabra.
Se escriben igual, confirma Claire, pero son dos palabras distintas.
Claire está a punto de seguir, pero se detiene, comprendiendo de pronto que Martin le está tomando el pelo. Esboza una amplia sonrisa. Alargando la copa hacia Martin, le dice que se la llene. Tú has escrito un relato de dos personajes que tienen el mismo nombre, dice ella, y yo vengo aquí a darte una lección sobre los principios del nominalismo. Debe de ser el vino. Ya no tengo las ideas claras.
Así que has leído ese relato, dice Martin. Debes de ser una de las seis personas que lo conocen.
He leído toda tu obra, contesta Claire. Tanto las novelas como la recopilación de cuentos.
Pero yo sólo he publicado una novela.
Acabas de terminar la segunda, ¿no? Diste una copia del manuscrito a Hector y Frieda. Frieda me la prestó, y la leí la semana pasada. Viajes en el scriptorium. Para mí, es lo mejor que has hecho.
Ahora, todas las reservas que Martin hubiera tenido hacia ella casi se han derrumbado. Claire no sólo es una persona ingeniosa e inteligente, a quien resulta agradable mirar, sino que conoce y entiende su obra. Se sirve otra copa de vino. Claire diserta sobre la estructura de su última novela, y mientras escucha sus incisivos pero halagadores comentarios, Martin se retrepa en la butaca y sonríe. Es la primera vez desde que empezó la película que el reflexivo y circunspecto
Martin Frost
baja la guardia. En otras palabras, dice, la señorita Martin lo aprueba. Ah, sí, dice Claire, sin la menor duda. La señorita Martin aprueba a Martin. Ese juego de nombres los lleva otra vez al acertijo de Berk–ley/Bark–ley, y Martin vuelve a pedir a Claire que le explique la palabra que lleva estampada en la camiseta, ¿Cuál de las dos es? ¿La persona o la universidad? Las dos, contesta Claire, Es la que tú quieras que sea.
En ese momento, un leve destello de malicia brilla en sus ojos. Algo se le ha ocurrido: una idea, un impulso, una inspiración súbita. O bien, añade, dejando la copa en la mesa y levantándose del sillón, no es ninguna de las dos.
A modo de demostración, se quita la camiseta y la tira tranquilamente al suelo. Debajo sólo lleva un sostén negro de encaje; en absoluto la prenda que se esperaría encontrar en tan puntillosa estudiante de las ideas. Pero eso también es una idea, desde luego, y ahora que la ha puesto en práctica con ese gesto tan decisivo y audaz, Martin sólo puede quedarse boquiabierto. Ni en sus sueños más descabellados podría imaginar que las cosas fueran tan deprisa.
Bueno, dice al fin, es una forma de eliminar la confusión.
Simple lógica, contesta Claire. Una prueba filosófica.
Y sin embargo, prosigue Martin, al cabo de otra larga pausa, eliminando una confusión sólo creas otra.
Ay, Martin, objeta Claire. No te confundas. Intento ser lo más clara posible.
Entre el encanto y la agresión, entre lanzarse en brazos de alguien y dejar que la naturaleza siga su curso, hay una clara separación. En esta escena, que acaba con las palabras recién pronunciadas (Intento ser lo más clara posible), Claire logra unir los dos lados de esa frontera. Seduce a Martin, pero lo hace de manera tan inteligente y desenfadada que no se nos ocurre pensar en sus motivos. Lo quiere porque lo quiere. Así es la tautología del deseo, y en lugar de ponerse a discutir los infinitos matices de esa idea, pasa directamente a la acción. Quitarse la camiseta no es una proclamación vulgar de sus intenciones. Es un momento de ingenio sublime, y a partir de ese instante Martin sabe que ha encontrado la horma de su zapato.
