—¡Eres un valiente, trozo de pan moreno!
—Apresuraos. Todos los nuestros se han levantado ya.
—¡Ya estoy preparado! ¿Qué hay del polaco? ¿Duerme?
—No le he visto.
—En marcha.
Todo parecía hallarse en calma. Los turcos dormían y en todo el campamento no se oía el menor ruido.
—¡Todo va bien! —murmuró.
La duquesa se había levantado ya y sostenía en la mano una de las dos espadas cogidas por El-Kadur. Semejaba haber recobrado toda la energía del capitán Tormenta.
—Señora —preguntó el tío Stake, —¿estáis en condiciones de acompañarnos?
—¡Sí! —repuso la duquesa. —¡Soy de nuevo la misma mujer que estuvo combatiendo en Famagusta!
—Debo poneros a salvo. Venid, amigos, y acordaos de que todos somos cristianos y de que nos hallamos frente a los enemigos de la República de Venecia y del León de San Marcos.
—¡Pongámonos en marcha!
Todos se habían provisto de armas y se hallaban decididos a todo antes de regresar a Hussif y morir allí entre horribles tormentos.
Caminando de puntillas para impedir que la arena crujiera abandonaron la tienda y avanzaron en dirección a la cadena de colinas que separaban la playa de la llanura. El-Kadur, que había hecho un reconocimiento por la mañana, pudo encontrar un desfiladero entre aquellas alturas.
La duquesa, que en aquel instante parecía haberse olvidado del vizconde Le Hussière, precedía a sus amigos seguida por El-Kadur, que sostenía un arcabuz cuya mecha estaba humeante. De esta forma alcanzaron la base de las rocas y, no habiendo observado el menor indicio de alarma, se preparaban a embocar un angosto camino para atravesarla, cuando de improviso resonó un grito en el campamento turco:
—¡A las armas! ¡Los cristianos se fugan!
El tío Stake soltó un auténtico rugido.
—¡Ha sido el polaco! ¡Bandido de oso! ¡Estaba al acecho igual que sus congéneres! ¡Hay que darse prisa, mucha prisa! ¡Los turcos se nos echarán encima!
Todos iniciaron una rápida carrera, en tanto que en dirección al llano se escuchaban furiosos gritos y premiosas órdenes.
—¡Rápido, rápido! —exclamaron Perpignano y el tío Stake.
—Señora —dijo El Kadur a la duquesa, —¿deseas que te coja? ¡Ya sabes que mis brazos son fuertes!
—¡No! —respondió Leonor. —¡El capitán Tormenta ha recuperado su fuerza! ¡En marcha, valientes!
El sendero fue salvado en un instante y los fugitivos se adentraron por la llanura del interior, corriendo raudamente.
—¡Allí distingo una casa! —exclamó El-Kadur, precisamente cuando el cielo empezaba a teñirse con los primeros resplandores. —¡Intentemos llegar a ella!
Efectivamente: a media milla se veía una casa que debía de haber sido respetada por los turcos, cuya techumbre era de paja y estopa.
—Cobijémonos en ella —dijo el tío Stake. —Podremos resistir largo tiempo, e inclu…
Un griterío ensordecedor cortó sus palabras. Los turcos habían descubierto el desfiladero y descendían desde la altura dando gritos. Metiub y el polaco, enfurecidos por haber sido burlados, iban al frente de ellos.
—¡Un esfuerzo final! —gritó el tío Stake. —¡Si caemos en poder de esos perros, nos destrozarán y nuestras cabezas adornarán las torres de Hussif! Señora, ¿estáis cansada?
—¡Continuemos adelante! —repuso la duquesa.
La media milla fue salvada y los fugitivos penetraron en la morada.
Se trataba de una casa de sólidas paredes, que semejaba estar abandonada desde hacía mucho por sus propietarios. O acaso hubieran sido asesinados por los guerreros de Mustafá.
—¡Organicemos al instante la defensa! —dijo Perpignano, luego de haber echado una rápida ojeada a las cuatro habitaciones que constituían la morada. —Vos, señora, ocupad las dos estancias superiores con el tío Stake, Simón y El-Kadur, y coged cuatro mosquetes. Yo permaneceré aquí en unión de los griegos. No disparéis sino sobre blancos seguros y ahorrad las municiones.
—¡En especial procuremos meter una onza de plomo en la cabeza del polaco! —dijo el tío Stake. —Yo no disparo mal y como distinga una parte de algún cuerpo, ¡ya está abrasado para siempre!
—¡Preparados! —advirtió el teniente. —¡Los musulmanes se aproximan!
La duquesa ocupó con sus tres camaradas las estancias superiores, situándose ante las ventanas con las mechas de los mosquetes encendidas.
Los turcos avanzaban a la carrera, gritando:
—¡Mueran los giaurri! ¡Abrasémoslos vivos en su guarida!
