El jugador (56 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El jugador
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–Vaya, parece que por fin tendré ocasión de verte jugar... Qué gran honor –dijo Flere-Imsaho mientras iban hacia el salón.

Gurgeh no dijo nada. Los guardias escoltaban a grupos de personas procedentes de varias partes del castillo. Fuera, el viento aullaba detrás de las puertas y las ventanas cerradas.

Gurgeh no había querido desayunar. La nave había hablado con él aquella mañana para felicitarle. Por fin lo había comprendido. De hecho, creía que Nicosar aún tenía una escapatoria, pero sólo obtendría el empate y le aseguró que ningún cerebro humano era capaz de llevar a cabo la complicadísima serie de movimientos que exigiría. La nave también le dijo que todos sus sistemas ya estaban en situación de alerta y que acudiría a la velocidad máxima en cuanto viera que ocurría algo raro. La
Factor limitativo
estaba observándolo todo a través de los sentidos de Flere-Imsaho.

Entraron en el salón de proa del castillo. Nicosar ya estaba junto al Tablero del Cambio. El ápice vestía el uniforme de comandante en jefe de la Guardia Imperial, un conjunto de prendas severo y sutilmente amenazador con espada ceremonial incluida. Gurgeh pensó que debía estar bastante ridículo con su vieja chaqueta. El salón se encontraba atestado. Los últimos grupos de personas escoltados por los guardias que parecían estar por todas partes seguían sentándose en los grádenos. Nicosar ignoró a Gurgeh. El ápice estaba hablando con un oficial de la Guardia.

–¡Hamin! –exclamó Gurgeh.

Fue hacia el viejo ápice. Hamin estaba sentado en la primera fila de asientos. Su minúsculo cuerpo retorcido casi resultaba invisible entre la corpulencia de los dos guardias que le flanqueaban. Su rostro era un reseco pergamino amarillento. Uno de los guardias extendió la mano indicándole que no debía acercarse más. Gurgeh se detuvo delante del asiento y se acuclilló para contemplar los rasgos arrugados del viejo rector.

–Hamin... ¿Puedes oírme?

Volvió a tener la absurda idea de que el ápice ya estaba muerto, pero un instante después vio moverse sus párpados. Hamin abrió un ojo y reveló un globo entre rojo y amarillento casi invisible bajo las secreciones cristalinas que lo cubrían. La marchita cabeza se movió unos centímetros.

–Gurgeh...

El ojo se cerró y la cabeza se fue inclinando lentamente hasta tocar el pecho. Gurgeh sintió que una mano tiraba de su manga y se dejó conducir hasta el asiento que le esperaba junto al tablero.

Los ventanales del salón estaban cerrados y los paneles de cristal tintineaban en sus marcos metálicos, pero los postigos antifuego aún no habían sido cerrados. Las ráfagas del vendaval hacían oscilar los troncos de los arbustos cenicientos. El cielo estaba de un color gris plomo, y el ruido del viento creaba un extraño telón de fondo compuesto por silbidos y murmullos que acompañaba a las conversaciones en voz baja de los espectadores y los grupos de personas que aún no habían ocupado sus asientos.

–¿No crees que ya deberían haber cerrado los postigos? –preguntó Gurgeh volviéndose hacia la unidad.

Se instaló en su taburete elevado. Flere-Imsaho se colocó detrás de él envuelto en su aura de zumbidos y chasquidos. El Adjudicador y sus ayudantes estaban comprobando las posiciones de las piezas.

–Sí –dijo Flere-Imsaho–. Las llamas se encuentran a menos de dos horas de aquí. Claro que sólo hacen falta unos minutos para colocarlos en posición, pero... Normalmente no suelen esperar tanto. Si estuviera en tu lugar procuraría tener mucho cuidado, Gurgeh. Las reglas prohíben utilizar la opción física en esta etapa del juego, pero tengo la impresión de que aquí está ocurriendo algo raro. Es como una especie de presentimiento...

Gurgeh habría querido responder con una observación lo más cortante posible sobre los presentimientos de la unidad, pero tenía una extraña sensación de vacío en el estómago y también empezaba a sospechar que estaba ocurriendo algo raro. Volvió la cabeza hacia el banco en el que estaba sentado Hamin. El viejo ápice no se había movido, y seguía teniendo los ojos cerrados.

–Y hay algo más –dijo Flere-Imsaho.

–¿Qué?

