—Bueno, vale, ya está bien, ¿eh? Que no fui yo la que cortó, Griffin.
Al ver su expresión, supo que no esperaba que sacara el tema. Él se quedó un momento callado. Bebió un poco de vino y reorganizó sus utensilios.
—No, es verdad.
—Pues entonces, ¿por qué estás enfadado conmigo?
—No estoy enfadado.
Jac arqueó las cejas.
—Conmigo no habrías sido feliz —dijo él en voz baja.
—Eso lo decidiste tú, no yo.
—Lo sabía.
—Creías que lo sabías.
Jac bebió más vino.
—En todos estos años… la verdad es que no nos hemos olvidado, ¿verdad?
Griffin había hecho una pregunta, pero sonaba como una confesión.
Jac pensó si contestar o no, y cómo hacerlo. Sus sentimientos estaban tan dentro de ella, eran tan íntimos, que hablar sobre ellos casi parecía obsceno.
Griffin se inclinó. Jac percibió su olor: el del castigo.
—Esta colonia ya no la venden. Desde hace años. ¿Todavía te la pones?
—Como nunca he encontrado ninguna otra que me gustase, tu hermano se ofreció a analizar la fórmula y recrearla para mí. Cuando se me acaba, me proporciona más.
Incluso a Jac le sonó un poco histérica su propia risa. Mientras ella compraba recuerdos (frascos medio vacíos de la colonia, en mercados de viejo), Robbie seguía en contacto con Griffin y le mezclaba nuevos frascos de la misma fragancia.
—No sé qué tienes que decirme, pero dímelo.
Jac levantó las manos e intentó responder algo coherente. El aire pasó entre sus dedos. No lograba ordenar sus ideas ni encontrar ninguna lógica a lo que pensaba. Sacudió la cabeza.
Griffin dio un cuarto de vuelta a la mesa con su silla, y desplazó su copa de vino junto a la de ella. Después se acercó como si fuera a decirle un secreto.
De pronto sus bocas estaban unidas, y no era solo ya el olor de Griffin, ni el sabor del vino lo que experimentaba Jac, sino el recuerdo de algo que creía olvidado, algo sobre lo que significaba estar juntos ellos dos; cómo la cogía Griffin al besarla, con una mano en cada lado de la cara, y la presión de sus labios en los de ella… El estar juntos, el ser ellos dos, estaba entreverado en la propia urdimbre de la personalidad de Jac. Era un recuerdo tan profundo que al tirar del hilo, se dijo, y siguiéndolo, acabaría… ¿dónde? La sensación de las palmas de Griffin en sus mejillas, de su aliento dentro de ella, el roce de su pelo en la cara… También le resultaba familiar de otra manera: era lo que recordaba Marie-Geneviève en el momento de ahogarse, y lo que recordaba la princesa egipcia en la orilla del río, cuando su amado le decía que le iban a matar.
¿Matar? ¿Ahogarse?
Empujó a Griffin con tal fuerza que le hizo chocar con el respaldo. Al principio, la expresión de él fue de shock. Después se convirtió en curiosidad.
—Pareces asustada, Jac. Yo no tenía la intención de…
Jac sacudió la cabeza.
—No es por mí, es por Robbie.
—No, te acaba de pasar algo. Lo he visto en tu cara. ¿Qué era?
—¡Olvídate de mí! —Jac casi gritaba—. Ahora lo único importante es mi hermano.
Les trajeron la cena. Ninguno de los dos dijo nada mientras el camarero dejaba frente a Jac la pallarda de pollo y frente a Griffin un
croque monsieur
.
Comieron y bebieron durante unos minutos sin decirse gran cosa, hasta que Jac depositó los cubiertos en la mesa. Había comido muy poco de su plato.
—¿Ya no puedes más?
Ella sacudió la cabeza.
—Yo, cuando mi hija no come, la soborno.
—Pues ni soy tu hija ni tienes nada para sobornarme.
Pretendía ser una broma, pero le salió amarga. Apartó el plato.
—¿Qué, vienes conmigo a ver si encontramos a Robbie?
—Sí —respondió él sin vacilar.
Al salir del restaurante, ninguno de los dos reparó en la mujer de piel muy blanca que en un rincón de la terraza, sola y con auriculares, bebía vino blanco y comía pan con foie gras; pero después de que salieran, Valentine Lee dejó un puñado de euros en la mesa y salió tras ellos.
Los patios del Louvre estaban siempre llenos, como los Campos Elíseos. Era fácil perderse entre la multitud y evitar al policía de paisano que también vigilaba a Jac y Griffin.
Valentine avanzó en zigzag por la gran explanada, esquivando a la gente. Siempre con la presa en su campo visual, rodeó sin prisas a un grupo de adolescentes que fumaban, escribían sms y hablaban por sus móviles delante de la pirámide. Evitó dos veces salir en las fotos de los turistas.
No se había quitado los cascos. Una mujer escuchando su iPod era algo de lo más normal. Sin embargo, por los de Valentine no salía música. El micrófono direccional de su cinturón captaba tráfico y ruido ambiental. Ya no oía la conversación de Jac y Griffin, pero sí les había oído durante la cena.
