El Legado de Judas (14 page)

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Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

BOOK: El Legado de Judas
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Por la calidez con la que fueron recibidos aquel lunes por la noche, el bulo había colado perfectamente. La coordinadora de los special tours era una afroamericana entusiasta que les preguntó qué piezas deseaban ver. Solstice ejercía de editora de la revista y su hermano, cámara en ristre, de fotógrafo. Andreas se presentó como un redactor raso de la revista, que supuestamente los había mandado a cinco museos de Nueva York para montar un monográfico.

—Simplemente queremos seguir el itinerario propuesto por el Met —intervino Sondre—. Comentaremos las obras en ese mismo orden para que los lectores participen de la experiencia.

—Entonces lo mejor será que se unan a los futuros arqueólogos —dijo señalándoles una veintena de jóvenes en el hall.

Se arremolinaban en torno a un hombretón de negras barbas con aspecto desaliñado, el curator de aquella sección.

Desde que habían cruzado la monumental entrada al museo, Andreas no dejaba de buscar con la mirada la presencia de Lebrun. Antes de asimilarse al grupo de estudiantes, se atrevió incluso a preguntar a la coordinadora:

—¿Sabe si ha de venir algún periodista más esta noche?

—Solo están acreditados ustedes tres, y esos aprendices de Indiana Jones que se mueren por empezar el viaje a la historia. Vamos, no les hagan esperar.

Mientras se presentaban brevemente ante los jóvenes estudiantes y el curator, Andreas estaba muy alerta a todo lo que sucedía a su alrededor. Por su parte, Sondre paseaba tranquilo con las manos en los bolsillos. El guía estaba convencido de que en uno de ellos llevaba una pistola.

El plan era simular gran interés por aquella visita comentada hasta llegar a la galería Sackler de arte asirio. Allí debían descolgarse del grupo y seguir al vigilante que les conduciría hasta las catacumbas del museo. Luego saldrían por una puerta de emergencia para eludir el encuentro con Lebrun, que, si no había logrado entrar, acecharía sin duda la puerta principal. Una vez en la calle, un discreto taxi les esperaría con el equipaje cargado para salir zumbando hacia el aeropuerto.

Sobre el papel, no podía salir mal.

Llevaban una hora de visita siguiendo el orden cronológico de las piezas, que solo en aquella sección eran siete mil. El menor de los Bloomberg ni siquiera trataba de contener los bostezos ante las eruditas explicaciones del barbudo. Su hermana, en cambio, parecía escuchar fascinada aquella lección de historia antigua.

Sin embargo, Andreas había encontrado una fuente de distracción de las vasijas, mosaicos y figuritas votivas de Mesopotamia, entre otros territorios. Una estudiante pelirroja con gafas redondas se había interesado por la revista donde publicarían el reportaje y le hacía propuestas como:

—Tengo una tesina escrita sobre las culturas del valle del Indo que recibió un premio nacional. ¿Les interesaría leerla para su publicación?

—Seguro que sí —mintió el guía—. Ahora mismo no llevo tarjetas encima, pero al final de la visita le anotaré mis datos.

—¡Genial! —repuso con una amplia sonrisa antes de volver al tour.

Finalmente llegaron a la Raymond & Beverly Sackler Gallery for Asirían Art, que recreaba parte del palacio de un tal Asurnasirpal II. Sin embargo, el curator prefirió detenerse delante de los lamassu, dos macizas esculturas compuestas por el cuerpo de un toro alado y la cabeza de un rey barbudo. La pelirroja aplicada se acercó a la placa para anotar la descripción de aquellas piezas.

Mientras Sondre buscaba con ojos inquietos al vigilante que debía conducirles a las catacumbas, Andreas sonrió ante el parecido de aquellos híbridos barbudos con el especialista, que en aquel momento se explicaba así:

—Las esculturas como las que vemos aquí se colocaban en parejas como guardianes a la entrada de las ciudades. De hecho, su nombre completo, sheedu lamassu, significa «repelente del mal», ya que estas criaturas simbolizaban los poderes sobrenaturales de los reyes asirios para proteger del peligro a sus súbditos.

