El libro de las fragancias perdidas (28 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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—En 1777, como los cementerios de la superficie estaban demasiado llenos y comenzaban a crear problemas de salud, se empezaron a exhumar los cadáveres —siguió explicando Jac—, justo cuando se fraguaba la Revolución y crecían las ansias del gobierno de ir acumulando tierras. Entonces ya estaba fundada Casa L’Etoile. Mi abuelo siempre nos decía en broma que nuestros antepasados no estaban arriba, en el cielo, sino abajo, en el sótano. «Una ciudad sobre un abismo», decía. Yo, de pequeña, cuando no conseguía lo que quería, empezaba a dar patadas en el suelo, y…

—¿Por qué será que no me sorprende?

Jac hizo oídos sordos al comentario.

—El abuelo Charles me avisaba de que tuviera cuidado. «Si pisas demasiado fuerte, harás un agujero en el suelo y te caerás. Entonces tendrás que hacerte amiga de los huesos.»

Todavía echaba de menos a su abuelo, fallecido cuando ella vivía en Estados Unidos. Salvo Robbie, ya no quedaba ningún miembro de la familia a quien quisiera.

—Yo no me lo creía —continuó—. Quería saber cómo sabía que habían enterrado allí a la gente. Cuando fui lo bastante mayor, me contó que él y su hermano habían formado parte de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, y que usaban los túneles y galerías del subsuelo de París para ayudar a escaparse a los soldados y aviadores aliados.

Se levantó para acercarse a las puertas de cristal que daban al patio. Aquellos arbustos los había plantado su abuelo, importando rosales raros de toda Francia e Inglaterra: cultivaba híbridos en busca de fragancias que no pudieran copiar las otras casas de perfume.

La llovizna que había empezado a caer era una niebla irisada. Abrió la puerta para aspirar los olores dulzones de la noche, y el aire, fresco y verde.


Grand-père
decía que tenía una entrada privada a los túneles, y que era una de las más secretas, por su ubicación y lo escondida que estaba. Robbie no paraba de pedirle que nos la enseñase.

—¿Y os la enseñó?

—No.

Griffin se levantó para llenar su copa. Jac nunca se habría imaginado verle allí, pero en cierto modo era donde le correspondía estar. ¿No era aquella sala un almacén de recuerdos? Las mesas y anaqueles contenían antigüedades y objetos que se remontaban a los L’Etoile del siglo
XVIII
:
châtelaines
de plata para perfumes acumuladas por una tatarabuela, un gran surtido de cajas de rapé de Limoges coleccionadas durante generaciones…

La abuela de Jac había tenido debilidad por los marcos de esmalte y piedras preciosas: cristales en volutas, volantes bordeados de piritas, oro calado con incrustaciones de perlas… Brillaban a docenas por la sala. En otros tiempos también había marcos Fabergé con antiguos retratos de familia, pero ya hacía mucho que se habían vendido.

En la repisa de la chimenea había un reloj de oro decorado con símbolos de la tierra, la luna, el sol y las estrellas del zodíaco, que no solo indicaba la hora y la fecha, sino también la puesta y salida del sol y de la luna.

Cuando Jac lo vio en un puesto recóndito del mercadillo, un sábado por la mañana, estaba roto, y a pesar de las protestas de su madre de que no se podría arreglar, su abuela lo compró.

Grand-mère
acarició la mano de Audrey de esa manera tan especial que tenía.

—Es muy bonito —dijo—. Ya encontraremos la manera.

A un lado del reloj estaba la colección de obeliscos de malaquita, cuarzo, lapislázuli y jade de Robbie, y al otro un frutero de Lalique lleno de cristales de mar verdes, azules y blancos, recogidos por Jac y su madre durante sus veranos en el sur de Francia. Todo el contenido de la sala estaba vinculado a algún recuerdo.

—¿Es posible que tu abuelo se llevara a Robbie por las catacumbas, y a ti no?

—Sí, claro; después de que me fuera (cuando estuve en América), mi abuelo vivió seis años más, y estuvo muy sano hasta el final.

—El laberinto del patio, ¿cuándo lo construyeron?

—¿La fecha exacta? No lo sé, pero esto son dibujos arquitectónicos de la casa y del patio. —Señaló una serie de seis grabados enmarcados—. Son de 1816, y en el penúltimo sale el laberinto.

—Es decir, ¿es posible que el agujero del centro del laberinto sea la entrada de los túneles subterráneos de que os hablaba tu abuelo? ¿Y que se lo enseñara a Robbie?

—Sí. ¿A ti no te lo parece? —Jac estaba emocionada con la idea. Si su hermano estaba allá abajo, aún era posible que se encontrara a salvo—. Si hay una ciudad de los muertos debajo de nuestra casa, es justo el tipo de misterio por el que se sentiría atraído Robbie.

Griffin estudió su copa.

—Yo, de joven —dijo—, quería ser de esos hombres que tienen amigos y parejas con secretos.

—¿Ah, sí?

Él asintió con la cabeza.

—Y he descubierto que todos tenemos secretos. La mayoría de los míos ya los sabes.

