La escolta de Muley-el-Kadel continuaba inmóvil en el mismo lugar, y en el extremo del patio estaban reunidos los jenízaros del cuerpo de guardia. Conservaban todavía las armas y discutían excitadamente con su capitán.
En las terrazas, varios negros y árabes habían ocupado diversas posiciones provistos de arcabuces.
Ben-Tael, confiando en la bravura de sus damascenos, contempló impertérrito a Haradja, que se dirigía hacia él con la mano derecha colocada en la empuñadura de la cimitarra.
—¿Eres tú el jefe de la escolta? —inquirió con acritud.
—Sí, señora.
—Pero… yo te he visto en alguna otra ocasión. Te encontrabas entre los hombres de Hamid, ¿no es verdad?
—No lo niego.
—¡Y tienes el valor de presentarte ante mí! —exclamó enfurecida Haradja.
—Debo cumplir las órdenes de mi señor.
—¿Eres un esclavo de Muley?
—Sí.
—Desmonta del caballo y deja las armas.
—No puedo cumplir lo que me ordenas, señora. El León de Damasco es el único que manda en mí.
—¡Canalla! ¡Soy la sobrina del bajá! ¡Dejáis las armas todos o ninguno abandonará vivo el castillo!
Ni uno de los treinta hombres se movió ni apagó la mecha del arcabuz.
—¿Me habéis entendido? —gritó Haradja, que por primera vez en su vida veía desacatadas sus órdenes.
—No abandonaremos las armas, señora —repuso Ben-Tael, —hasta que aparezca nuestro señor. ¿Qué habéis hecho con el hijo del poderoso bajá de Damasco? ¡Deseamos saberlo!
—¿Lo deseas?
—Sí, señora —respondió el esclavo, levantando la voz para que le pudieran oír los jenízaros. —¡Habéis detenido al León de Damasco y es posible que le hayáis matado!
Un murmullo amenazador surgió de entre los de la escolta.
—¡Haced venir aquí al León, señora! —gritó el esclavo.
—¡Ah! ¿De manera que me das órdenes? —exclamó Haradja, cuyo rostro se hallaba encendido por la cólera. —¡A mí, jenízaros! ¡Quitad las armas a estos hombres y conducidlos a los subterráneos del castillo para que hagan compañía a Muley-el-Kadel !
Con gran sorpresa vio que sus hombres permanecían inmóviles, a pesar de que su capitán gritaba:
—¡Adelante! ¡Obedeced!
—¡Miserables! —exclamó Haradja. —¡Haré que os empalen a todos!
Y, levantando una mano en dirección a donde se encontraban los esclavos y los árabes de las terrazas, ordenó:
—¡Disparad! ¡Aniquilad a estos traidores!
Los treinta hombres de la escolta apuntaron sus armas hacia las terrazas y la orden de Haradja fue llevada a efecto por ellos con una descarga cerrada, en tanto que Ben-Tael disparaba sus dos pistolas sobre los esclavos que acompañaban a la turca.
Mientras los siervos y los árabes, dominados por un indecible pánico, se daban a la fuga por la terraza, Ben-Tael desmontó del caballo, y, precipitándose sobre Haradja, la asió por la mano y la amenazó con el yatagán.
—¡Señora —dijo, —no pienso haceros daño, a condición de que ordenéis que traigan a Muley-el-Kadel ! ¡Si no estáis de acuerdo, juro por el Corán que os mataré, afrontando todas las consecuencias!
Haradja permaneció silenciosa. Parecía como si aquella osada acción hubiese inmovilizado su indomable energía.
—¡El León de Damasco o la muerte, señora! —insistió con acento amenazador Ben-Tael.
Haradja hizo un intento desesperado por librarse de la mano del árabe, sin lograrlo, ya que éste, bajo su débil apariencia, tenía una musculatura de acero.