¿Hacia dónde iban? ¿Dónde creía Jac que se ocultaba Robbie L’Etoile? En ningún momento había mencionado un lugar concreto.
Cruzó el puente a una distancia prudencial de la pareja a la que seguía. Cuando el semáforo del final del puente se puso en rojo, Valentine se detuvo, sacó una cámara e hizo fotos del Sena.
En París ya era de noche. Las luces de la ciudad brillaban trémulas en la superficie del río. Debajo del puente pasó un barco de turistas, desde cuya cubierta subieron acordes de Django Reinhardt.
Conocía aquella música, que la envolvió y la constriñó sin que pudiera resistirse, sujeta al embate de una oleada de emociones. Aquellas notas eran François. Era su ritmo, su cadencia; la música a la que se movía, que vivía, que respiraba, que tocaba. Reinhardt había sido el ídolo de François. La pena a la que Valentine no había querido hacer frente se estaba cerniendo sobre ella, con una fuerza para la que no estaba preparada. Una parte de su ser agradeció el dolor. No había sido correcto seguir como si nada al enterarse de la muerte de François. Era lo más parecido a un padre que había tenido. Debería haber hecho una pausa, y haberse sentado a llorar. Debería haber llevado luto por él, y dejarse vencer por el dolor de la pérdida. Ahora, en el puente, mientras flotaban río abajo los acordes musicales, ya no le fue posible fingir que estaba bien.
Ningún transeúnte dio muestras de fijarse en la mujer que lloraba mirando la Ciudad de la Luz. Las lágrimas resultaron ser el mejor disfraz posible. Era lo primero que aprendía en más de doce años sin François a su lado.
20.58 h
Jac salió a la terraza y buscó el interruptor.
—Un momento —la detuvo Griffin—. Vamos a ver si hay bastante luz natural.
—El laberinto no se ve desde ninguno de los edificios que lo rodean.
—¿El laberinto? ¿Es donde crees que está Robbie?
Jac asintió con la cabeza.
—Te lo voy a enseñar.
Griffin miró hacia arriba, estirando el cuello al máximo.
—¿Estás segura de que no puede vernos nadie? ¿Y desde allá arriba?
Señaló a lo alto.
—Eso forma parte de nuestro edificio. Estos árboles se plantaron para que el laberinto solo pudiéramos verlo nosotros. Si construyeran algún día un rascacielos aquí cerca ya sería otra cosa, pero de momento…
—De todos modos, es mejor que no enciendas las luces; aunque no nos puedan ver directamente, podría haber resplandor, y no nos conviene que sepan que estás aquí por la noche.
—Solo me paseo por mi propio jardín —alegó Jac—. ¿Qué tiene de sospechoso?
—Vamos a probar sin luz.
Si ella era tozuda, Griffin lo era aún más. Jac se sulfuró. ¿Cómo podían retomar tan fácilmente sus papeles, después de tanto tiempo? El bueno y la mala. El tranquilizador y la irritante. Había supuesto que el paso de los años suavizaría los surcos que se habían creado mutuamente en sus psiques, pero no: en menos de veinticuatro horas, volvían a estar como hacía una década.
Era una noche sin luna, de un negro opaco, pero Jac, que se sabía de memoria cada recoveco del laberinto de sendas, no cometió ni una sola equivocación. Podría haberlo hecho con los ojos vendados, a partir de los olores: en el centro había rosas y jazmines, y cuanto más intenso era su olor, más cerca se sabía ella.
Al llegar al corazón del laberinto, se puso de rodillas y apartó las piedras negras y blancas con las palmas de las manos, dejando a la vista el disco de metal que había descubierto por la tarde.
En la
parfumerie
no había linternas; al menos ella no había sabido encontrarlas. Griffin siempre llevaba una pequeña en su maletín, pero lo había dejado en el hotel. Lo mejor que consiguieron fueron velas aromatizadas del taller, cirios votivos gruesos y caros que llevaban impregnadas las fragancias más características de Casa L’Etoile.
Griffin se puso en cuclillas a su lado y prendió una cerilla. Tras encender la vela, la acercó a la tapa del conducto.
—Esto tiene un par de siglos.
Pasó los dedos por los números metálicos.
«1808»
—¿Cómo se me puede haber pasado por alto esta tarde? —dijo Jac, molesta consigo misma.
—Porque no lo buscabas. Buscabas a Robbie.
Lo que a Jac le había resultado imposible, lo lograron los dos juntos al primer intento. Levantaron la placa, y al apartarla se encontraron con un agujero de un metro de diámetro.
—¿Qué hay aquí abajo? —preguntó Griffin.
Jac, tratando de ignorar el pánico que iba creciendo en su interior, se arrodilló y miró por el borde. El olor que llegaba desde abajo contenía tierra y polvo; también madera un poco descompuesta y piedra enmohecida.
Griffin metió la vela por el agujero. La llamita solo iluminó el borde de metal y apenas un metro de mampostería; más allá, Jac solo vio una oscuridad infinita, que no permitía adivinar nada.
