Cuando Alma volvió a levantar al fin la cabeza, seguía teniendo las mejillas bañadas en lágrimas. Se le había corrido el maquillaje, dejándole un zigzag de líneas negras por el centro del antojo, y tenía un aspecto tan desastrado, estaba tan deshecha por la catástrofe que había desencadenado sobre sí misma, que casi sentí compasión de ella.
Ve a lavarte, le dije. Tienes un aspecto horroroso.
Me conmovió que no dijera nada. Era una mujer que creía en las palabras, que confiaba en su capacidad para salir de apuros mediante la palabra, pero cuando le di aquella orden, se levantó en silencio del sofá para hacer lo que acababa de decirle. Sólo el más tenue esbozo de sonrisa, un leve encogimiento de hombros. Cuando me dio la espalda para encaminarse al cuarto de baño, comprendí el alcance de su derrota, lo avergonzada que se sentía por lo que había hecho. Inexplicablemente, cuando la vi salir de la habitación algo se enterneció en mi interior. En cierto modo eso me hizo cambiar de actitud, y en aquel primer destello de simpatía y camaradería tomé de pronto una decisión, enteramente inesperada. En la medida en que tales cosas puedan determinarse, creo que aquella decisión constituyó el arranque de la historia que ahora estoy tratando de contar.
Mientras estaba en el baño, me dirigí a la cocina a buscar un sitio para ocultar el revólver. Tras abrir y cerrar los armarios de encima de la pila, y hurgar luego en diversos cajones y cajas de aluminio, me decidí a ponerlo en la nevera, dentro del congelador. Era mi primera experiencia con un arma, y no sabía si sería capaz de descargarla sin causar más problemas, por lo que la dejé en el congelador tal como estaba, con balas y todo, bien metida bajo una bolsa de trozos de pollo y un paquete de raviolis. Sólo quería quitarla de la vista. Después de cerrar la puerta, sin embargo, me di cuenta de que no me corría prisa librarme de ella. No es que tuviera planes para utilizar de nuevo el revólver, pero me gustaba la idea de tenerlo cerca, y hasta que encontrara un sitio mejor para guardarlo, se quedaría en el congelador. Cada vez que abriera la puerta, recordaría lo que me había pasado aquella noche. Sería mi panteón particular, un monumento a mi roce con la muerte.
Ya llevaba mucho tiempo en el baño. Había dejado de llover y, en vez de quedarme esperando a que saliera, decidí arreglar el desorden de la camioneta y sacar la compra.
Tardé algo menos de diez minutos. Cuando terminé de colocar las provisiones, Alma seguía en el cuarto de baño.
Me acerqué a escuchar a la puerta, empezando a sentir ciertas punzadas de inquietud, preguntándome si no se habría metido allí para cometer alguna estúpida imprudencia. Cuando salí de casa, el agua del lavabo estaba corriendo. Al pasar frente al baño, los grifos estaban abiertos a tope, y entre el ruido del agua alcancé a oír sus sollozos.
Ahora los grifos estaban cerrados y no se oía nada, lo que podía significar que su acceso de llanto había concluido y que se estaba cepillando el pelo y maquillándose tranquilamente. Y también que estuviera tendida en el suelo, fría y encogida, con veinte pastillas de Xanax en el estómago.
Llamé. Como no contestó, volví a llamar y pregunté si estaba bien. Ya salía, dijo, acabaría dentro de un momento, y entonces, tras una larga pausa, con una voz que parecía esforzarse por tomar aliento, me dijo que lo sentía, que lamentaba toda aquella espantosa escena. Preferiría morir antes que marcharse de mi casa sin que la hubiera perdonado, afirmó, me suplicaba que la perdonase, pero aun en el caso de que no pudiera hacerlo, se iba ya, se marchaba de todas formas y no volvería a molestarme más.
Me quedé esperando frente a la puerta. Cuando salió, tenía esos ojos borrosos e hinchados que siguen a un prolongado ataque de llanto, pero sus cabellos estaban de nuevo peinados, y los polvos y el carmín lograban disimular el enrojecimiento del rostro. Tenía intención de pasar por mi lado sin detenerse, pero extendí el brazo y la detuve.
Son más de las dos de la mañana, le dije. Los dos estamos agotados y necesitamos dormir un poco. Puedes acostarte en mi cama. Yo dormiré abajo, en el sofá.
Se sentía tan avergonzada, que no tuvo valor para alzar la cabeza y mirarme de frente. No lo entiendo, declaró, dirigiendo sus palabras al suelo, y como yo no dije nada inmediatamente, lo repitió: No lo entiendo.
Nadie va a ningún sitio esta noche, repuse. Yo, no; y tú, tampoco. Mañana ya hablaremos, pero ahora nos quedamos aquí.
¿Qué significa eso?
Significa que Nuevo México está lejos. Mejor será que salgamos mañana, cuando hayamos descansado. Sé que tienes prisa; pero unas horas más o menos nos va a dar lo mismo.
Creí que querías que me marchase.
Así es. Pero he cambiado de idea.