—¡No podréis huir, señora! —afirmó. —¡Es inútil que pretendáis resistir, y os prevengo que estamos resueltos a llegar hasta el fin!
—¡A mí, jenízaros! —exclamó Haradja, con voz sofocada por la ira.
Tampoco en esta ocasión se movieron los soldados del sultán. Únicamente el capitán se precipitó en su socorro, pero los hombres de la escolta le hicieron detenerse.
Haradja advirtió que no podía enfrentarse a ellos, y con los dientes apretados y mirando a Ben-Tael, dijo:
—¡Cedo ante la violencia! ¡No obstante acuérdate de que la sobrina del bajá tomará terrible venganza y no morirá satisfecha si antes no ha conseguido que te arranquen el pellejo!
—Ese día haréis conmigo lo que os plazca, señora —contestó el esclavo, —pero en este momento os apremia más salvar la vuestra, y os suplico que mandéis traer sin dilación a mi señor. Os doy cinco minutos.
Haradja se volvió al eunuco, que contemplaba la escena aterrorizado.
—Haz venir al León de Damasco —dijo.
—Que le acompañen cuatro hombres y que le maten si pretende engañarnos —ordenó Ben-Tael, dirigiéndose a los de la escolta.
Cuatro guerreros desmontaron y rodearon al desdichado eunuco.
—¡En marcha y sin retroceder! —le advirtió uno de ellos. —Y piensa ante todo en tu cabeza, que no me parece muy firme sobre tus hombros.
Tembloroso igual que una hoja, el desgraciado hombre condujo a los cuatro soldados en dirección a uno de los torreones, y desapareció por una puertecilla.
Ben-Tael soltó a la sobrina del gran almirante, diciéndole:
—Aguardad el regreso del León de Damasco. Tal vez tenga algo que notificaros antes de abandonar el castillo.
Haradja se mordió los labios y no respondió.
Transcurrieron varios minutos. Los damascenos vigilaban la terraza, prestos a disparar contra los árabes si se aventuraban por aquella parte.
Los jenízaros miraban unas veces a la escolta y otras a Haradja, sin pronunciar palabra y sin resolverse a intentar nada contra el León de Damasco, su ídolo y su héroe más popular. Preferían afrontar la cólera de su señora.
Poco después regresaron los cuatro damascenos.
—¡Salud al León de Damasco! —gritaron.
Tras ellos apareció Muley-el-Kadel, sereno y sonriente.
Se detuvo un instante contemplando a sus hombres, que agitaban sus yelmos en ademán de bienvenida. Lanzó a Haradja una mirada despectiva y, cruzando con lentitud el patio, subió al caballo que Ben-Tael sostenía por las bridas.
—¡Pongámonos en marcha! —dijo concisamente.
La escolta avanzó tras él, desfilando por entre los jenízaros, que se habían apartado, exclamando:
—¡Larga vida al León de Damasco!
Muley-el-Kadel les hizo un gesto de despedida y franqueó el puente levadizo.
Al llegar a la extremidad de la meseta se dio la vuelta y comprobó que en medio del puente se encontraba Haradja, la cual extendía el puño en gesto amenazador.
—¡Aprésame ahora si puedes, tigresa! —murmuró.
Y espoleó con energía a su corcel.
Cuando se encontró en el llano, Muley se detuvo para aguardar a Ben-Tael y la escolta.
—Es preciso evitar que la galera de Metiub llegue a Hussif o la duquesa no tendrá salvación —dijo al fiel esclavo.
—¿Y de qué manera lo conseguiremos? No disponemos de ninguna nave.
—En Luda hay algunas galeotas apresadas a los griegos y numerosos renegados del archipiélago. Unas y otros se hallan bajo el mando del capitán Chilet, hombre que me está muy reconocido. Todas sus naves las pondrá a mi disposición y ya se verá si la galera de Metiub es capaz de aguantar el ataque de media docena de esos navíos con tripulantes tan resueltos como nosotros. ¿Existe algún camino por el que se pueda acortar la distancia hasta el mar?