—Los sabía, pero…

Jac no terminó la frase.

—Tenemos que entrar en internet —dijo él al cabo de un minuto—. ¿Tienes un ordenador?

Jac fue a buscar su portátil, que estaba en la mesa del rincón.

—En la casa hay wifi. Lo puso Robbie. ¿Qué buscas? —preguntó al dárselo.

—Primero, mapas. Siempre hay mapas. Tenemos que averiguar qué hay aquí abajo, y cómo prepararnos. Cuanto más sepamos al entrar, más posibilidades de éxito tendremos.

Estuvieron una hora en el sofá, hablando poco y leyendo mucho. La mayoría de la información estaba en inglés, aparte de en francés, por lo que Jac no tuvo que traducir mucho.

La primera función de la ciudad subterránea había sido proveer a París de toda la piedra caliza que necesitaba para sus grandes mansiones, sus anchos bulevares y sus puentes. Después, los huecos y túneles pasaron a acoger los huesos de más de seis millones de muertos que se hacinaban en unos cementerios incapaces ya de contenerlos. Con el paso de los años, las catacumbas se usaron como búnqueres improvisados de la Resistencia durante la guerra, galerías de artistas de vanguardia, cárceles y vías de escapatoria. Oficialmente estaban todas cerradas, excepto un tramo inferior a dos kilómetros reconvertido en atracción turística, pero las leyes no impedían que determinados catáfilos siguieran haciendo incursiones bajo tierra por motivos de lo más dispares.

—Es ilegal explorar los túneles —dijo Jac, leyendo por encima uno de tantos artículos—. Estas historias de gente perdida y que no vuelve a salir no quiero ni leerlas. Hay trescientos kilómetros de pasadizos subterráneos, sin cartografiar, en la mayoría de los casos sin señalizar, y peligrosos.

—Yo me he arrastrado por pirámides. Sabré cómo cuidarnos.

—¿Y encontrarle? ¿Con tantos túneles?

—Si Robbie ha hallado la manera de llevarte hasta el túnel, hallará la de llevarte hasta él.

Según los griegos, a la séptima noche de nacer un niño aparecían las parcas, tres diosas de segunda fila cuya misión era establecer la trayectoria vital del bebé. Cloto tejía el hilo de vida que medía Láquesis, y que Átropos, una vez decidida la edad que tendría el niño, y las circunstancias de su muerte, cortaba.

Así y todo, aunque las decisiones corrieran a cargo de las diosas, el hombre era libre de influir en su destino, y de modificarlo. Jac estaba convencida de que en la mitología todo eran metáforas; ella no creía en el destino, pero al clavar en Griffin su mirada le intrigó la extraña coincidencia de que en esos momentos estuviera en París: un experto en el tipo de misión que hacía falta para salvar a su hermano.

Ya oía la voz de Robbie: «Las coincidencias no existen». Lo mismo le había dicho otra persona hacía poco tiempo. Hizo un esfuerzo de memoria, hasta que se acordó: Malachai Samuels.

Volvió a mirar el ordenador.

—Aquí pone que la mayoría de los túneles están a una profundidad de más de treinta metros. Es lo que has dicho tú al tirar la vela, ¿verdad? Que había caído unos treinta metros.

—Sí, por el ruido que ha hecho cuando ha tocado fondo está clarísimo.

—Eso son entre cinco y siete pisos de escaleras, en función de lo separados que estén los peldaños, ¿no?

Griffin asintió con la cabeza.

—Siete pisos es el doble que este edificio.

—Si te pone nerviosa la idea, no hace falta que vayas. Déjamelo a mí. He bajado a más profundidad. A mí no me afecta.

—Es Robbie. Podré.

—Hay trucos para no tener pánico. Uno es no hacer previsiones sobre lo que se tiene delante. A veces lo peor de todo es no ver nada, ni saber dónde está el final.

—A mí no me dan miedo las alturas, o sea, que no creo que me den miedo las profundidades.

—¿Y la oscuridad?

—No. Me gusta. Es reconfortante.

Griffin se rió.

—Pues entonces estarás contenta, porque va a estar muy oscuro. A esa profundidad no llega la luz natural. En este artículo pone que a principios del siglo
XX
se usaban las catacumbas para cultivar champiñones.

Hicieron una lista de lo que tendrían que comprar por la mañana.

Jac miró el reloj de la repisa.

—Faltan unas doce horas para que abran las tiendas.

Griffin siguió su mirada.

—Deberías intentar dormir.

—No podré.

—Agotada no le servirás de nada a Robbie. —Cruzó la sala y dejó su copa en el mueble bar—. Creo que no deberías quedarte sola en la casa. Dormiré en el sofá.

—No me da miedo estar sola.

—No, ya me lo supongo. —Casi parecía ofendido—. Pero es que tengo miedo por ti, y dormiré mejor si sé que no estás sola.

—No estoy en peligro, Griffin.

Él se limitó a asentir.

—¿Tú crees que sí?

—Solo lo digo para no arriesgarnos.

