Cuando le dieron el alta del hospital, dejó el apartamento. Tenía ahorrado algo de dinero, pero no lo suficiente para seguir pagando el alquiler sin volver al trabajo; y eso era imposible, porque ya había renunciado a su empleo en la revista. Encontró una habitación barata por ahí, proseguía la carta, un cuarto con una cama de hierro, un crucifijo de madera en la pared y una colonia de ratones viviendo bajo el entarimado, pero no iba a decirle ni el nombre del hotel ni tampoco el de la ciudad donde se encontraba. Sería inútil que saliera a buscarla. Se había registrado con nombre falso, y trataría de pasar inadvertida hasta que su embarazo estuviera un poco más avanzado, cuando ya no fuera posible que él intentara convencerla para que abortase. Había tomado la decisión de que el niño viviese, y tanto si Hector estaba dispuesto a casarse con ella como si no, estaba resuelta a ser la madre de aquella criatura. Su carta concluía:
El destino nos ha reunido, querido mío, y adondequiera que yo vaya, tú siempre estarás conmigo.
Luego, más silencio. Pasaron otras dos semanas y Brigid cumplió su promesa de mantenerse oculta. Hector no mencionó a Saint John la carta de O'Fallon, pero sabía que sus posibilidades de casarse con ella ya eran mínimas.
No podía pensar en su futura vida en común sin pensar también en Brigid, sin atormentarse con imágenes de su ex amante embarazada, encerrada en un hotel de mala muerte en algún barrio ruinoso, hundiéndose lentamente en la locura mientras su hijo iba creciendo en su seno. No quería renunciar a Saint John. No quería renunciar al sueño de acostarse con ella todas las noches y sentir aquel cuerpo suave y eléctrico contra su piel desnuda, pero un hombre ha de ser responsable de sus actos, y si aquel niño debía nacer, no podía sustraerse a su obligación. Hunt se suicidó el once de enero, pero Hector ya no pensaba en Hunt, y cuando oyó la noticia al día siguiente, no sintió nada. El pasado carecía de importancia. Sólo el futuro contaba para él, y el futuro se llenaba súbitamente de interrogantes. Iba a tener que romper su compromiso con Dolores, pero era imposible hacerlo hasta que Brigid volviese a aparecer, y como no sabía dónde encontrarla, no podía hacer nada, no podía moverse del sitio donde el presente le había varado. A medida que pasaba el tiempo, empezó a sentirse como si le hubieran clavado los pies al suelo.
Al anochecer del catorce de enero, a las siete, terminó de trabajar con Blaustein. Saint John le esperaba a las ocho para cenar en su casa de Topanga Canyon. Hector tenía que haber llegado mucho antes, pero por el camino tuvo problemas con el coche y cuando finalmente cambió la rueda de su DeSoto azul, había perdido tres cuartos de hora. De no haber sido por el pinchazo, el acontecimiento que alteró el curso de su existencia nunca se habría producido, porque fue precisamente entonces, en el momento en que se agachaba en la oscuridad justo a la salida de La Cienega Boulevard para levantar con el gato la parte delantera del coche, cuando Brigid O'Fallon llamaba a la puerta de Dolores Saint John, y al terminar Hector su pequeña tarea y volver a sentarse frente al volante, Saint John disparó accidentalmente una bala del calibre treinta y dos en el ojo izquierdo de O'Fallon.
Eso es lo que dijo, en todo caso, y por la perpleja y horrorizada mirada con que lo recibió nada más pasar por la puerta, Hector no vio motivo alguno para dudar de su palabra. No sabía que la pistola estaba cargada, afirmó ella. Se la había dado su agente tres meses atrás, cuando se mudó a aquella casa aislada del valle. Debía servir para protegerla, y cuando Brigid empezó a decir toda clase de tonterías, despotricando sobre el niño de Hector, las muñecas cortadas, los barrotes en las ventanas del manicomio y la sangre de las heridas de Cristo, Dolores se asustó y le pidió que se marchara. Pero Brigid no se iba, y unos momentos después acusó a Dolores de haberle robado a su hombre, amenazándola con absurdos ultimátums y llamándole demonio, furcia asquerosa y puta barata. Sólo seis meses antes, Brigid había sido una amable periodista de
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, de encantadora sonrisa y agudo sentido del humor, pero ahora se había vuelto loca, era peligrosa, iba y venía dando tumbos por el salón, gritando a pleno pulmón, y Dolores ya no la soportaba un momento más. Entonces fue cuando se acordó del revólver. Estaba en el cajón central del escritorio de tapa corrediza, a menos de tres metros de donde ella se encontraba, de manera que dio unos pasos y abrió el cajón del medio. No había pretendido apretar el gatillo. Sólo pensaba que nada más ver el revólver Brigid se asustaría lo suficiente para marcharse.
Pero cuando lo sacó del cajón y levantó el brazo, se le disparó en la mano. No hizo mucho ruido. Sólo un pequeño «pum», dijo Dolores, y entonces Brigid dejó escapar un extraño gruñido y cayó al suelo.