Acaban en la cama. Es la misma en que se han encontrado por la mañana, pero esta vez no tienen prisa por separarse, por rehuir todo contacto y vestirse precipitadamente. Entran como una tromba en la habitación, andando y abrazándose al mismo tiempo, y cuando se derrumban en la cama en una compleja maraña de brazos, piernas y bocas, no nos cabe duda de adonde va a conducirlos la respiración agitada y todo aquel manoseo. En 1946, las convenciones cinematográficas habrían exigido que la escena acabara allí. Una vez que el chico y la chica se besan, el director tenía que cortar para pasar a un plano de gorriones remontando el vuelo, de las olas rompiendo contra la orilla, de un tren acelerando por un túnel —cualquiera de las imágenes admitidas para representar la pasión carnal, la culminación del deseo—, pero Nuevo México no era Hollywood, y Hector podía dejar la cámara filmando hasta que le diera la gana. Se quitan la ropa, surge la piel desnuda, y Martin y Claire empiezan a hacer el amor. Alma hizo bien en advertirme sobre los momentos eróticos de las películas de Hector, pero se equivocó al pensar que me chocarían. Encontré la escena bastante comedida, casi conmovedora en la trivialidad de sus intenciones. La iluminación es tenue, los cuerpos están moteados de sombras, y todo el asunto no dura más de noventa o cien segundos. Hector no pretende excitarnos ni estimularnos tanto como hacernos olvidar que estamos viendo una película, y cuando Martin empieza a pasar los labios por el cuerpo de Claire (por los pechos y la curva de su cadera derecha, por el vello púbico y la tierna cara interna del muslo), queremos creer que lo ha logrado. Una vez más, no suena ni una sola nota musical. Lo único que se oye es el ruido de la respiración, el roce de sábanas y mantas, los muelles de la cama, el viento que sopla entre las ramas de los árboles en la invisible oscuridad de fuera.
A la mañana siguiente, Martin empieza a hablarnos de nuevo. Sobre un montaje que describe el paso de cinco o seis días, nos cuenta los progresos de su relato y su creciente amor por Claire. Lo vemos solo frente a la máquina de escribir, vemos a Claire sola con sus libros, los vemos juntos en diferentes sitios de la casa. Hacen la cena en la cocina, se besan en el sofá del salón, pasean por el jardín. En un momento dado, vemos a Martin en cuclillas en el suelo junto al escritorio, mojando un pincel en una lata de pintura y trazando lentamente la palabra H–U–M–E en una camiseta blanca. Más tarde, Claire lleva puesta esa camiseta, sentada a lo indio en la cama y leyendo un libro del siguiente filósofo de su lista, David Hume. Esas pequeñas viñetas van entremezcladas con primeros planos de objetos seleccionados al azar, detalles abstractos sin relación aparente con lo que Martin está diciendo: un cacharro con agua hirviendo, una voluta de humo de tabaco, unos visillos blancos flotando frente al resquicio de la ventana entreabierta. Vapor, humo y aire:
un catálogo de cosas sin forma ni sustancia. Martin está describiendo un idilio, un momento de sostenida y perfecta felicidad, y sin embargo, mientras esa procesión de imágenes de ensueño sigue su marcha a través de la pantalla, la cámara nos dice que no confiemos en la superficie de las cosas, que dudemos del testimonio de nuestros propios ojos.
Una tarde, Martin y Claire comen en la cocina. Martin le está contando una historia (Y entonces le dije: Si no me crees, te lo enseñaré. Y me metí la mano en el bolsillo y... ), cuando suena el teléfono. Martin se levanta a cogerlo, y en cuanto sale de cuadro, la cámara gira en redondo y se acerca a Claire. Vemos que su expresión pasa de la camaradería gozosa a la preocupación, quizá incluso a la inquietud. Es Hector, que ha puesto una conferencia desde Cuernavaca, y aunque no oímos sus palabras, las observaciones de Martin son lo bastante claras para que comprendamos lo que dice. Parece que un frente frío se aproxima al desierto. La caldera no marcha bien, y si la temperatura baja tanto como es de esperar, habrá que echarle un vistazo. Si algo va mal, hay que llamar a Jim, Jim Fortunato o Fontanería y Calefacción Fortunato.
No es más que un asunto trivial y sin importancia, pero la inquietud de Claire va creciendo a medida que escucha la conversación. Cuando Martin habla finalmente de ella a Hector (
Precisamente estaba contando a Claire lo de aquella apuesta que hicimos la última vez que estuve aquí
), Claire se pone en pie y sale precipitadamente de la habitación. Martin se sorprende de la súbita marcha, pero esa sorpresa no es nada comparada con la que recibe un instante después. ¿Cómo que quién es Claire?, pregunta a Hector. Claire Martin, la sobrina de Frieda. No tenemos que escuchar a Hector para saber lo que dice. Una mirada a la cara de Martin y comprendemos que Hector acaba de decirle que nunca ha oído hablar de ella, que no tiene ni idea de quién es Claire.
Para entonces, Claire ya está fuera, alejándose de la casa a todo correr. En una serie de planos rápidos y precisos, vemos que Martin sale precipitadamente por la puerta y emprende su persecución. La llama a voces, pero Claire sigue corriendo, y pasan otros diez segundos antes de que le dé alcance. Alarga el brazo y, cogiéndola del codo, por detrás, la obliga a darse la vuelta y detenerse. Ambos están jadeantes. Con la respiración entrecortada, los pulmones agitados, ninguno está en condiciones de hablar.
