Griffin, mientras tanto, seguía explicando lo sucedido en el interior del laberinto subterráneo.
—¿La mujer y su cómplice están muertos? —preguntó Malachai.
—No, ni siquiera heridos —respondió Griffin—, con la excepción de un hombro dislocado.
—Estaban dispuestos a mataros —dijo Malachai solemnemente.
Jac se estremeció. Él se giró a mirarla.
—Qué alivio que estéis bien… —Después, como si se le acabara de ocurrir, preguntó—: ¿Y qué le ha pasado a la cerámica?
—Robbie no ha querido desprenderse de ella —dijo Jac—. Todavía la tiene.
Malachai se inclinó, le puso una mano en la muñeca y tomó el pulso, concentrado. Jac agradeció el contacto. No le molestaba en absoluto que hubiera alguien preocupado por ella y con ganas de cuidarla. Aún le parecía sentir los forcejeos de Ani bajo su cuerpo, todavía veía imágenes dispersas de su recorrido por los túneles: los huesos que se movían, la pared llena de nombres…
Malachai le soltó la mano.
—Aún estás estresada —dijo. Se levantó para ir a la cocina—. Te voy a traer un té caliente, con un chorrito de ese coñac tan bueno que tiene tu hermano.
—Mi padre —le corrigió Jac—. A Robbie le gusta el vino.
—Pues tu padre tiene muy buen gusto para el coñac.
Ella no contestó.
Griffin se puso muy serio al ver salir a Malachai.
—¿Qué pasa? —preguntó Jac.
Él sacudió la cabeza.
—No, nada.
—Hubiera preferido no haber dejado solo a Robbie. ¿Estás seguro de que no pueden salir del pozo?
—No se me ocurre ninguna manera; de todos modos, aunque pudieran, ya hace tiempo que se ha marchado Robbie, y estará escondido en alguna caverna. Está más seguro abajo que en cualquier otro sitio.
—Todo gracias a ti, a lo que has hecho. Nos has salvado la vida.
El torso de Jac seguía dolorido por la fuerza de Ani, que no habría vacilado en matarla. No tenía ninguna duda, por su mirada y su forma de hablar; también, curiosamente, por su olor: carecía de humanidad. Su olor era frío, el mismo que el del violador.
También les habría matado el cómplice de la monja. Al pensar en él, se acordó de otra cosa y, con una mueca, recogió la mochila y la dejó sobre el sofá. Después cogió la servilleta que le había puesto Malachai al lado de la taza y el plato, metió la mano en su bolso y sacó la pistola con la culata hacia fuera, cogiéndola con el mismo cuidado que si tuviera vida propia y pudiera lanzarse sobre ella.
—Aquí hay huellas dactilares que podrían ayudar a la policía a averiguar quién nos sigue.
—¿La policía? —dijo Malachai al entrar con el servicio de té y una botella de coñac—. ¿Vas a avisar a la policía?
—Aquí hay huellas dactilares, pistas sobre quién es esa gente.
Jac se levantó y se acercó a la cómoda bombé junto a la chimenea para abrir el primer cajón y guardar la pistola.
—Lástima que Robbie no me venda la cerámica; así se acabaría esta aventura tan peligrosa.
—¿Después de lo de esta noche? Yo estoy convencida de que es imposible hacerle cambiar de opinión. Cuanto más cerca está de entregársela al Dalai Lama, más difícil es —dijo Jac—. Tiene tanta fe en lo que hace… —Se dio cuenta de su tono de nostalgia—. Me parece que has venido de tan lejos por nada —le dijo a Malachai.
—He venido a ayudarte.
Estuvo a punto de llevarle la contraria, pero le sorprendió el tono de sinceridad de la respuesta.
—Hay algo que no entiendo —le dijo Griffin a Malachai—. ¿Verdad que tú ya tienes métodos para hacer entrar en regresión a los pacientes? Aunque los fragmentos llevaran impregnada la fragancia suficiente como para provocar vivencias de vidas anteriores, ¿por qué sería tan valioso otro sistema?