El eco de unos suaves pasos hizo que el guía y los Bloomberg se giraran hacia un funcionario del museo que observaba el grupo. Era un hombre pequeño de pómulos muy marcados y mirada penetrante. Sondre hizo un movimiento afirmativo de cabeza para indicar que le había visto.

—El toro encarna la fuerza —prosiguió el curator—. Pensad que en aquella época, hace dos mil setecientos años, los toros salvajes de Mesopotamia eran bestias gigantescas de más de un metro ochenta de lomo. Lleva alas de águila, el ave más poderosa sobre el firmamento, para simbolizar el poder del rey para ver lo que hacen sus súbditos. La cabeza humana representa la inteligencia del soberano.

Dicho esto, pidió a los estudiantes que le acompañaran hasta la siguiente galería. Sondre sacó entonces un pequeño trípode y lo plantó en el suelo con mucha parsimonia. Luego empezó a enroscar la cámara fotográfica en el soporte.

El curator se giró en dirección al trío que había quedado rezagado, pero Andreas le indicó con la mano que se incorporarían enseguida, cuando terminaran la foto. El barbudo del siglo XXI se encogió de hombros y continuó la visita.

Cuando el grupo hubo desaparecido de su campo visual, el vigilante les indicó con un leve movimiento de cabeza' que le siguieran.

30

Desde aquella ala del museo habían bajado por una escalera funcional hasta el sótano, donde el vigilante abrió la puerta metálica que daba paso a un pequeño almacén.

Para desilusión de los Bloomberg, allí no había tesoros de ninguna clase, solo paneles de exposiciones temporales y estanterías desmontadas, además de una enorme caja de madera que resultó contener un generador eléctrico.

Antes de que Sondre pudiera protestar, el vigilante dijo:

—Dudo que nadie más conozca este atajo.

Acto seguido, movió un gran panel acerca del arte funerario egipcio que estaba apoyado contra la pared. Detrás había una puerta oxidada. El hombrecillo buscó en su manojo de llaves la que abría aquel inesperado acceso a las catacumbas del Met.

Aunque estaba en penumbras, Andreas pudo adivinar que se trataba de un espacio inmenso. Y supuso que no era el único lugar que albergaba piezas que no cabían en las galerías abiertas al público.

Con la seguridad de un tendero que conoce hasta el último rincón de su colmado, el vigilante encendió una potente linterna y los guió entre un laberinto de estantes con pequeñas piezas numeradas, esculturas protegidas con su envoltura plástica y cajas selladas.

Se detuvieron en el centro de aquel almacén de la historia de la humanidad. El vigilante se agachó junto a una polvorienta vitrina que contenía piezas de numismática. Buscó en sus bolsillos una llave pequeña para desbloquear el cierre, y corrió lateralmente el cristal hasta dejar al descubierto lo que les había llevado hasta allí.

Sondre se arrodilló mientras el vigilante dirigía la luz sobre una moneda plateada de relieve muy gastado. Delante de la pieza, una ficha mostraba el número de referencia y el lema «Shekel of Tyre», con las iniciales debajo de quien había cedido la moneda «temporalmente», como se especificaba.

Mister Bloomberg entregó al hombrecillo un fajo de billetes nuevos de cien dólares como segunda parte del pago acordado. El vigilante sacó entonces la moneda de la vitrina y la puso en manos de Andreas para que la examinara mientras él contaba el dinero. Al parecer, lo había tomado por un experto traído por el comprador para supervisar la autenticidad de la mercancía.

El guía sintió una extraña emoción al notar el peso de la plata en su mano. El mecenas de aquel robo encendió su mechero para que el otro pudiera contemplar mejor la moneda. Una de sus caras mostraba el perfil de un hombre de cabeza rizada, y el reverso, un águila gastada por el tiempo.

—¿Estás seguro de que es esto exactamente lo que buscamos? —se atrevió a preguntar Andreas.