—Sí, señor. Y es el más corto para llegar a Luda.
—¿Lo conoces?
—Igual que éste.
—Entonces vamos en busca del Mediterráneo. Lo más importante es actuar de prisa.
—En cuatro horas podemos llegar a Luda, si los caballos lo soportan.
—Espero que aún podrán realizar este esfuerzo final.
Con facilidad hallaron un paso entre aquellas prominencias y se lanzaron al galope por el terreno arenoso, en el que los moradores de la isla habían practicado una senda medio oculta por la arena.
Llevaban ya unas dos horas de veloz galope, cuando tras de una duna surgió un hombre medio desnudo, gritando:
—¡Párate, Ben-Tael! ¡Salud al León de Damasco!
La escolta se detuvo y todos desenvainaron las cimitarras. Ben-Tael lanzó una exclamación.
—¿Quién es? —inquirió el León de Damasco.
—Es un griego. El que conducía la galeota que nos llevó a Hussif.
—¿Cómo es que te encuentras aquí? —le preguntó Muley, haciéndole una seña para que se aproximara.
—Primero una pregunta, señor. ¿A qué lugar vais? ¿A buscar a la duquesa?
—Sí, y ahora vengo del castillo de Hussif, imaginando que la habían trasladado allí.
—Se encuentra en otro lugar, señor, y si no marcháis a toda prisa en su auxilio, no sé si podrá escapar de las manos del polaco.
—¿Qué es lo que dices?
—La galera resultó incendiada y se hundió. Por el momento no hay peligro de que los cristianos sean llevados a Hussif.
—¿Dónde se encuentra la duquesa? —inquirió Muley con ansiedad.
—A no mucha distancia de aquí.
—¿El vizconde está con ella?
—No. El aventurero polaco le ahogó. Vi a ese canalla lanzarse al fondo del mar y salir a flote sin el vizconde.
—Ven conmigo e indícanos el camino. Pero antes explícame por qué estabas aquí.
—Me encaminaba hacia el castillo, confiando en hallaros allí, puesto que había supuesto que Ben-Tael, que no presenció el incendio de la galera…
Una descarga de arcabucería que retumbó a lo lejos interrumpió sus palabras.
—¡Sube a caballo! —exclamó Muley, desenvainando su cimitarra.
Y, volviéndose a sus hombres, ordenó con atronadora voz:
—¡A la carga, y no deis cuartel a los guerreros de Haradja! ¡El León de Damasco os conduce!
Cuando, tras la alegría de haber salvado al vizconde, la duquesa tuvo conocimiento de su muerte, tuvo un prolongado desmayo, seguido de una desesperada crisis de llanto.
Al principio, el tío Stake, El-Kadur y Perpignano, que la cuidaban con extremo celo bajo una tienda improvisada con un trozo de vela, temieron que acabara enloqueciendo.
Afortunadamente, la crisis pasó y la calma que siguió a ésta permitió a la duquesa descansar y conciliar el sueño.
Metiub, que no pensaba más que en la célebre estocada, y que temía no llegar a aprenderla, luego de haber improvisado su campamento, pidió noticias en varias ocasiones sobre el estado en que se encontraba la duquesa, llegando su generosidad hasta el extremo de ofrecer a los cristianos algunas de las provisiones que, como hombres previsores, habían embarcado en las chalupas.
El polaco también había hecho acto de presencia en la tienda. Pero las breves y amenazadoras palabras del tío Stake y el desdeñoso silencio de Perpignano le obligaron a marcharse. La suposición de que acaso fuera él el asesino del vizconde se advertía perfectamente en el rostro de aquellos dos hombres, y el aventurero, al menos de momento, no quería complicaciones.
« ¡Caerá en poder del «oso», a pesar de que vosotros la vigiléis! —se dijo el miserable, abandonando la tienda. —¡Dentro de poco ajustaremos cuentas!»