—Nosotros usamos la hipnosis, y es verdad que la mayoría de las veces funciona —contestó Malachai—, pero los instrumentos de memoria son algo más que una manera de provocar regresiones; forman parte de la historia misma de la reencarnación. Son leyenda pura. Si alguien entiende su atractivo tienes que ser tú, Griffin.
—Conocer el pasado, saber quién fuiste… Puede que le des demasiada importancia, ¿no crees? —preguntó Jac.
—¿Demasiada importancia? Vivimos a oscuras, sin saber por dónde ir, entre tropiezos y caídas. Los recuerdos del pasado alumbrarían la senda hacia el futuro…
Mientras oía la respuesta, Jac vio los pasillos laberínticos que habían recorrido durante toda la tarde, y percibió el olor de los rincones en penumbra, con el polvo seco de millones de huesos: el mundo de humedad y muerte, las salidas que no lo eran, los derrumbes, los bordes que daban a la oscuridad…
—Si alguien te dijera: «Este es quien fuiste, y este el error que cometiste», tendrías la posibilidad de no volver a cometerlo —prosiguió Malachai—; y al no volver a cometerlo, te verías libre de su peso en tu siguiente vida. ¿Tú no aceptarías esa posibilidad de paz, si alguien te la ofreciera?
Su voz era calmante. Jac recordó los tiempos en que se sentaba a hablar con ella en Blixer Rath, y lo mucho que la había ayudado. Ella no creía en la reencarnación; le era indiferente el karma de las vidas anteriores, pero sí deseaba la ayuda de Malachai; la quería desesperadamente. Ta vez si le contaba que volvía a sufrir los espantosos episodios de psicosis, él la salvara de nuevo y la orientara hacia la comprensión de lo que simbolizaban las alucinaciones; reconociendo lo que sucedía, sin embargo, Jac volvería a ser la muchacha de entonces, la distinta a todos, la que no encajaba; la niña que miraba desde fuera.
Malachai la estaba observando.
—Jac, ¿verdad que tú en algunos momentos has visto el pasado?
—De modo que tú crees que estamos totalmente condenados a repetir nuestro pasado, ¿no? —fue la pregunta con que Jac evitó una confesión.
—No; tenemos libre albedrío, y podemos decidir, pero si tuviéramos un mapa, nuestras decisiones serían más fundamentadas. Podríamos ayudarnos a ir por un lado y no por otro. Lo podríamos hacer mejor en cada vida.
Las imágenes que habían asaltado a Jac mientras estaba en el subsuelo con su hermano y Griffin regresaban de nuevo sin nada que las indujese. Sus alas de fantasma, al batir contra ella, le rascaban la piel. Cerró los ojos.
—Debes de estar agotada —dijo Malachai—. Para ti no es bueno. Es un desencadenante.
Jac lanzó una mirada a Griffin, al que no le había pasado por alto el comentario. Maldición.
—¿Te pasa algo, Jac?
—No —respondió ella, sin dejar hablar a Malachai.
—¿Qué ha querido decir Robbie al preguntarte si habías visto algo en el túnel? —quiso saber Griffin.
—¿Ver cosas? ¿En las catacumbas? ¿Qué ha pasado, Jac? —El tono de Malachai era acuciante. A falta de respuesta, se lo preguntó a Griffin—. ¿Qué ha ocurrido abajo?
—Cuando Robbie le ha dado la cerámica, Jac… ha tenido una reacción. Se le han puesto los ojos vidriosos, y durante treinta o cuarenta segundos no ha oído lo que le decían; tenía la mirada perdida, como si viera algo o a alguien inexistente.