Dolores no quiso pasar con él al salón (Es demasiado horrible, dijo, no puedo mirarla), de modo que fue él solo. Brigid yacía boca abajo en la alfombra, frente al sofá.
Su cuerpo no se había enfriado, y le seguía saliendo sangre de la nuca. Hector le dio la vuelta y cuando le miró la cara destrozada y vio el agujero en el sitio donde había tenido el ojo izquierdo, se le cortó la respiración. No podía mirarla y respirar al mismo tiempo. Para volver a tomar aliento, tuvo que apartar la vista, y, una vez hecho eso, le fue imposible mirarla otra vez. Ya no había nada en ella.
Todo había desaparecido. Y el niño también, muerto y bien muerto en sus entrañas. Finalmente, se puso en pie y fue al pasillo, donde encontró una manta en un armario.
Cuando volvió al salón, la miró por última vez, sintió que le faltaba de nuevo la respiración, abrió la manta y cubrió con ella el menudo y trágico cuerpo.
Su primer impulso fue llamar a la policía, pero Dolores tenía miedo. ¿Qué pensarían de su historia cuando le preguntaran por el revólver, dijo ella, cuando la obligaran a repasar por duodécima vez la inverosímil secuencia de acontecimientos y le hicieran explicar por qué una mujer de veinticuatro años, embarazada, yacía muerta en el salón? Aunque la creyeran, aun cuando estuvieran dispuestos a aceptar que el revólver se le había disparado accidentalmente, el escándalo sería su perdición. Acabaría con su carrera, y con la de Hector también, por añadidura, ¿y por qué había de sufrir por algo que no había sido culpa suya? Tenían que llamar a Reggie, dijo —refiriéndose a Reginald Dawes, su agente, el mismo cretino que le había dado el revólver—, y dejar que él se ocupase del asunto.
Reggie era listo, se sabía todos los trucos. Si se lo contaban, seguro que encontraría un medio de salvarles el pellejo.
Pero Hector sabía que él ya no tenía salvación. Si hablaban, los esperaba el escándalo y la humillación pública; si no decían nada, sería aún peor. Podrían inculparlos de asesinato, y una vez que el asunto fuese a juicio, ni una sola persona en el mundo creería que la muerte de Brigid había sido un accidente. Había que elegir entre dos males.
Era Hector quien decidía. Tenía que resolver por los dos, y no existía una opción buena y otra mala. Olvídate de Reggie, le dijo. Si Dawes se enteraba de lo que había hecho, ella le pertenecería. Se pasaría la vida arrastrándose a sus pies con las rodillas ensangrentadas. No podía haber nadie más. Era o coger el teléfono y llamar a la poli, o no hablar con nadie. Y si decidían esto último, entonces tendrían que ocuparse ellos mismos del cadáver.
Era consciente de que ardería en el infierno por decir aquello, y también de que nunca volvería a ver a Dolores, pero lo dijo de todos modos, y entonces se decidieron y lo hicieron. Ya no era cuestión de lo que estaba bien y mal.
Sino de evitar males mayores dadas las circunstancias, de no destruir otra vida para nada. Cogieron el Chrysler de Dolores y fueron a la montaña, a una hora al norte de Malibú, con el cuerpo de Brigid en el maletero. El cadáver seguía envuelto en la manta, que a su vez habían enrollado en una alfombra, y en el maletero llevaban también una pala. Hector la había encontrado en la cabaña del jardín, detrás de la casa de Dolores, y ésa fue la herramienta que utilizó para cavar la fosa. Al menos le debía eso, pensó. La había traicionado, después de todo, y lo extraordinario era que Dolores siguió teniendo confianza en él. Las historias de Brigid no habían surtido efecto en ella. Las había descartado, calificándolas de delirios, enloquecidas mentiras contadas por una mujer celosa y desquiciada, y aun cuando le hubiesen puesto la prueba justo debajo de su bonita nariz, se habría negado a aceptarlo. Quizá fuese vanidad, desde luego, una vanidad monstruosa que sólo veía del mundo lo que quería ver, pero también podía ser amor verdadero, un amor tan ciego que Hector apenas podía imaginar lo que estaba a punto de perder. Ni que decir tiene que jamás supo lo que era. Cuando volvieron de su escalofriante misión en la montaña, Hector regresó a su casa en su propio coche y no volvió a verla más.
Entonces fue cuando desapareció. Salvo por la ropa con que iba vestido y el dinero que llevaba en la cartera, lo dejó todo y a la mañana siguiente, a las diez, subió a un tren en dirección norte con destino a Seattle. Estaba completamente convencido de que lo atraparían. Una vez denunciada la desaparición de Brigid, no pasaría mucho tiempo sin que alguien estableciese una relación entre ambas ausencias. La policía querría interrogarle, y a partir de ese momento empezarían a buscarlo en serio. Pero Hector se equivocaba en eso, igual que se había equivocado en todo lo demás. El desaparecido era él, y de momento nadie sabía siquiera que Brigid se había ido de la ciudad. Ya no tenía trabajo ni dirección fija, y cuando no volvió a su habitación del Fitzwilliam Arms en el centro de Los Angeles durante el resto de aquella semana de principios de 1929, el recepcionista hizo que bajaran sus pertenencias al sótano y dio su habitación a otro inquilino. No había nada extraño en eso. La gente desaparecía a todas horas, y no se podía tener una habitación vacía cuando otra persona estaba dispuesta a pagar por ocuparla. Aunque el recepcionista se hubiese preocupado lo suficiente para ponerse en contacto con la policía, los agentes no habrían podido hacer nada de todos modos. Brigid se había registrado con un nombre falso, ¿y cómo podía buscarse alguien que no existía?