El-Kadur, Perpignano y el tío Stake, para no despertar a la duquesa, conversaban en voz baja.
—Éste es el momento de resolver lo que debemos hacer —argüía el anciano marinero. —Ya hemos desaprovechado una noche y terminaremos por servir de veletas en las torres de Hussif. Me he enterado de que hoy ha llegado al campamento uno de los mensajeros enviados por Metiub a las aldeas de la costa, con el informe de que mañana una galera llegará para recogernos.
—¿Cómo te has enterado? —inquirió Perpignano, con acento temeroso.
—Me lo ha dicho un contramaestre turco.
—Entonces hay que resolverse a toda prisa —adujo El-Kadur.
—La cuestión es alzar el vuelo en cuanto los turcos estén durmiendo —respondió el tío Stake. —Me imagino que luego de cuatro o cinco horas de dormir bien, la duquesa estará en situación de seguirnos.
—Tiene un carácter sorprendente, de mayor energía que el de un capitán aventurero. ¡Por san Marcos! ¿Y el polaco? ¿No nos estará espiando ese bandido?
—¿Acaso no estoy yo aquí?
—¿Qué pretendes dar a entender, El-Kadur?
—¡Qué en la faja tengo un puñal preparado para atravesar el corazón de ese canalla!
—¡Poco a poco, mi querido árabe! ¡Echa algo de agua en tu sangre caliente! Aquí no nos encontramos en el desierto y debemos actuar con mucha cautela.
—Pues entonces haz lo que consideres más oportuno. Pero si está durmiendo como una marmota, déjale tranquilo.
Algún día volveremos a encontrarle, y en ese momento yo mismo te ayudaré.
—¡Decidamos! —dijo Perpignano. —¿A qué hora emprenderemos la huida?
—Lo más tarde posible, teniente. Así la duquesa podrá descansar. Por otra parte, a las tres o las cuatro de la mañana el sueño es más profundo que a las once.
—Deberemos buscarnos algunas armas, ya que antes del alba nos seguirán —opinó el teniente.
—Los musulmanes trajeron consigo bastantes mosquetes y cimitarras —dijo El-Kadur. —Se encuentran en las chalupas, y me será fácil hacerme con esas armas cuando estén durmiendo.
—¡Eres un hombre estupendo, trozo de pan moreno! —comentó el tío Stake. —Si en un momento dado te embarcas conmigo, te nombraré al instante sobrecargo.
—El-Kadur no saldrá con vida de Chipre —repuso sonriendo con tristeza el árabe.
—¡Qué pensamientos más siniestros! —dijo el tío Stake. —Yo jamás los he tenido. ¡Bueno: tumbémonos junto a la tienda y durmamos con un ojo abierto! ¡No hay que confiar en el polaco!
—Yo haré la guardia —contestó El-Kadur. —Reposad vosotros.
Perpignano y el tío Stake abandonaron la tienda, en tanto que el árabe se colocaba junto a la duquesa, que dormía plácidamente, y se tumbaron a breves pasos de distancia.
A pesar de todos sus buenos deseos, todos se quedaron dormidos, sin exceptuar al tío Stake, y no con un ojo abierto. Los turcos, tras comer su ración y en la certeza de que no corrían el menor peligro, se habían echado sobre la arena, entregados al sueño.
Haría un par de horas que dormía, cuando fue despertado por una mano que le sacudió.
Abrió los ojos, se sentó en tierra y alargó los brazos, decidido a golpear a quien le despertaba.
Al ver a El-Kadur se contuvo.
—¿Es ya la hora?
—¡Todos están durmiendo! —contestó el árabe.
—¿Y la señora?
—¡Decidida a seguirnos!
—¿Y las armas?
—Me he apoderado de dos espadas, cuatro cimitarras, seis mosquetes con algunas municiones y varias pistolas. Todos dispondremos de armas para defendernos.