—¿Reconoces el perfume de la lealtad? —preguntó él.
—No, ahora ya no.
Derrotados antes de empezar.
Griffin levantó la vela. La velocidad del gesto bastó para apagar la llama. El jardín quedó tan negro como el interior del agujero.
—No te preocupes, le encontraremos.
Jac no veía la cara de Griffin; solo oía su voz, como un viento fresco que, llegado de lejos, la envolvía: la conocida voz que le daba escalofríos por su familiaridad, y que le hizo ceñirse el jersey en los hombros. Como si pudiera protegerse de él.
Griffin encendió otra cerilla. La mecha prendió con un chisporroteo. Esta vez bajó la vela lentamente, para que no se apagara la llama.
La luz solo iluminó un palmo más del túnel de piedra. Jac seguía sin ver el fondo. Se le había acelerado tanto el corazón, que oía sus latidos. Enroscándose en ella, el pánico, burlón, amenazaba con paralizarla.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Griffin—. Para ti debe de ser un infierno.
Jac asintió. Por un momento, el miedo dejó sitio a la sorpresa de que él se acordase.
Tenía miedo de los bordes; una fobia peculiar y, según los psicólogos a quienes se lo había comentado en Suiza, poco común. Su piso de Nueva York estaba en la planta veintiséis, pero no podía ponerse al borde de un andén sin sentir que se le aceleraba el pulso. ¿Y si tropezaba, o resbalaba? O, lo que era aun peor, ¿y si se quedaba paralizada en un borde, sin poder moverse?
Sabía cómo había empezado, aunque identificar su origen no la hacía ser menos vulnerable. Fue un día en que jugaba al escondite con Robbie, que tenía ocho años. Él salió al tejado por la ventana de la buhardilla, y ella, al verla abierta, salió tras él. Era un tejado grande, con muchas chimeneas y aleros, magníficos para esconderse. Mientras Jac lo recorría sigilosamente, de repente oyó voces, se acercó al borde y miró hacia abajo. Eran sus padres, que discutían en la calle. Sus peleas, virulentas y frecuentes, siempre la angustiaban; no soportaba ver tan infelices a ninguno de los dos.
Estaba siendo un altercado especialmente duro y ruidoso. Jac estaba tan absorta en los insultos y amenazas de sus padres, que no oyó acercarse a Robbie por detrás. Sobresaltada al oír su nombre, se giró demasiado deprisa y su pie izquierdo resbaló por el borde. Comenzó a caer. Robbie la cogió, la subió por las tejas sin soltarla y, pese a algunos arañazos, la salvó de una fractura segura, o de algo peor.
Respirar. El quid de todo. Respira, se dijo.
Si Robbie está aquí abajo, tienes que ayudarle.
Sabía cómo serenarse. Inhaló y se concentró en descifrar los olores del aire. Tierra. Madera podrida. Polvo de piedra y moho. Resina fresca y limpia de los setos de ciprés que formaban el laberinto. La dama de noche plantada en el jardín, con las primeras rosas. Y hierba. La suma de todos los olores creaba un
oud
limoso, oscuro; un perfume térreo, enigmático y desconcertante, que hacía pensar en bosques de follaje tan tupido que el sol tan solo penetraba en haces; tan tupido, que una niña podría vagar por ellos sin encontrar jamás la salida.
Lo que no contenía el olor era indicios de lo que buscaba Jac.
¿Su hermano estaba abajo o no? ¿Había dejado pistas para ella? De no ser así, ¿por qué estaba manchada de tierra la punta del obelisco? ¿Por qué estaban mal puestos los guijarros? ¿Serían simples travesuras de un gato?
—¿Robbie? —dijo en voz alta.
Aguzó el oído. Un eco de su propia voz se burló de su simplista tentativa.
Claro, como que va a estar aquí abajo esperándote, se dijo.
—¿Robbie? —probó de nuevo, sabiendo que era inútil.
Nada.
—Pero ¿qué hay aquí abajo?
Se lo susurró a la noche tanto como a Griffin. Su tono era de miedo. De repente se sintió avergonzada.
Griffin abrió los dedos y soltó la vela, que durante unos segundos siguió iluminando la mampostería, hasta que cayó dando tumbos como una estrella fugaz y se apagó por su propia velocidad.
Jac temblaba. Tiritaba como en plena ventisca sin ninguna protección. Sabía que sus síntomas físicos se debían a la fobia, pero no podía evitarlos. Se giró hacia Griffin, pero justo cuando le iba a decir algo, él la silenció con un gesto de la mano.
El ruido de la vela al chocar con el fondo fue débil y lejano.
—¿Por qué lo has hecho?
—Quería saber cuánto tiempo tardaría en caer, para calcular la profundidad en metros por segundo.
—¿Y cuánto ha tardado?
—Casi treinta segundos en llegar al fondo.
—¿Y eso cuánta profundidad es?
—Más de treinta metros.
Griffin encendió otra vela, se asomó lo máximo que pudo por el borde sin correr peligro y bajó la luz.