Herman Loesser. Unos lo pronunciarían Lesser (menor) y otros dirían Loser (perdedor). En cualquier caso, Hector pensó que había encontrado el nombre que merecía.
La gorra le quedaba bastante bien. Ni muy suelta ni demasiado ajustada, y cedía lo suficiente para que pudiera echarse la visera sobre la frente y disimular el sesgo característico de sus cejas, ensombreciendo la intensa claridad de su mirada. Tras la sustracción, por tanto, una adición.
Hector menos el bigote, y Hector más la gorra. Ambas operaciones le anulaban, y cuando aquella mañana salió de los servicios se parecía a un hombre cualquiera, nadie en particular, el vivo retrato de
Don Nadie
.
Vivió seis meses en Seattle, pasó un año en Portland y luego volvió al norte de Washington, donde permaneció hasta la primavera de 1931. Al principio, sólo le movía el terror. Hector creía que le iba la vida en aquella huida, y en la época inmediatamente posterior a su desaparición sus ambiciones no eran muy distintas de las de cualquier delincuente: si eludía su captura veinticuatro horas más, daba la jornada por bien empleada. Por la mañana y por la tarde leía lo que decían de él los periódicos, siguiendo la evolución del asunto para ver si estaban sobre su pista.
Lo que escribían le dejaba perplejo, le asombraban los escasos esfuerzos que habían hecho por conocerle. Hunt era un personaje de mínima importancia, y sin embargo todos los artículos empezaban y terminaban con él: manipulaciones bursátiles, inversiones ficticias, los negocios de Hollywood en todo su corrompido esplendor. Nunca mencionaban el nombre de Brigid, y mientras no volvió a Kansas nadie se había preocupado de hablar con Dolores.
Día tras día menguaba la tensión, y al cabo de cuatro semanas sin avances la prensa hablaba cada vez menos del asunto y su pánico empezó a calmarse. Nadie sospechaba de él. Podría haber vuelto a su casa si hubiera querido.
Con sólo coger un tren para Los Angeles, habría reanudado su vida exactamente donde la había dejado.
Pero Hector no fue a parte alguna. No había nada que le apeteciera más que estar en su casa de North Orange Drive, sentado con Blaustein en el porche, bebiendo té con hielo y dando los últimos toques a Punto y raya. Hacer cine era como vivir en un delirio. Era el trabajo más duro y exigente que se hubiera inventado jamás, y cuanto más difícil resultaba, más estimulante lo encontraba. Estaba aprendiendo cómo funcionaba todo, dominando poco a poco las sutilezas del oficio, y tenía la certeza de que con algo más de tiempo se le podría haber dado muy bien. Ésa había sido siempre su única ambición: ser uno de los buenos. Sólo eso había deseado, y eso era precisamente lo que ya no se permitiría hacer más. Uno no vuelve loca a una chica inocente, ni la deja embarazada, ni sepulta su cadáver a dos metros y medio bajo tierra para luego seguir su vida como si no hubiera pasado nada. Quien hiciera lo que él había hecho merecía un castigo. Si el mundo no se lo imponía, entonces tendría que hacerlo él mismo.
Alquiló una habitación en una pensión cerca del mercado de Pike Place, y cuando se le acabó finalmente el dinero de la cartera, encontró trabajo en una pescadería de la plaza. Levantándose a las cuatro de la mañana, descargaba camiones entre la niebla que precede al amanecer, levantaba cajas y barriles mientras la humedad de Puget Sound le agarrotaba los dedos y le calaba hasta los huesos. Luego, tras una breve pausa para fumar un cigarrillo, colocaba cangrejos y ostras sobre lechos de hielo picado, antes de que la luz del día diera paso a las ocupaciones repetitivas de la jornada: el ruido metálico de los caparazones al caer en el platillo de la balanza, las bolsas de papel marrón, las ostras que abría con su corta y mortífera cimitarra. Cuando no trabajaba, Herman Loesser leía libros de la biblioteca pública, llevaba un diario y no hablaba con nadie a menos que fuera absolutamente necesario. Su objetivo, explicó Alma, era padecer al máximo todos los rigores que se había impuesto, crearse la mayor incomodidad posible. Cuando el trabajo se le hizo demasiado fácil, se mudó a Portland, donde encontró trabajo de vigilante nocturno en una fábrica de barriles. Tras el clamor del mercado cubierto, el silencio de sus pensamientos. Sus decisiones no seguían pauta alguna, observó Alma. Su penitencia era una obra en continuo desarrollo, y los castigos que se imponía a sí mismo cambiaban en función de lo que en un momento dado considerase como sus mayores carencias. Ansiaba compañía, deseaba estar de nuevo con una mujer, quería cuerpos y voces a su alrededor, y por eso se amurallaba en aquella fábrica vacía, esforzándose por aprender los aspectos más sutiles de la abnegación.
La Bolsa se hundió mientras él estaba en Portland, y cuando la Compañía de Barriles Comstock fue a la quiebra a mediados de 1930, Hector se encontró sin trabajo.