—Totalmente —respondió Sondre muy excitado—. Los shéquels de Tiro eran la única divisa que se aceptaba en el Templo de Jerusalén, donde Judas recibió sus monedas. El equivalente actual de lo que cobró el preferido de Jesús para traicionarle es poco más de doscientos dólares, según los expertos. En aquella época la carne de Mesías estaba por los suelos.

Aunque solía declararse agnóstico, al guía le molestó ese comentario irreverente. Le devolvió la moneda, avergonzado de haber tomado parte en aquella sucia transacción.

Bloomberg pareció vibrar de felicidad al sostener en sus manos el siclo —o shéquel— de plata, que envolvió cuidadosamente en un pañuelo antes de entregárselo a su hermana. Le preguntó:

—¿Puedes guardarlo mientras acabo de cerrar este asunto?

Acto seguido sacó un revólver del bolsillo y extendió el brazo hacia el guía, que tuvo el tiempo justo de echarse al suelo antes del disparo.

En el almacén en penumbra aún resonaba la detonación cuando Andreas se levantó, lentamente, como un animal asustado. Sorprendido de seguir vivo, miró en dirección a Sondre sin entender nada. Continuaba allí, pistola en mano, pero no parecía que fuera a disparar de nuevo.

Solstice habló a su hermano mientras una lágrima huía temblorosa de las gafas negras para bajar por su mejilla.

—No deberías haber disparado.

—¿Y qué querías que hiciese? —repuso él con voz serena—. Probablemente nos hubiera matado después de robarnos la moneda.

Andreas entendió de repente que no se referían a él. Desconcertado, dejó de contemplar a los Bloomberg y al horrorizado vigilante para dirigir la mirada en dirección opuesta.

En el suelo yacía el cuerpo sin vida de la estudiante pelirroja. La bala le había atravesado la frente. A un par de metros de su mano, distinguió la silueta de una pistola automática con su silenciador.

—Me cago en vuestra puta madre —bramó el vigilante—. Ahora me van a cargar a mí el muerto.

—Métela dentro de un sarcófago egipcio y que se pudra —dijo Sondre con sarcasmo—. Y da las gracias de que no te vuele a ti la sesera, Judas. Ahora llévanos hasta la salida de emergencia.

Testamento de Judas IV/VII

Sé que no dispongo de tiempo para contar el paso de las jornadas y todo lo que en ellas sucedió. Como es mucho y grave lo que me queda por decir, solo destacaré que mis temores a ser requerido tanto por los zelotes como por los romanos no me abandonaban ni de día ni de noche.

Para evadirme de aquellos padecimientos, mis sueños volaban algunas veces hasta la posada de Jerusalén donde conocí a Esther, y otros mucho más lejos, hasta la aldea de Magdala, donde vivía un ser de excepcional belleza que, pese a haberlo visto fugazmente una sola vez, había quedado prendido en mi cabeza y en mi corazón.

Algunas noches, cuando el sueño se resistía a poseerme, pensaba en aquella cueva lejana y recordaba las palabras terribles de aquel hombre de ojos profundos: «Amarás a dos mujeres y no serás amado», y me preguntaba si se refería a María de Magdala y a Esther. También había sentenciado: «Servirás a dos poderes y no servirás a ninguno», profecía que yo ahora identificaba con Roma e Israel.

Procuraba ahuyentar de mí tales pensamientos, pero no podía negar que amaba la imagen de la muchacha de Magdala, la cual no sabía de mi existencia. De forma mucho más carnal también amaba a Esther, a quien no había vuelto a ver.

Roma, en la persona de Publio Marcio, me recordaba constantemente que confiaba en mí. Al mismo tiempo, de tarde en tarde recibía la visita de alguien que decía estar de paso y que con el mayor sigilo me confesaba su condición de zelote. Yo le daba cobijo y comida, y le despedía con alivio a su partida.