Entonces levantó un poco la cabeza, y pude advertir lo absolutamente confusa que se sentía. No tienes que ser amable conmigo, advirtió. No es eso lo que te pido.
No te apures. Estoy pensando en mí mismo, no en ti.
Mañana nos espera una dura jornada, y si no me meto en la cama ahora mismo, no podré tener los ojos abiertos. Y tengo que estar despierto para escuchar lo que vas a decirme, ¿no es verdad?
No estás diciendo que quieres venirte conmigo. No puedes decir eso. No es posible que me digas eso.
Me parece que mañana no tengo otra cosa que hacer.
¿Por qué no habría de ir?
No mientas. Si me mientes ahora creo que no podré resistirlo. Sería como arrancarme de cuajo el corazón.
Me llevó unos minutos convencerla de que realmente quería ir con ella. Mi cambio de actitud era demasiado radical para que lo comprendiera, y tuve que repetírselo varias veces antes de que consintiera en creerme. No le dije todo, desde luego. No me molesté en hablarle de vacíos microscópicos en el universo ni de los poderes redentores de la locura pasajera. Habría sido demasiado difícil, de manera que me limite a afirmarle que se trataba de una decisión personal y que no tenía nada que ver con ella.
Los dos nos habíamos comportado mal, añadí, y yo era tan responsable por lo que había sucedido como ella. Ni reproche, ni perdón, nada de llevar un recuento de quién hizo esto o lo otro. O palabras parecidas, argumentos que acabaran demostrándole que yo tenía mis propias razones para conocer a Hector y que no iba para complacer a nadie sino en mi propio interés.
Siguieron unas arduas negociaciones. Alma no podía aceptar el ofrecimiento de mi cama. Ya me había causado bastantes molestias, y además yo aún estaba bajo los efectos del accidente de carretera que había tenido antes. Necesitaba descansar, cosa que no conseguiría si me pasaba la noche dando vueltas y más vueltas en el sofá. Insistí en que estaría bien, pero ella no quería ni oír hablar de eso, y así estuvimos un rato, cada uno tratando de complacer al otro en una estúpida comedia de buenos modales menos de una hora después de arrancarle de la mano un revólver con el que estuve a punto de dispararme un balazo en la sien. Pero estaba demasiado agotado para oponer mucha resistencia, y al final dejé que se saliera con la suya. Fui a buscar sábanas y una almohada, las puse en el sofá, y luego le enseñé dónde podía apagar la luz. Eso fue todo.
Dijo que no le importaba hacerse la cama, y después de darme las gracias por séptima vez en los últimos tres minutos, subí a mi habitación.
No cabía duda de que estaba cansado, pero una vez que me metí bajo las sábanas, me resultó difícil conciliar el sueño. Tumbado de espaldas, me quedé mirando las sombras del techo, y cuando eso dejó de parecer interesante, me puse de lado y escuché los tenues ruidos que hacía Alma al moverse en el piso de abajo. Alma, la forma femenina de almus, que significa nutricio, feraz. Finalmente, la luz desapareció por debajo de mi puerta, y oí chirriar los muelles del sofá cuando ella se acomodó para pasar la noche. Después debí de quedarme dormido un rato, pues no recuerdo que pasara nada hasta que abrí los ojos a las tres y media. Vi la hora en el reloj eléctrico de la mesilla, y como estaba grogui, flotando en un estado de duermevela, sólo vagamente comprendí que había abierto los ojos porque Alma estaba metiéndose en la cama a mi lado y estaba apoyando la cabeza en mi hombro. Me siento sola ahí abajo, explicó, no puedo dormir. Eso me pareció muy natural. Yo sabía perfectamente lo que era no poder dormir, y antes de que estuviera lo bastante despierto para preguntarle lo que estaba haciendo en mi cama, la rodeé con los brazos y la besé en la boca.
Salimos al día siguiente poco antes de mediodía. Alma quería conducir, así que yo fui en el asiento del pasajero y me ocupé de las tareas de navegación, diciéndole por dónde torcer y qué autopistas coger mientras ella conducía su Dodge azul alquilado en dirección a Boston. Aún se veían vestigios de la tormenta —ramas caídas, hojas húmedas pegadas al techo de los coches, el mástil de una bandera tirado en el jardín de una casa—, pero el cielo volvía a estar claro y tuvimos sol durante todo el camino al aeropuerto.
Ninguno de nosotros dijo nada de lo que había pasado la noche anterior en mi habitación. Eso iba en el coche con nosotros como un secreto, como algo que pertenecía a un ámbito de cuartos estrechos y pensamientos nocturnos y no debía sacarse a la luz del día. Mencionándolo se corría el riesgo de destruirlo, y por tanto apenas fuimos más allá de una mirada furtiva de cuando en cuando, una sonrisa fugaz, una mano cautelosamente puesta en la rodilla del otro. ¿Cómo podía saber lo que pensaba Alma? Me alegraba de que se hubiera metido en mi cama, y me alegraba de aquellas horas que pasarnos juntos en la oscuridad. Pero se trataba de una sola noche, y no tenía la menor idea de lo que nos iba a pasar después.