Por entonces había leído de cabo a rabo varios centenares de libros, comenzando por las novelas clásicas del siglo XIX de las que siempre hablaba todo el mundo pero que él nunca se había molestado en leer (Dickens, Flaubert, Stendhal, Tolstoi), y luego, cuando creyó que había adquirido práctica, empezando otra vez desde cero con idea de instruirse de manera sistemática. Hector no sabía casi nada. A los dieciséis años dejó el colegio y nadie se había preocupado nunca de decirle que Sócrates y Sófocles no eran el mismo individuo, que George Eliot era una mujer o que La divina comedia era un poema sobre la otra vida y no una comedia de enredo en la que todos los personajes acaban casándose con la persona que les conviene. Siempre había vivido acuciado por las circunstancias, y nunca había tenido tiempo para preocuparse de esas cosas. Ahora, de pronto, disponía de todo el tiempo del mundo. Encarcelado en su Alcatraz particular, pasó sus años de cautividad adquiriendo un nuevo lenguaje para meditar en las condiciones de su supervivencia, para entender el continuo e implacable dolor de su espíritu.
Según Alma, el rigor de su formación intelectual lo fue transformando poco a poco en una persona diferente.
Aprendió a distanciarse de sí mismo, a considerarse en primer lugar como un hombre entre los hombres, luego como un conjunto aleatorio de partículas de materia, y finalmente como una simple mota de polvo; y cuanto más se alejaba de su punto de partida, afirmó ella, más cerca estaba de la grandeza. Le había enseñado sus diarios de la época, y cincuenta años después de aquellos acontecimientos, Alma pudo asistir directamente a la desesperación de su conciencia.
Nunca más perdido que ahora
, me recitó ella, evocando un pasaje de memoria,
nunca tan solo y tan inquieto; pero nunca tan vivo
. Escribió esas palabras menos de una hora después de marcharse de Portland. Luego, casi como una ocurrencia de último momento, volvió a ponerse a escribir, añadiendo un párrafo al final de la página:
Ahora sólo hablo con los muertos. Sólo en ellos confío, son los únicos que me comprenden. Como ellos, vivo sin futuro.
Corría el rumor de que había trabajo en Spokane. Al parecer las serrerías buscaban gente, y se decía que contrataban leñadores en algunos campamentos del Este y el Norte. A Hector no le interesaban esos trabajos, pero una tarde, poco después del cierre de la fábrica de barriles, oyó hablar a dos tipos sobre las oportunidades que se presentaban allá arriba y se le ocurrió una idea, y una vez que le empezó a dar vueltas a la cabeza, ya no pudo resistirlo.
Brigid se había criado en Spokane. Su madre había muerto, pero su padre aún vivía, sin contar con sus dos hermanas pequeñas. De todas las torturas que Hector era capaz de imaginar, de todos los dolores que podía infligirse a sí mismo, ninguno era peor que la idea de ir a la ciudad donde vivía esa familia. Si llegaba a ver al señor O'Fallon y a las dos chicas, sabría cómo eran, y entonces, cada vez que pensara en el daño que les había causado, sus rostros acudirían a su mente. Se merecía ese padecimiento, pensó. Tenía la obligación de integrarlos en la realidad, de hacer que en su memoria fueran tan reales como la propia Brigid.
Conocido aún por el color de pelo de su infancia, Patrick O'Fallon poseía y regentaba una tienda de artículos deportivos llamada El Pelirrojo desde hacía veinte años.
La mañana en que llegó, Hector encontró un hotel barato a dos manzanas al oeste de la estación de ferrocarril, pagó una noche por adelantado y luego salió a buscar la tienda.
Tardó cinco minutos en encontrarla. No había pensado en lo que iba a hacer cuando llegara allí, pero se le ocurrió que lo más prudente sería quedarse fuera y tratar de ver a O'Fallon a través del escaparate. No sabía si Brigid había hablado de él en alguna de las cartas que escribía a su casa. Si así era, la familia sabría que hablaba con un marcado acento español. Pero lo más grave sería que en 1929 habría prestado especial atención a su desaparición, y como ya habían pasado casi dos años de la propia desaparición de Brigid, podrían ser los únicos en todo el país en haber establecido una relación entre ambos casos. No tenía más que entrar en la tienda y abrir la boca. Si O'Fallon conocía la existencia de Hector Mann, lo más probable era que empezara a sospechar al cabo de tres o cuatro frases.
Pero a O'Fallon no se le veía en parte alguna. Con la nariz pegada al cristal, haciendo como que examinaba un juego de palos de golf expuesto en el escaparate, Hector veía con claridad el interior de la tienda, y en la medida en que podía estar seguro desde su ángulo de visión, dentro no había nadie. Ni clientes ni empleados detrás del mostrador. Todavía era temprano —poco más de las diez—, pero el letrero de la puerta decía ABIERTO, y en vez de quedarse en la calle llena de gente y correr el riesgo de llamar la atención, Hector abandonó su plan y decidió entrar. Si descubrían quién era, pensó, ya vería lo que pasaba.