—¡Para! —chilló Jac, levantándose, para estupefacción de los demás—. ¡A mí no me ha sucedido nada! No tengo nada que me diferencie de ti. —Miró a Griffin, y después a Malachai—. Ni de ti. Estoy perfectamente. Solo tenía miedo. Robbie ya está acostumbrado, porque ha explorado estas cuevas desde la adolescencia. —Volvió a mirar a Griffin—. Y tú te has dedicado casi toda tu vida adulta a arrastrarte por tumbas egipcias. —Su mirada se posó de nuevo en Malachai—. Para ti, los entresijos de mi cerebro son pistas de un misterio que siempre has intentado resolver, pero no pasa nada; a mí no me pasa nada, excepto algo tan horrible como que mi hermano está en peligro de muerte. Hace cinco días murió aquí una persona a quien nadie consigue identificar, y ahora acaban de atacarnos otras dos personas que trataban de robar una cerámica antigua sin valor que Robbie encontró en medio del desorden en el que ha convertido mi padre nuestras vidas.
Tanto Griffin como Malachai la miraban con preocupación y afecto. A Jac le dio mucha rabia su intensidad, y su escrutinio: era como la miraba su padre de pequeña, cuando ella veía y oía cosas que no existían; cuando estaba, por usar la misma palabra inglesa que su madre (la que usaba para describirse a ambas), «
ca-ra-zy
»: dos sílabas convertidas en tres, entre risas, como si fuera maravilloso ser distinta, y no el gran desastre de su vida.
—Necesito darme un baño. —Jac se acabó el té—. Esta noche tenemos que ir a la Sociedad Budista —dijo—. Robbie nos ha facilitado el nombre de un lama que es con quien ha estado estudiando y quien estaba organizando la reunión. Este lama la concertará. Después podremos seguir con nuestra vida normal.
Salió de la sala en dirección a la escalera, diciéndose que estaba bien y lo tenía todo controlado. Lo único que no entendía era no haber podido pronunciar la palabra «normal» sin que le fallara la voz.
Al subir, sintió un peso tan grande en las piernas que cada escalón se convirtió en un esfuerzo. Le dolía la espalda. Se aferró a la baranda, como una vieja.
En el cuarto de baño abrió los grifos y añadió una buena dosis de sales de baño aromatizadas. Echó más. Tenía que quitarse de la piel el hedor de las catacumbas y el perfume de la cerámica.
Cuando los cristales tocaron el agua, su fragancia se elevó lentamente y la envolvió como una caricia. No había mirado el frasco. Era Rouge. Su madre prefería Noir, pero a Jac le encantaba Rouge, la primera fragancia importante de Casa L’Etoile, creada por Giles L’Etoile (inspirándose, a decir de su abuela, en su viaje a Egipto de finales 1790): rosa y lavanda mezcladas con uno de los olores más místicos, el de la algalia.
Durante miles de años, aquel ingrediente se había obtenido de un pequeño mamífero parecido a los gatos llamado civeta, pero hacía poco tiempo, ante las protestas de los defensores de los animales, los fabricantes de perfumes se habían pasado a una versión sintética. La mayoría de la gente no notaba la diferencia. Jac sí, aunque no en las sales de baño.
De pronto tuvo una idea curiosa. En sus alucinaciones, Giles L’Etoile moría en Egipto, y Marie-Geneviève quedaba destrozada; por eso su padre intentaba concertar otra boda, y por eso ella se fugaba e ingresaba en un convento. Entonces, ¿cómo podía haber creado Giles aquel perfume al regresar de Egipto?
Se sentó al borde de la bañera y se quitó los zapatos y los calcetines. ¿Por qué daba credibilidad a sus fabulaciones? Estaba enferma. Volvía a sufrir la misma enfermedad que en otros tiempos, y no podía dar más veracidad a lo que imaginaba que a los catorce años. Se despojó de los pantalones, se pasó el jersey por la cabeza, se quitó la ropa interior y lo metió todo en una bolsa, que embutió en la mochila. Cerró la cremallera, la arrojó a un rincón del lavabo y olfateó el aire.