Eran unos sesenta, si bien sólo tres o cuatro iban armados con mosquetes y eran muy escasos los que tenían cimitarras.
No obstante eran demasiado numerosos para que los cristianos pudieran confiar en acabar con ellos.
Al ver surgir por las ventanas los cañones de los mosquetes, los turcos se habían detenido a unos trescientos pasos y echaron cuerpo a tierra, escondiéndose entre los matorrales que circundaban la casa.
Los griegos habían disparado ya y abatido a dos de los cuatro tiradores de Metiub, que se habían retrasado en ocultarse.
También el tío Stake, al distinguir un turco tras un arbusto, le mandó en busca de las huríes del paraíso musulmán.
Encolerizados por aquellas primeras bajas, los atacantes no tardaron en responder al fuego, y durante un par de horas se cambiaron disparos por ambas partes, sin la menor desventaja para los sitiados, que se hallaban protegidos por las sólidas paredes de la vivienda.
No obstante, aquella situación no podía durar mucho tiempo. Los turcos, que no deseaban dejarse acribillar a tiros a distancia, sobre las diez de la mañana resolvieron asaltar la casa en todos sentidos y trabar combate cuerpo a cuerpo.
Primero se agruparon y luego se separaron, gritando:
—¡Mueran los cristianos!
—¡Compañeros! —exclamó la duquesa. —¡Éste es el instante supremo! ¡Cuando los tengamos aquí, emplead las espadas y las cimitarras!
—¡Y usaremos los arcabuces como mazas! —contestó el tío Stake, que no perdía su serenidad y buen humor en lo más mínimo. —¡Deseo hacer papilla de carne turca y enviarla al harén del sultán!
Los turcos cruzaron la distancia que los separaba de la casa y, pese a los tiros de los cristianos, que les ocasionaban graves bajas, se precipitaron en su interior, ya que estaba desprovista de puertas.
Tras una corta lucha, Perpignano y los griegos, abrumados por la superioridad numérica de sus enemigos, retrocedieron hasta la escalera, desde donde disparaban a boca de jarro los mosquetones y blandían sin descanso las cimitarras.
La duquesa y sus compañeros estaban a punto de precipitarse en socorro del veneciano, cuando una parte de la techumbre se desplomó y tres hombres penetraron en la estancia contigua.
La duquesa se había dado la vuelta, lanzando una exclamación.
—¡Vos, Laczinski! —gritó con furia.
—¡Yo, que vengo en busca vuestra! —repuso el polaco en tono burlón.
—¡No me tendréis sino después de muerta!
En aquel instante penetraron los otros dos. Uno era Metiub y el otro uno de sus oficiales, que blandían pesadas cimitarras de abordaje.
—¡Ocúpate tú de la mujer, capitán! —gritó el lugarteniente de Haradja. —¡Nosotros nos encargaremos de estos dos! ¡Con cuatro estocadas estarán en tierra!
El turco estaba en un error: tenían enfrente a un excelente espadachín. El-Kadur y los dos marineros empuñaron los mosquetes por el cañón, como si fuesen mazas.
La duquesa se arrojó sobre el polaco, atacándole con la espada y forzándole así a aceptar la lucha.
Los otros dos combatían con Metiub y su teniente, en tanto que Perpignano y un par de griegos defendían la escalera.
La suerte no sonreía a los turcos y al polaco. Los dos primeros, embestidos ferozmente por El-Kadur y ambos marineros, se habían refugiado en un rincón de la estancia. El polaco, si bien era muy experto espadachín, no estaba en condiciones de enfrentarse a la duquesa e iba retrocediendo hacia la puerta.
Laczinski ofrecía vigorosa resistencia, intentando herir a traición a la duquesa, comprendiendo ya que era imposible hacerla suya. Pero todos sus esfuerzos eran vanos, hasta que, por último, se halló arrinconado contra la pared y recibió tan tremenda estocada, que la espada de la duquesa, luego de atravesar el pecho del miserable, se partió en dos.
—¡Muere, renegado! —exclamó Leonor.
El polaco abrió los brazos, fijó en la duquesa una terrible mirada y se desplomó en el suelo diciendo con voz entrecortada:
—¡Me ha matado!…
En aquel preciso momento, Metiub caía con la cabeza destrozada por un golpe de arcabuz asestado por el tío Stake, y poco después el oficial seguía su misma suerte, herido de muerte por El-Kadur.
La duquesa se precipitaba ya en su socorro.
—¡El trabajo ha terminado, señora! —anunció el tío Stake.
Y, abandonando el arcabuz y cogiendo una cimitarra, añadió:
—¡Ya se encuentran en el paraíso charlando con las huríes!
—¡Vamos al instante en ayuda de Perpignano! —dijo la duquesa.
