Los egipcios creían en el más allá, pero no aceptaban que los muertos regresaran a la tierra. Aun así, los jeroglíficos hallados en el yacimiento de las afueras de Alejandría parecían indicar que en el Egipto de la era ptolemaica había echado raíces la idea griega de la transmigración de las almas. Lo que pretendía Griffin era hacer un seguimiento del posible desarrollo de esta filosofía, y de su incidencia en las prácticas religiosas egipcias.
—¿O sea, que ahora mismo Therese y tú estáis más unidos si no estáis tan juntos?
La pregunta de Robbie hizo fruncir el ceño a Griffin.
—Menudo psicólogo estás hecho. Qué clarividencia.
—Espero que encontréis la mejor solución.
Robbie no podía darle ningún consejo. Su vida amorosa no tenía nada de convencional. Sus relaciones de pareja (con hombres o mujeres) siempre empezaban siendo una amistad y acababan por volver a serlo. Robbie no dejaba a nadie. Podía extinguirse su pasión, pero nunca su amor. Siempre mantenía cerca a sus seres queridos, cuidándoles.
Solo una pareja (una mujer, conocida en un retiro espiritual) le había dejado una espina clavada: la única a quien había perdido.
Griffin se paró delante de una puerta, a la derecha.
—Pasa.
Robbie vio una habitación saturada de cosas. No había rincón, anaquel ni mesa que no desprendiera brillos de oro, plata, bronce, cobre, luces tamizadas, cristales rutilantes…
—¿Qué es esto? ¿La cueva de Alí Babá?
—Casi. Es el gabinete de curiosidades Talmage, mi sala preferida de la institución. Trevor Talmage fundó el Phoenix Club en 1847 junto con Henry David Thoreau, Walt Whitman, Frederick Law Olmsted y otros trascendentalistas famosos. Su objetivo original (la búsqueda del conocimiento y de la ilustración) le llevó a empezar esta colección. Me lo he apropiado como despacho mientras trabajo aquí.
Señaló una mesa llena de libros, con un ordenador portátil.
—La biblioteca es enorme, pero está en un sótano, y es demasiado aséptica para mi gusto; por eso me traigo aquí arriba toda la investigación que puedo —dijo—. Voy a enseñarte algunas de las piezas estrella.
Las paredes estaban revestidas con chapa de nogal, como la biblioteca de Robbie en su casa de París, y albergaban vitrinas en todo su perímetro. Robbie se fijó en una, llena de cálices de plata y oro. Todos tenían forma de rostro humano, con ojos de cristal de un gran realismo. Otra vitrina contenía una jaula dorada para pájaros, con un árbol de bronce en cuyas hojas de jade reposaban aves de turquesa, ónice, malaquita y amatista. El realismo era tal que parecía que en cualquier momento pudieran levantar el vuelo. La tercera vitrina estaba repleta de cráneos humanos y de mono, esqueletos de aves y roedores y lagartijas y serpientes en formol. En la cuarta no había más que huevos, desde los más pequeños, los de petirrojo, de color azul claro, hasta los gigantes de avestruz y emú.
—A mí estas
Wunderkammers
me tienen fascinado —dijo Griffin—. La moda de los gabinetes de curiosidades empezó en el siglo
XVII
, una época obsesionada con el tema de lo inevitable de la muerte y lo transitorio de la vida. Coleccionar era un acto de rebeldía. Este tipo de objetos era una demostración de permanencia. Doscientos años después, los reencarnacionistas como Talmage y el resto de los miembros del Phoenix Club los veían como ejemplos del ciclo interminable y repetido de la vida y la muerte. —Señaló una vitrina de un rincón—. Ven a ver esto.
Al acercarse, Robbie vio que era de ámbar, una resina endurecida que había supurado de la corteza de los árboles hacía tres millones de años; un material muy preciado, cuyo resplandor era como el de una lenta hoguera.
—Es mágico —dijo Griffin, y abriendo uno por uno los pequeños cajones, de una talla perfecta, reveló una colección de un valor incalculable, compuesta por trozos de ámbar, insectos y anfibios rehenes de la eternidad. Aún parecían vivos (y a punto de moverse), desde el bicho más pequeño hasta una gran araña que acechaba la caída de un insecto en su red.
—Y ahora, el plato fuerte —dijo, abriendo el último cajón de abajo.
En el centro de cada una de las doce casillas, forradas con un terciopelo de color chocolate, había un hueco, y en todos, salvo el último, un frasco de cristal adornado con un tapón de ámbar y plata. Todos contenían un lago de líquido viscoso: perfume espesado por más de cien años.
—¿Puedo olerlo?
—Adelante.
Robbie cogió el primero, desenroscó el tapón y olfateó. Era un olor básico y primordial, rico en incienso (volvió a olerlo), así como en bórax, estórax y mirra.
Tardó un poco en poder respirar. Era un aroma agónico.
—¿Qué sabes tú de esto?