Por último, dice Martin: ¿Qué ocurre, Claire? Dime, ¿qué es lo que pasa? Como Claire no le contesta, se inclina hacia delante y le grita en la cara: ¡Tienes que decírmelo!
Te oigo perfectamente, responde Claire, hablando con voz tranquila. No tienes por qué gritar, Martin.
Acaban de decirme que Frieda sólo tiene un hermano, dice Martin. Tiene dos hijos, y da la casualidad de que son dos chicos. Es decir, Claire, dos sobrinos y ninguna sobrina.
No se me ocurrió otra cosa, se justifica Claire. Tenía que encontrar la forma de ganarme tu confianza. Pensé que al cabo de un par de días te darías cuenta por ti mismo, y entonces ya daría igual.
Darme cuenta, ¿de qué?
Hasta entonces, Claire parecía apurada, relativamente contrita, menos avergonzada de su engaño que decepcionada por el hecho de que la hubieran descubierto. Pero cuando Martin confiesa su ignorancia, le cambia la expresión. Parece verdaderamente asombrada. ¿Es que no lo entiendes, Martin?, le dice. ¿Llevamos una semana juntos y me dices que sigues sin entenderlo?
Ni que decir tiene que Martin no lo entiende, y nosotros tampoco. La guapa e inteligente Claire se ha convertido en un enigma, y cuantas más cosas dice, menos llegamos a conocerla.
¿Quién eres?, pregunta Martin, ¿Qué coño estás haciendo aquí?
Ah, Martin, responde Claire, súbitamente al borde de las lágrimas. No importa quién sea.
Claro que importa. Y mucho.
No, cariño, no tiene importancia.
¿Cómo puedes decir eso?
No importa porque me quieres. Porque me deseas. Eso es lo que importa. Lo demás no es nada.
La imagen se desvanece sobre un primer plano de Claire, y antes de que entre la siguiente escena, percibimos el ruido de la máquina de escribir de Martin, que repiquetea a lo lejos. Se inicia un lento fundido y, mientras la pantalla se va iluminando poco a poco, el ruido de la máquina de escribir parece aproximarse, como si nos desplazáramos del exterior al interior de la casa, subiéramos las escaleras y nos acercáramos a la puerta de la habitación de Martin. Cuando la nueva imagen entra en foco, toda la pantalla se llena con un plano inmenso, muy de cerca, de los ojos de Martin. La cámara se mantiene unos momentos en esa posición, y luego, mientras prosigue la narración de la voz en off, empieza a retroceder, mostrando el rostro, los hombros, las manos de Martin sobre las teclas de la máquina de escribir y, finalmente, a Martin, sentado frente al escritorio. Sin detener su avance hacia atrás, la cámara sale de la habitación y se aleja por el pasillo.
Lamentablemente, dice Martin, Claire tenía razón. Yo la quería, y la deseaba. Pero ¿cómo se puede amar a una persona en quien no se confía?
La cámara se detiene frente a la puerta de Claire. Como obedeciendo una orden telepática, la puerta se abre de par en par..., y ya estamos dentro, acercándonos a Claire, que se maquilla cuidadosamente frente al espejo del tocador. Va enfundada en una combinación de satén negro, los cabellos flojamente sujetos en un moño, la nuca al descubierto,
Claire no se parecía a ninguna otra mujer, prosigue Martin. Era más fuerte que las demás, más alocada que ninguna, más inteligente que nadie. Llevaba toda la vida esperándola, y ahora que estábamos juntos, tenía miedo, ¿Qué me ocultaba? ¿Qué terrible secreto se negaba a revelarme? Por una parte sentía que debía marcharme de allí; sencillamente, hacer la maleta y largarme antes de que fuera demasiado tarde. Pero por otra, pensaba: me está poniendo a prueba. Si no la supero, la perderé.
Lápiz de ojos, rímel, maquillaje para los pómulos, polvos, carmín. Mientras Martin pronuncia confusamente su introspectivo monólogo, Claire sigue atareada frente al espejo, transformándose de una clase de mujer en otra.
Desaparece la impulsiva marimacho, y en su lugar emerge una seductora fascinante, refinada, toda una estrella de cine. Se levanta de la cómoda, se pone con dificultad un ajustado vestido negro de cóctel, se calza unos zapatos con tacones de ocho centímetros, y nos cuesta trabajo reconocerla. Está deslumbrante: serena, dueña de sí, la imagen misma del poderío femenino. Con una leve sonrisa en los labios, se examina por última vez en el espejo y luego sale de la habitación.