El paso de los días y las estaciones no hacía desaparecer la inquietud de mi corazón. Antes al contrario, la acrecentó de tal forma que un día decidí que mi destino estaba lejos de Keriot. Deseaba beber de las enseñanzas de los rabinos y quizá con el tiempo convertirme en uno de ellos. Hablé sobre ello con mi padre, el cual sintió perder a un trabajador, pero no se opuso al conocer mi pretensión.

Coincidiendo con la caravana de suministro al palacio del gobernador, partí hacia Jerusalén resuelto a quedarme en aquella tierra.

Al llegar al palacio de Pilatos, descargamos los odres de vino y un sirviente me comunicó que Publio Marcio había salido hacía un instante con un amigo hacia una posada próxima.

Yo no sentía deseos de comunicarle mi decisión, pero debía hacerlo, ya que no volvería a traer ninguna otra remesa de vino. Me preocupaba, sin embargo, que supiera de mi permanencia en la ciudad, ya que no sabía cómo entendería mis proyectos religiosos.

Con estas cuitas me dirigí por las estrechas callejuelas que conducían a aquella posada bien conocida por mí. La tarde ya había caído y las sombras de la noche avanzaban rápidamente, cubriendo los recodos y las casas.

De pronto oí un estrépito de lucha y gritos, que terminaron súbitamente en uno de agonía. No eran raras las peleas de hombres ebrios en aquel alrededor. Aun así, me quedé inmóvil escuchando los pasos que a la carrera se me acercaban.

Doblando un abrevadero que tenía enfrente, cinco hombres cruzaron velozmente delante de mí, y pude ver las dagas en sus manos antes de que se perdieran por la calle abajo. Uno de ellos tuvo tiempo de cruzar su mirada conmigo. Lo reconocí al momento, pues era Barrabás, el caudillo zelote que me habían presentado en la posada. En sus ojos moraban a partes iguales la brutalidad y la alegría. Como los otros, no se detuvo.

Me refugié unos momentos en la oscuridad de un portal, pero el silencio que sucedió a la algarabía me animó a continuar mi camino.

Al doblar por la calle de donde procedía el grupo, la luz de la luna me dejó ver los cuerpos de dos soldados romanos que habían sido degollados. Uno de ellos era Publio Marcio.

Pese a ser los muertos enemigos de mi pueblo, me sentí responsable del acto de barbarie que casi había presenciado. Corrí con todas mis fuerzas para alejarme de allí y no me detuve hasta llegar al templo, que estaba solitario a aquellas horas. Permanecí en sus escaleras esperando la salida del sol.

Debí de quedarme dormido, ya que fue el trajín de los mercaderes que preparaban sus mesas lo que me despertó. Yo estaba acostumbrado a dormir al raso en las caravanas, pero aquella mañana todo mi cuerpo me dolía, como si una terrible enfermedad hubiera entrado en él.

No sabía qué hacer ni adonde ir, dado que había dejado a las muías y a los hombres de la caravana en casa del gobernador tras comunicarles que no iba a regresar a Keriot con ellos. Supuse que estarían ya de camino hacia el sur.

No conseguía alejar de mi cabeza el recuerdo de la noche anterior. Veía a los dos romanos tendidos en mitad de la callejuela en un charco de sangre, también las sombras huyendo y la mirada de Barrabás, que me reconocía y me hacía partícipe de aquel asesinato.

A mis anteriores tribulaciones se sumaba ahora la muerte de aquellos dos hombres.

Entonces, cuando más perdido me encontraba, entre el bullicio del patio del templo una voz serena llegó hasta mí diciendo:

—¿Qué te pasa, joven mercader? ¿Te ha abandonado tu caravana, o acaso estás buscando algo que no encuentras?

Frente a mí tenía a un anciano alto y delgado que me miraba con una mezcla de curiosidad y compasión. Al momento sentí como si aquel hombre supiera de todas mis cuitas y yo no pudiera ocultarle nada. Detrás de él, a cierta distancia, un grupo de jóvenes observaban la escena como si esperaran el desenlace de la misma.

El hombre me habló de nuevo.