Jac le miró, y no apartó la vista. En otros tiempos se había imaginado mil y una historias, todas junto a él; había pensado que estarían juntos, y había depositado en Griffin una fe que ahora entendía que no se podía tener en nadie. Sí, era cierto que había albergado expectativas muy altas para Griffin, como para Robbie, y para sí misma, por supuesto. Quizá se pudiera haber vivido como un exceso de presión… Tal vez se hubiera equivocado en querer tantas cosas para él, y en creer que las personas se definían por sus logros, aunque bien que los había alcanzado Griffin, ¿no?

—¿Por qué meneas la cabeza? —preguntó él.

—¿Yo?

—Sí, como si discutieras con alguien.

—¿Verdad que estás haciendo lo que siempre habías querido? —preguntó Jac.

—En general, sí.

—Lo que creía yo que harías.

Jac sonrió.

—Sabías exactamente quién quería ser.

—Pues entonces, ¿cuál era el problema, Griffin?

—Que no soportaba la idea de fallar.

—¿Fallar?

—Fallar y decepcionar.

—¿A quién? ¿A mí, o a ti mismo? ¿A cuál de los dos?

Al principio Griffin no dijo nada.

—Yo creía que a ti, pero ya no estoy tan seguro.

Volvió al sofá y se sentó al lado de Jac. Después le puso una mano en el hombro y la hizo girarse.

—¿Sabes que haces preguntas imposibles? Cosas que no pregunta nadie. Tan franca, y tan directa… No has cambiado nada. —Se rió, pero sin alegría—. Quieres profundizar tanto, saber tanto… Demasiado. Eres terriblemente curiosa.

—¿Yo? Qué va. Hace mucho que dejé de ser curiosa.

—Mentirosa.

La atrajo hacia él y le dio un beso.

Jac sentía su cabeza llena de otras preguntas que exigían no ser ignoradas, e insistían en que se las tomase en serio y se centrara en ellas, pero la presión de los labios de Griffin fue una distracción demasiado grande. Estaba cansada. Y asustada, sí. No le pasaría nada por no pensar y descansar un poco en brazos de él. ¿Verdad que no?

El olor de Griffin la envolvió. Si se lo permitía, podía perderse en él. Si lograba olvidar lo ocurrido entre ambos… No, olvidar no, pero sí apartarlo, aunque solo fuera un momento. Hacía tanto tiempo que no sentía aquella urgencia… Y tenía ganas de dejarse llevar.

Pero no con Griffin.

Con cualquiera menos con él.

Había tardado tanto tiempo en apartarse del borde donde la había dejado… ¿Y ahora? ¿Era bastante fuerte para coger lo que quería sin venirse abajo? En sus venas latía una mezcla de deseo y rabia. Clavó los dedos en los brazos de Griffin, atrayéndolo hacia ella con la esperanza de que le doliera; quería que la presión le causara dolor, pero a juzgar por cómo se acercaba Griffin, no estuvo muy segura. Al momento siguiente, eran los dedos de él los que se hundían en la carne de ella. Al día siguiente tendría marcas en la piel, huellas moradas de sus manos. Tiempo atrás, al marcharse, Griffin había dejado cardenales invisibles que no se habían curado del todo, pero estos sí se curarían; solo eran máculas superficiales.

Su cuerpo la estaba traicionando. Durante años, Jac había plantado cara a los recuerdos de aquel hombre, impidiendo que la tentasen. ¿Y ahora? Ahora cedía a todas las sensaciones que despertaba en ella el mismo hombre.

Maldición. Su cuerpo no había olvidado nada, ni el olor de Griffin, ni su sabor, ni cómo se le rizaba el pelo en la base del cuello; tampoco el calor de su piel, ni cómo le envolvía todo el cuerpo hasta que el resto del mundo desaparecía y se quedaban ellos solos, viviendo los minutos al borde de sus labios. La avergonzaron sus ansias de estar pegada a él sin ropa de por medio. Era el deseo más primigenio y acuciante que jamás hubiera sentido, y aun adivinado. De pronto, la necesidad de sentirle sobre ella fue más crucial que respirar. Sus dedos se acercaron a los botones de la camisa de Griffin.

Él no se lo impidió, pero tampoco la ayudó; se dejó desnudar, observándola. Jac tuvo la sensación de que con cada movimiento admitía algo que él necesitaba (y quería) saber.

—¿Te acuerdas de cómo éramos? —susurró Jac.

Él no contestó.

Jac tuvo ganas de que hablase, de que la centrase. Si lograba hacerle hablar sobre lo que habían sido, quizá evitase crear algo nuevo con él. Una cosa era revivir el pasado, y otra abrir nuevos caminos al futuro, algo que no quería, y menos con un hombre a quien en otros tiempos había entregado demasiado, y que había dilapidado el don.

—¿Es como era antes? —preguntó de nuevo.

Griffin la enmudeció con sus besos.

Jac le quitó la camisa y se desabrochó la suya. Después se desabrochó el sujetador y pegó su pecho al de Griffin, sintiendo el aire fresco en su espalda, y el calor de la piel entre sus senos.

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