—Fue un experimento pagado por los fundadores del Phoenix Club, que siempre buscaban instrumentos de memoria legendarios y perdidos. Uno de esos instrumentos, supuestamente, era un perfume que ayudaba a entrar en un estado de meditación profunda.
—¿Para poder recordar vidas anteriores?
—Sí, era lo que esperaban ellos.
—Como la leyenda de nuestra familia.
—¿Qué? —preguntó Griffin.
—¿No te acuerdas? Dicen que uno de mis antepasados encontró en Egipto un perfume de «alma gemela» y un libro de fórmulas.
—Del taller de perfumes de Cleopatra. Sí, ahora me acuerdo. Me lo contó tu abuela.
—A ella le encantaba la leyenda. —Robbie se detuvo a inhalar la muestra siguiente—. ¿Sabes que todo esto son formulaciones del mismo olor, con diferencias de detalle?
—¿Y eso quiere decir algo? —preguntó Griffin.
—No tengo ni idea.
—¿Ya te están bombardeando los recuerdos?
—No, los de otras vidas no, pero sí que me suenan los olores; son esencias con tanta historia como la propia existencia del perfume en Grecia, Egipto y la India. Hoy en día siguen siendo ingredientes muy utilizados e importantes. —Robbie hizo girar el frasco en la mano para examinarlo. Se fijó en las incisiones—. ¿Sabes de dónde sacaron los frascos?
—Según Malachai, en el siglo
XIX
el Phoenix Club encargó a un perfumista francés que trabajase en la fórmula.
—Lo que está claro es que el diseño coincide con los frascos de perfume franceses de la época.
Robbie expuso a la luz el que tenía en la mano, y lo giró despacio para estudiar las facetas. Finalmente encontró algo. A continuación examinó el siguiente frasco, y otro más.
—No podrían convencerme de que sea pura coincidencia. —Le dio a Griffin uno de los frascos, señalando una parte cerca del fondo—. ¿Ves esto?
—¿Estos arañazos de aquí? Un momento. —Griffin se bajó de la cabeza las gafas de lectura y miró de más cerca—. Los veo, pero no muy bien. Déjame que me ponga…
—No, yo ya sé lo que es: una marca de fabricante; si no las conoces, cuestan de leer. En esa época, los perfumistas se hacían fabricar distintos frascos por los vidrieros. El cliente elegía su preferido y se lo hacía llenar con la fragancia que elegía.
Robbie tocó el tapón de plata y ámbar.
—Y reconoces las marcas, ¿no? —preguntó Griffin.
—¡Por supuesto! Una L y una E dentro de una luna creciente. Los números de debajo son la fecha: 1831. Es la marca de mi familia.
—¿Casa L’Etoile? ¿La empresa de tu familia? ¡No puede ser! —Griffin sacudió la cabeza y se rió—. Y pensar que hay quien duda de la sincronía y del inconsciente colectivo…
—Todavía estarás más sorprendido cuando hayas visto lo que quiero enseñarte.
Robbie abrió su maletín, sacó la carpeta de fotos de los trozos de cerámica que había encontrado entre el revoltijo de cosas de su padre y se las dio a Griffin, que se las devolvió después de examinarlas.
—Parece egipcio de la fase tardía, aunque para estar seguro debería ver las piezas. De todos modos, los trozos de cerámica no valen gran cosa. Solo unos miles de dólares; puede que diez, en función de lo que diga la inscripción. —Griffin estaba al corriente de los problemas económicos de Casa L’Etoile—. Lo siento.
Robbie sacudió la cabeza.
—
Pas de problème.
No me imaginaba que valieran lo suficiente para solucionar la crisis por la que pasamos. Le hablé de estas piezas a una amiga mía que es conservadora en Christie’s, y dijo más o menos lo mismo que tú: si fueran auténticos, serían una pieza interesante, pero los fragmentos de cerámica no tienen gran valor.
—Pues entonces, ¿por qué quieres que los examine?
—Quiero que me ayudes a traducirlos.
—Probablemente solo lleven escrita una oración por los muertos.
—Me gustaría cerciorarme.
—¿Por qué?
—Los encontré en el taller, y estoy seguro de que tienen algo que ver con el perfume de almas gemelas que te he comentado.
—¿En cuyo caso podrían guardar alguna relación con el perfume de estos frascos de cristal? ¿Crees haber encontrado algún tipo de instrumento de memoria antiguo? ¿En serio, Robbie?
—Yo creo que todo, hasta lo más trivial, está conectado con todo, y que en la vida no existen las coincidencias. De todos modos… algo así… parece imposible, ¿verdad?
París
Jueves, 19 de mayo, 20.30 h
Le habían dicho que no llegara tarde, así que Tom Huang se apresuró a cruzar la calle, buscando el número dieciocho de la larga manzana. La tetería estaba en una zona de París llamada
Quartier Chinois
, aunque el interés del barrio, por lo general, no estaba a la altura de su denominación. A diferencia de las calles estrechas del viejo París, con su encanto, el barrio chino del decimotercer
arrondissement
estaba superpoblado y saturado de rascacielos y supermercados: ni uno solo de los cafés chic, las adorables floristerías, las tiendas icónicas y las panaderías llenas de autenticidad que componían gran parte del atractivo de la ciudad. No era el París de Huang, que siempre se agobiaba al pasearse por la zona, sobre todo a la luz del día, que resaltaba con detalle la fealdad de los edificios.