Dos meses después, su padre llamó por teléfono desde Spokane y habló con un inspector de Los Angeles llamado Reynolds, que siguió trabajando en el caso hasta que se jubiló en 1936. Veinticuatro años después, se exhumaron finalmente los restos de la hija del señor O'Fallon.
Una excavadora los desenterró en un solar donde iban a construir una nueva urbanización al pie de los montes Simi. Los enviaron al laboratorio forense de Los Angeles, pero los papeles de Reynolds se encontraban por entonces en el fondo de un cúmulo de expedientes archivados, y ya no fue posible identificar a la persona a quien habían pertenecido.
Alma sabía lo de los restos porque se había empeñado en descubrirlo. Hector le había dicho dónde estaba la fosa, y cuando visitó la urbanización a principios de los años ochenta, habló con las suficientes personas como para confirmar que la habían encontrado en aquel sitio.
Para entonces, Saint John también llevaba ya mucho tiempo muerta. Tras volver a casa de sus padres en Wichita después de la desaparición de Hector, hizo una declaración a la prensa y se dedicó a llevar una vida retirada. Año y medio después, se casó con un banquero de la localidad llamado George T. Brinkerhoff. Tuvieron dos hijos, Willa y George. En 1934, cuando el mayor de sus hijos aún no había cumplido tres años, Saint John perdió el control del coche una noche de noviembre, cuando volvía a casa bajo una lluvia torrencial. Se estrelló contra un poste de teléfono, y el impacto de la colisión la lanzó a través del parabrisas, que le seccionó la arteria carótida y el cuello. Según el informe policial de la autopsia, murió desangrada sin haber recobrado el conocimiento.
Dos años más tarde, Brinkerhoff volvió a casarse.
Cuando Alma le escribió en 1983 para pedirle una entrevista, su viuda contestó que había muerto de insuficiencia renal el otoño anterior. Los hijos vivían, sin embargo, y Alma habló con los dos; uno estaba en Dallas, Texas, y el otro en Orlando, Florida. Ni uno ni otro aportaron gran cosa. Eran muy jóvenes en la época, dijeron. Conocían a su madre por fotografías, y no guardaban recuerdo alguno de ella.
Cuando Hector llegó a la estación central el quince de enero por la mañana, su bigote ya había desaparecido. Se había disfrazado eliminando su rasgo más reconocible, trasformando su rostro en otro distinto mediante una simple sustracción. Los ojos y las cejas, la frente y el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás también habrían sugerido algo a una persona que conociera sus películas, pero no mucho después de comprar el billete, Hector también halló la solución a ese problema. Y al mismo tiempo, añadió Alma, también encontró un nuevo nombre.
No se podía subir al tren de las nueve y veintiuno para Seattle hasta al cabo de una hora. Hector decidió matar el tiempo en la cantina de la estación, tomando un café, pero en cuanto se sentó frente a la barra y empezó a respirar el olor a panceta y huevos friéndose en la plancha se sintió invadido por una oleada de náusea. Acabó en los servicios, encerrado a cuatro patas en uno de los cubículos, vomitando el contenido de su estómago en la taza del retrete. Sus entrañas lo arrojaban todo, en amargos fluidos verdosos y parduzcos coágulos de alimentos sin digerir, una trémula purga de vergüenza, miedo y repulsión, y cuando se le pasó el ataque se dejó caer al suelo y permaneció allí un buen rato, luchando por recobrar el aliento.
Tenía la cabeza apoyada contra la pared del fondo, y desde aquel ángulo se encontraba en posición de ver algo que de otro modo habría escapado a su observación. En el codo de la cañería curva que había justo detrás de la taza del retrete, se habían dejado una gorra. Hector la retiró de su escondite y descubrió que era una gorra de obrero, una sólida y resistente prenda de lana con una visera corta en la parte delantera: no muy diferente de la que él había llevado una vez, en su época de recién llegado a Estados Unidos. La volvió del revés para ver si había algo dentro, si no estaba demasiado sucia ni olía demasiado mal para ponérsela. Entonces fue cuando vio el nombre del dueño escrito con tinta en la parte de atrás, en la banda de cuero del interior: Herman Loesser. Le pareció un buen nombre, quizá incluso excelente, y en todo caso un nombre no peor que cualquier otro. ¿Acaso no era él Herr Mann? Si decidía llamarse Herman, podía cambiar de identidad sin renunciar enteramente a ser quien era. Eso era lo importante: liberarse de sí mismo para los demás, pero tampoco olvidarse de quién era. No porque quisiera recordarlo, sino precisamente porque no quería.