Lo seguía oliendo; bajo los olores del polvo y de la piedra, y del enebro de Ani, bajo el olor a moho y barro, seguía captando el antiguo perfume de los fragmentos de cerámica.
Desnuda, se puso un albornoz y cogió la mochila. Al abrir la puerta y salir al pasillo, se topó con Griffin.
—¿Qué haces? ¿Qué pasa? —preguntó él.
—Tengo que sacar de aquí toda esta mugre. Me la llevo a la cocina. No aguanto esta peste de los túneles. La tengo en la piel, en el pelo…
Griffin cogió la mochila de sus manos y bajó por la escalera.
—Tú báñate, ya me lo llevo yo.
Jac regresó al cuarto de baño, lleno de vaho por el calor del agua perfumada, y respiró profundamente al meterse en la bañera. Después volvió a respirar. Lo que olía era lo que había en aquel momento. Aspiró profundamente los aromas por sus orificios nasales: volutas de mirra suavizada con benzoína… Y rosas; la exuberancia de unos pétalos de una sensualidad inconmensurable.
Sin un día tan largo, y sin la mugre y el hedor, el agua habría estado demasiado caliente.
Jac cerró los ojos y se sumergió hasta quedar en un estado de duermevela, como el que puede provocar el agotamiento y una relajación brusca. Ni siquiera abrió los ojos al oír que la puerta del lavabo se abría y se cerraba, ni al sentir en la piel una mano que le enjabonaba el pelo y le hacía masajes, primero en el cuero cabelludo y después en el cuello y los hombros; un masaje que quitaba la tensión de sus músculos.
En su cuerpo, las manos de Griffin eran como seda; una seda húmeda que la llenaba de caricias, sustituyendo la fatiga por euforia. El único olor que percibía Jac era el de la enigmática rosa impregnada de incienso; y lo único que veía, el vapor. Era como si Griffin no existiera de verdad, sino que fuera bruma, recuerdo, olor y brujería.
No era un solo hombre quien le hacía el amor, sino varios; Griffin, sí, pero también los personajes de sus alucinaciones: el joven perfumista francés de quien había estado enamorada Marie-Geneviève, y Thoth, el vigoroso sacerdote egipcio que trabajaba en la fábrica de perfumes de Cleopatra.
Jac no podía saber a ciencia cierta de quién eran las manos que sentía, ni el aliento en su cuello. Ahora todo eran sensaciones y una mezcla embriagadora de extenuación, placer intenso y deseo insoportable. La necesidad desesperada de estar más tiempo con él. Una y otra vez les habían separado el destino o las circunstancias (qué más daba); y sin embargo, solo juntos estaban completos, como lo estaban en aquel hermoso momento.
Ahora se encontraban los dos en el agua, cogidos de las manos, con los dedos enlazados; y Jac ya no le soltaría nunca más. Ya nada podría separarles a la fuerza. Se estaba derritiendo en el calor de él, y en el del agua. Se fundirían para siempre. En la sangre de Jac se mezclaban las vidas de los dos. Así podían morirse: envueltos el uno en el otro, rodeados el uno por el otro…
De pronto, en medio de las oleadas de placer, vio a su amante, el sacerdote egipcio, con su amada, en una tumba, resistiendo abrazados al sopor. Vio que se habían drogado: un suicidio conjunto. Muriendo el uno en brazos del otro, compartían un beso final, todo ello sin temor, porque Thoth había prometido… le había prometido a ella… que en su siguiente vida volverían a conocerse. Y otra vez, y otra, y otra.
—Jac… —susurró Griffin.
Su nombre sonó como algo ajeno, algo que, sacándola del sueño, sembró escalofríos por su espalda, y chispas en sus entrañas.
—Jac…
Griffin volvió a decir su nombre, y no hubo entonces nada entre los dos, ni aire, ni agua; estaban unidos en un baile atemporal que sus cuerpos conocían, y al que sus almas se entregaban. Así eran ellos. Aunque desembocara en un desastre. O en la muerte. Valía la pena. Lo valía todo.