Se disponían a marchar hacia la escalera, cuando El-Kadur, con un salto de tigre, se puso ante la duquesa, exclamando:
—¡Cuidado, señora!
Al mismo tiempo sonó un disparo y el esclavo se desplomó lanzando un profundo gemido.
El tiro había sido efectuado por el polaco. El miserable no había muerto aún y, observando junto a él un arcabuz con la mecha encendida, abrió fuego, apuntando a la duquesa en un desesperado esfuerzo.
En tanto que el tío Stake y Simón se arrojaban contra el traidor y le remataban a golpes de cimitarra, la duquesa se había arrodillado junto al árabe, cuyo moreno semblante se volvía grisáceo.
—¡Mi pobre El-Kadur! —gritó entre sollozos, mientras le sujetaba la cabeza con las manos.
—¡Me muero…, señora! ¡El corazón…, el corazón…! —respondió el esclavo con voz débil. —¡Adiós…, señora…, sé feliz!
—¡No, no puedes morir! —exclamó Leonor.
El árabe sonrió con tristeza y contempló a la duquesa con los ojos vidriados por la ya cercana muerte.
—¡Adiós…, señora!… —repitió. —¡Soy feliz… por haberte salvado!… ¡Mi… suplicio… ha terminado…, señora! ¡Haz que muera… dichoso!… ¡Un beso…, un beso… para el fiel… esclavo!
Mientras el tío Stake y Simón lloraban arrodillados, la duquesa, inclinándose sobre el moribundo, le besó en la frente.
El-Kadur experimentó un convulsivo temblor y, cerrando lentamente los ojos, dejó caer la cabeza a un lado.
Había muerto.
Al poco tiempo de la muerte del desdichado y fiel esclavo llegaba a todo galope ante la casa Muley-el-Kadel y Nikola Stradiato con sus treinta guerreros.
Oyendo el fragor provocado por tantos corceles, los turcos, por miedo a una sorpresa, se habían lanzado a la desbandada hacia el exterior de la estancia, abandonando en la escalera, de la que no pudieron apoderarse, numerosos muertos y heridos.
Sin siquiera lanzar un grito de advertencia, Muley-el-Kadel cargó contra ellos repartiendo golpes a derecha e izquierda, en tanto que sus hombres hacían una descarga cerrada con los arcabuces.
En la puerta se encontraba Perpignano, dispuesto, en unión de los griegos, a organizar una firme defensa.
—¡El León de Damasco! —exclamó el veneciano, sorprendido. —¡Y Nikola!
—¿Dónde se encuentra la duquesa? —inquirió el turco, descabalgando.
—En el piso de arriba.
Sin esperar más explicaciones subió velozmente la escalera seguido de Nikola y entró en la primera estancia. La duquesa lloraba todavía al lado del cadáver de El-Kadur.
—¡Vive! ¡Vive! —exclamó Muley-el-Kadel , en tanto que un vivo carmín le teñía el semblante.
—¡Vos, Muley! —dijo la duquesa, incorporándose.
—¡Llego en el momento oportuno para salvaros y vengaros, señora! ¿Dónde se encuentra Laczinski, el asesino del señor Le Hussière?
—Le he matado en este instante. Pero… él…, el asesino de… ¿Qué habéis dicho, Muley? —balbució la joven.
—Sí, señora —confirmó Nikola. —Yo vi cómo le arrojaba al mar desde la nave.
La duquesa se irguió, volvió lentamente la vista en dirección al cadáver del polaco y, lanzando una exclamación, se desmayó entre los brazos de Muley-el-Kadel.
Un cuarto de hora más tarde los jinetes, en compañía de los griegos y los venecianos, abandonaron aquella casa, en cuyo antiguo jardín habían enterrado a toda prisa el cadáver del infortunado árabe.
Muley-el-Kadel llevaba entre sus brazos a la duquesa, que todavía no había recobrado el conocimiento.
Los marineros de la galera se habían desbandado en todas direcciones.
Ya avanzada la noche, la comitiva llegaba a Luda, y la duquesa, presa de una fiebre muy elevada, fue alojada en una bonita casa situada a las orillas del mar y que pertenecía a un renegado armador griego.
Durante un par de semanas la indomable mujer luchó con la muerte, hasta que su fuerte naturaleza salió triunfante. En todo aquel tiempo el León de Damasco no se apartó ni un momento de su lado.
Nadie los había molestado, ya que los treinta guerreros, los cristianos y los griegos vigilaban de noche y de día en los caminos que llevaban hasta el mar.
No obstante, cierto día, cuando la duquesa estaba totalmente restablecida, un jinete que portaba en la punta la lanza un banderín de seda blanca, apareció, solicitando hablar con Muley-el-Kadel.
Fue llevado a la casa.