La puerta se abrió con un tintineo y el entarimado crujió bajo sus pies cuando se acercó al mostrador del fondo. El local no era grande, pero los estantes estaban repletos de artículos, y parecía haber todo lo que un deportista pudiera desear: cañas de pescar y carretes, aletas de goma y gafas de agua, escopetas y rifles de caza, raquetas de tenis, guantes de béisbol, balones de fútbol y de baloncesto, hombreras y cascos, zapatos con clavos y botas con tacos, tees de todas clases, juegos de bolos, pesas y pelotas de gimnasia. Dos hileras de columnas regularmente espaciadas a todo lo largo de la tienda sustentaban el techo, y en cada una había una fotografía enmarcada de O'Fallon el Pelirrojo. Se las habían tomado de joven, y todas le mostraban entregado a alguna forma de actividad atlética.
Llevando un equipo de béisbol en una, de fútbol americano en otra, pero la mayoría de las veces corriendo en competiciones con el breve atuendo de un corredor de fondo. En una foto, el cámara lo había inmovilizado en plena zancada, con los pies en el aire, dos metros por delante de su competidor más próximo. En otra, estrechaba la mano a un individuo vestido con frac y sombrero de copa, recibiendo una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Saint Louis de 1904.
Cuando Hector se acercaba al mostrador, una mujer joven salió de la trastienda, secándose las manos con una toalla. Iba mirando al suelo, con la cabeza inclinada hacia un lado, pero aunque no llegaba a verle la cara, había algo en su forma de andar, en la caída de sus hombros, en la manera de pasarse los dedos por la toalla que le dio la impresión de estar viendo a Brigid. Por espacio de unos segundos, fue como si los últimos diecinueve meses no hubiesen existido. Brigid ya no estaba muerta. Había salido de la fosa, abriéndose paso con las uñas a través de la tierra que él había arrojado con la pala sobre su cuerpo, y allí estaba ahora, intacta y respirando de nuevo, sin el agujero donde había tenido el ojo, trabajando de ayudante en la tienda de su padre en Spokane, Washington.
La mujer siguió andando hacia el, deteniéndose sólo para dejar la toalla sobre una caja de cartón sin abrir, y lo asombroso de lo que ocurrió a continuación fue que incluso cuando ella levantó la cabeza y le miró a los ojos, la ilusión persistió. También tenía la cara de Brigid. Era la misma mandíbula y la misma boca, la misma frente y la misma barbilla. Cuando le sonrió un momento después, vio que también era la misma sonrisa. Sólo cuando estuvo a metro y medio de él empezó a notar alguna diferencia.
Tenía el rostro cubierto de pecas, lo que no podía decirse de Brigid, y los ojos de un verde más oscuro. También los tenía más separados, un poco más retirados del puente de la nariz, y esa minúscula alteración de los rasgos realzaba la armonía general de su rostro, haciéndola un poco más bonita de lo que había sido su hermana. Hector le devolvió la sonrisa, y cuando ella llegó al mostrador y le habló con la voz de Brigid, preguntándole si podía servirle en algo, él ya no tenía la sensación de que estaba a punto de caerse redondo al suelo.
Buscaba al señor O'Fallon, dijo él, y se preguntaba si sería posible hablar con él. No hacía esfuerzo alguno por disimular su acento, pronunciando la palabra señor con una exagerada vibración en la erre, y entonces se inclinó hacia ella, observando su rostro en busca de alguna reacción. Nada ocurrió, o mejor dicho, la conversación prosiguió como si nada hubiera pasado, y en ese momento Hector comprendió que Brigid había mantenido en secreto su relación con él. Se había criado en una familia católica, y debió de mostrarse reacia ante la idea de dejar que su padre y sus hermanas se enterasen de que estaba acostándose con un hombre prometido a otra mujer y de que ese hombre, cuyo pene estaba circunciso, no tenía intención de romper su compromiso para casarse con ella. De ser así, probablemente tampoco se habrían enterado de que estaba embarazada. Ni de que se había cortado las venas en la bañera; ni de que había pasado dos meses en un hospital soñando con formas mejores y más eficaces de suicidarse. Incluso era posible que hubiese dejado de escribirles antes de que Saint John apareciese en escena, cuando aún tenía plena confianza en que todo iba a salir como ella esperaba.
Para entonces los pensamientos de Hector iban a galope tendido, precipitándose en todas direcciones a la vez, y cuando la mujer de detrás del mostrador le dijo que su padre estaba fuera de la ciudad, que se había ido a hacer unas gestiones a California y no vendría hasta la semana siguiente, Hector supo sin ningún género de dudas de qué gestiones se trataba. O'Fallon el Pelirrojo había ido a Los Angeles a hablar con la policía sobre la desaparición de su hija. A instarles a que hicieran algún avance en una investigación que venía alargándose desde hacía ya demasiados meses, y a decirles que si no estaba satisfecho con sus respuestas, contrataría a un detective privado para que emprendiera la búsqueda desde el principio. A la mierda los gastos, probablemente dijo a su hija antes de marcharse de Spokane. Había que hacer algo antes de que fuese demasiado tarde.