—Soy el rabí Nicodemo, miembro del Sanedrín, y me dirigía al templo con aquellos discípulos que me siguen. Si estás tan perdido como pareces y quieres acompañarnos, serás bienvenido.

Aquellas eran las palabras que yo necesitaba oír. Creí que debía presentarme y explicar al que deseaba que fuera mi maestro todos mis pesares.

—Mi nombre es Judas y soy de Keriot. Necesito encontrar…

Pero el anciano no me dejó terminar, ya que declaró:

—Sé bienvenido Judas, como todo ser humano has de encontrar el hilo de tu vida, y espero que pueda ayudarte en esta ardua tarea. No necesito saber qué azares te han traído hasta aquí, juntos partiremos desde hoy por senderos que te conduzcan a encontrar la paz para tu alma.

De esta manera, y sin yo saberlo, empezó la parte de mi vida que debía llevarme hasta el oscuro día de hoy, quizá el último de mi existencia.

Puedo decir, sin temor a equivocarme, que el tiempo que pasé junto a Nicodemo fue el mejor de mi vida. Cada tarde, antes de la puesta de sol, nos leía la Tora y comentábamos luego sus enseñanzas. Visitábamos el templo y a la sombra de sus columnas escuchábamos las discusiones de todo tipo que allí se producían. Después el rabí nos daba su interpretación de lo dicho y lo callado por las gentes.

Jamás quiso que le contara mi vida anterior. «Solo hay que mirar hacia atrás para aprender de los errores. Lo esencial es saber dónde se encuentra uno ahora y mirar adonde se quiere llegar y a través de qué senda», solía decirme.

Cuando alguna vez, al principio, él me encontraba solo y lamentándome de mi destino, apoyaba sus manos en mis hombros y me cantaba un viejo proverbio de los hombres del desierto: «Por temprano que te levantes, tu destino siempre madrugará más que tú».

Me sentía muy afortunado de haberle encontrado. Nicodemo era uno de los Sabios de Naim, los cuales obraban conforme a la tradición Hillel. Era además un miembro respetado del Sanedrín, un hombre justo en sus juicios y por encima de todo un hombre bueno.

Gracias a su orientación y presencia, poco a poco mis cuitas del pasado fueron perdiendo peso. Sin llegar a desvanecerse del todo, cada vez me parecían más un sueño, como los oráculos de aquella cueva lejana ya en el tiempo. Mi vida anterior toda se me antojaba un sueño irreal.

Ya solo un recuerdo, una persona, acudía a mí con la claridad del amanecer. La princesa de Magdala no se borraba de mi cabeza, como las otras gentes y lugares de mi vida. Cuando su recuerdo regresaba a mí, sentía mi corazón como fruta picoteada por los pájaros en el árbol.

El rabí me mostraba mayor afecto con cada día que pasaba. Al conocer que yo sabía leer, me permitía acceder a la Tora y después pasábamos largo tiempo comentando lo que había leído. Muchas noches, mientras los demás discípulos dormían, me sentaba junto al fuego en su compañía y hablábamos hasta que rompía el alba.

Una mañana me apartó del grupo y me confió que se iba a ausentar durante dos días. Me reveló que su viaje tenía como fin un encuentro que iba a cambiar nuestras vidas, ya que iba a conocer a un rabino galileo que hablaba del Señor Escondido, y se dirigía a él como Padre que estás en los cielos. Me explicó también que los fariseos lo miraban con recelo, porque veían aquel diálogo íntimo con Dios como un acto de soberbia. Y, no obstante, las gentes le seguían para oírle y quedaban prendadas, como peces en la red, de sus palabras y enseñanzas.

Solo a mí se dirigió Nicodemo y me dijo que no comentara nada de aquello con los demás. Al verlo partir, la sombra de un vago presentimiento oscureció mi alma, como si los tiempos de felicidad vividos hasta entonces tocaran a su fin. Sentí que una nueva etapa de incierto devenir se cernía sobre mí como el halcón del desierto sobre su presa.

Quizá, por primera vez en mi vida, estaba en lo cierto.

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