Al menos ahora, de noche, los letreros luminosos que anunciaban de todo, desde un McDonald’s hasta un restaurante de cocina tradicional francesa, brindaban cierta emoción visual en sintonía con su estado de ánimo. Ni siquiera para Huang era habitual reunirse clandestinamente con el jefe del hampa china de París. Sin embargo, el día anterior, al saber por sus espías que una conservadora de Christie’s había examinado fragmentos de un supuesto instrumento de memoria para la reencarnación, no había tenido más remedio que actuar.
Encontró el restaurante, encajado entre un banco y una lavandería. Era un local pequeño y cutre, de una sola sala, saturado de mesas de formica amarillenta y sillas de agrietado cuero rojo. Las baldosas blancas y negras del suelo, un damero de linóleo, estaban sucias y descoloridas. Aunque ya fuera tarde, más de la mitad de las mesas estaban ocupadas por grupos de hombres chinos que bebían té y hablaban, pero no en francés, sino en una cacofonía de dialectos chinos. En las paredes había cientos de caligrafías (caracteres negros, con algún que otro toque rojo), cubiertas por cristales en los que se acumulaban muchos años de grasa de cocina.
Pese a los signos visibles de descuido, a Huang le tranquilizó el conocido incienso del té en infusión, de las flores y especias en el agua caliente, y del arroz frito y la cebada tostada. Rodeando las mesas, llegó al rincón del fondo a la derecha, donde estaba sentado de espaldas contra la pared un hombre con arrugas, calvo y algo encorvado. Su aspecto era tan normal como su ropa. Se trataba, no obstante, del supervisor de una red con decenas de miles de miembros, una hermandad dedicada a una amplia gama de actividades delictivas y especializada en el contrabando, el fraude con el IVA, el tráfico de drogas y muchas cosas más.
Esperó a que el camarero dejase una tetera vidriada encima de la mesa. Huang tenía instrucciones de hacer como si ya se conocieran, así que saludó con la cabeza, dijo «hola», cogió una silla y se sentó. Frente a él, sobre la mesa, había trece tazas de té de porcelana blanca que dibujaban un rectángulo, con una sola taza en medio.
El ritual en el que estaba a punto de participar tenía más de tres mil años de antigüedad, y la mayoría de los dirigentes de la Hak Sh’e Wui ya no lo practicaban. Sin embargo, el jefe de aquella oscura sociedad local (solo los caucásicos las llaman «tríadas») se mantenía fiel a las viejas costumbres. La antigua ceremonia era un modo de poner a prueba a un visitante desconocido, y de determinar si era o no miembro de la sociedad secreta. En otras épocas, sin internet ni teléfono, sin siquiera un servicio fiable de correos, tenía su sentido, pero ahora solo era otra de las rarezas de Gu Zhen.
Huang cogió la taza del centro, diciéndole al jefe, en el idioma de las tríadas, que era uno de ellos, que estaba, literalmente, «dentro».
Gu Zhen sirvió el té, empezando por su propia taza. La lentitud estudiada y provocadora con que volvió a depositar la tetera en la mesa hipnotizó a Huang. Si orientaba el pitorro hacia este último, querría decir que se había acabado la entrevista, que había reflexionado sobre su petición, pero que, por desconfianza o enojo, no estaba dispuesto a concederle su ayuda ni su bendición.
El pitorro apuntaba en el otro sentido. El paso siguiente, en consecuencia, era apurar la taza y dejarla al revés sobre la mesa, para significar que Huang quería hablar de algo. Fue lo que hizo.
Gu Zhen asintió.
—Puedo ayudarte —susurró con voz ronca—, pero será caro. Preferimos no salirnos de nuestros negocios habituales.
—El dinero no será un problema. Nuestro gobierno no quiere que este juguete llegue a malas manos.
El viejo arqueó sus cejas grises.
—¿Juguete?
Pronunció la palabra como si la degustase, antes de beber un sorbo de té.
A Huang le habían advertido de que para obtener la ayuda que tanto necesitaba para llevar a buen puerto la misión le convenía respetar al anciano, prestarse a la ceremonia del té y no manifestar ningún indicio de impaciencia, de modo que siguió tomando sorbitos de té en una taza de porcelana con manchas, a veinte minutos, ocho kilómetros y todo un mundo de su elegante despacho en el Ministerio de Asuntos Exteriores de la República de China, en la avenue George V.
—Bueno, pues ¿qué puedes contarme del juguete, como lo llamas tú? —preguntó Gu Zhen.
—Supuestamente es una especie de instrumento antiguo para ayudar a que la gente se acuerde de sus vidas anteriores.