La última vez que había ido al Aeropuerto Logan fue con Helen, Todd y Marco. La última mañana de su vida la pasaron en las mismas carreteras que Alma y yo recorríamos ahora. Curva a curva, habían hecho el mismo viaje; kilómetro a kilómetro, habían cubierto el mismo trayecto. La carretera hasta la interestatal 91, de la 91 a la autopista de Massachusetts, de allí a la 93, de la 93 al túnel. En cierto modo agradecía aquella grotesca reconstrucción. Daba la impresión de que era una especie de castigo astutamente ideado, como si los dioses hubieran decidido que no se me permitiría tener futuro hasta que hubiera vuelto al pasado. La justicia dictaba, por tanto, que pasara mi primera mañana con Alma del mismo modo que había pasado mi última mañana con Helen.
Debía subir a un coche para ir al aeropuerto, y tenía que superar en quince y treinta kilómetros por hora el límite de velocidad para no perder el avión.
Los niños se habían ido peleando en el asiento de atrás, me acuerdo bien, y en un momento dado Todd se había armado de valor para asestar a su hermano pequeño un puñetazo en el brazo. Helen se volvió en el asiento para recordarle que no estaba bien tomarla con un niño de cuatro años, y nuestro primogénito, enfurruñado, se quejó de que era Marco quien había empezado y que, por tanto, sólo había recibido lo que se merecía. Si te dan un puñetazo, arguyó, tienes derecho a devolver el golpe. A lo cual respondí, haciendo lo que sería la última declaración paterna de mi vida, que nadie tenía derecho de pegar a alguien que fuese más pequeño que él. Pero Marco siempre será más pequeño que yo, protestó Todd. Lo que significa que nunca podré pegarle. Bueno, repuse yo, impresionado por la lógica de su argumentación, a veces la vida no es justa. Era una verdadera imbecilidad y recuerdo que Helen soltó una carcajada cuando me oyó decir aquel espantoso tópico. Era su forma de decirme que de las cuatro personas que iban en el coche aquella mañana, Todd era el que tenía más cerebro. Yo estaba de acuerdo, por supuesto. Ellos eran más inteligentes que yo, y no me cabía la menor duda de que no les llegaba a la suela del zapato.
Alma conducía bien. Mientras observaba como zigzagueaba entre el carril de la izquierda y el del centro, adelantando a todo vehículo que se le ponía por delante, le dije que estaba muy guapa.
Es porque me ves el perfil bueno, repuso ella. Si estuvieras sentado aquí, probablemente no dirías eso.
¿Por eso es por lo que querías conducir?
El coche está alquilado a mi nombre. Soy la única que puede conducirlo.
Y la vanidad no tiene nada que ver con eso.
Esto llevará tiempo, David. No tiene sentido pasarse cuando no hay necesidad.
No me molesta, ¿sabes? Ya me estoy acostumbrando.
No puede ser. En todo caso, todavía no. No me has mirado lo suficiente para saber lo que sientes.
Dijiste que has estado casada. Según parece, eso no ha impedido que los hombres te encontraran atractiva.
Me gustan los hombres. Al cabo de un tiempo, llego a gustarles. Puede que no haya tenido tantas aventuras como algunas chicas, pero no me han faltado experiencias. Pasa el tiempo suficiente conmigo, y ni lo verás siquiera.
Pero me gusta verlo. Te hace diferente, no te pareces a nadie. Eres la única persona que he conocido en la vida que sólo se parece a sí misma.
Eso es lo que decía mi padre. Aseguraba que era un don especial de Dios, y que me hacía más bonita que todas las demás chicas.
¿Le creías?
A veces. Otras veces me sentía maldita. Al fin y al cabo, es algo feo, y convierte a una niña en víctima fácil.
No dejaba de pensar que algún día podría quitármelo, que algún médico me operaría y me dejaría con un aspecto normal. Siempre que soñaba conmigo por la noche, los dos lados de mi cara eran iguales. Lisos y suaves, perfectamente simétricos. Y fue así hasta los catorce años, más o menos.
Aprendías a vivir con ello.
Puede, no sé. Pero por entonces me ocurrió algo, y empecé a pensar de otra manera. Para mí fue una gran experiencia, un momento crucial en mi vida.
Un chico se enamoró de ti.
No, me regalaron un libro. Para las navidades de aquel año, mi madre me compró una antología de relatos de escritores norteamericanos. Cuentos clásicos americanos, un enorme volumen encuadernado en tela verde, y en la página cuarenta y seis había un relato de Nathaniel Hawthorne, El antojo. ¿Lo conoces?
Vagamente. Creo que no lo he leído desde el instituto.
Yo lo leí todos los días durante seis meses. Hawthorne lo escribió para mí. Era mi historia.
Un científico y su joven esposa. Ésa es la situación, ¿verdad? Intenta quitarle un antojo de la cara.
Un antojo escarlata. Del lado izquierdo de la cara.
No es extraño que te gustara.
Eso es decir poco. Me obsesionó. Ese relato me devoraba viva.