–Unos aparatos que no estaban antes... Ahí, en el techo.

Gurgeh alzó la mirada intentando que su gesto no resultara demasiado obvio. Le pareció que las masas de equipo de vigilancia y los sistemas de contramedidas electrónicas tenían el mismo aspecto de siempre, pero nunca les había prestado mucha atención.

–¿Qué clase de equipo? –preguntó.

–Equipo que mis sentidos encuentran inquietantemente opaco e imposible de inspeccionar, lo cual no debería ocurrir. Y ese coronel de la Guardia lleva encima un micro óptico de gran alcance.

–¿Te refieres al oficial que está hablando con Nicosar?

–Sí. Eso va contra las reglas, ¿no?

–Se supone que sí.

–¿Quieres comentarlo con el Adjudicador?

El Adjudicador estaba inmóvil junto al tablero flanqueado por dos guardias imperiales muy corpulentos. Parecía algo asustado, y sus rasgos estaban tensos. Cuando se volvió hacia él y le miró Gurgeh tuvo la impresión de que sus ojos no eran capaces de verle.

–Tengo la sensación de que no serviría de nada –murmuró Gurgeh.

–Yo también. ¿Quieres que me ponga en comunicación con la nave y le diga que venga?

–¿Puede llegar aquí antes que las llamas?

–Sí, pero por muy poco.

Gurgeh no necesitó mucho tiempo para tomar una decisión.

–Hazlo –dijo.

–Señal enviada. ¿Recuerdas las instrucciones que te di cuando te colocaste el implante?

–Las tengo grabadas en la cabeza.

–Estupendo –dijo Flere-Imsaho en un tono de voz bastante preocupado–. Un desplazamiento a gran velocidad en un ambiente de lo más hostil con alguna clase de efector que produce zonas grises incluido... Justo lo que necesitaba.

El salón estaba lleno. Los guardias cerraron las puertas. El Adjudicador lanzó una mirada llena de resentimiento e irritación al coronel de la Guardia que seguía hablando con Nicosar y el coronel movió la cabeza en un asentimiento casi imperceptible. El Adjudicador anunció la reanudación de la partida.

Nicosar hizo un par de movimientos que no parecían poseer ninguna lógica. Gurgeh no tenía ni idea de lo que pretendía conseguir con ellos. Debía estar intentando conseguir algo, pero... ¿El qué? Fuera el que fuese, su objetivo no parecía tener ninguna relación con el ganar la partida. Intentó atraer la atención de Nicosar, pero el ápice se negaba tozudamente a mirarle a los ojos. Gurgeh se pasó la mano por los labios y la mejilla, y sintió los cortes que le habían hecho los anillos. «Me he vuelto invisible», pensó.

La tormenta que rugía en el exterior hacía oscilar los arbustos cenicientos. Sus hojas se habían desplegado hasta alcanzar la máxima longitud posible, y las ráfagas de viento hacían que parecieran confundirse entre sí hasta formar una masa indistinta, un gigantesco organismo amarillo que temblaba y se agazapaba junto a las murallas del castillo. Gurgeh se dio cuenta de que los espectadores empezaban a removerse nerviosamente en sus asientos, hablaban en voz baja y lanzaban miradas de soslayo a las ventanas que seguían con los postigos abiertos. Los guardias se habían apostado en las salidas de la sala con las armas preparadas para disparar.

Nicosar hizo ciertos movimientos y colocó las cartas de los elementos en ciertas posiciones. Gurgeh seguía sin comprender qué pretendía lograr con ello. El ruido de la tormenta que hacía vibrar los cristales era tan intenso que apenas dejaba oír las voces de quienes se encontraban en el salón. El olor de las secreciones volátiles y la savia de los arbustos cenicientos estaba empezando a impregnar la atmósfera, y unos cuantos trocitos de hojas secas habían logrado entrar en el salón y estaban flotando en las corrientes de aire que recorrían aquel inmenso recinto.

Un resplandor anaranjado surgió de la nada y tiñó las nubes que flotaban en el cielo tan oscuro como la piedra del castillo que se extendía al otro lado de los ventanales. Gurgeh empezó a sudar. Fue al tablero, hizo algunos movimientos de réplica e intentó atraer la atención de Nicosar sin conseguirlo. Oyó un grito en la galena de observadores, pero el grito no tardó en ahogarse. Los guardias seguían inmóviles junto a las puertas y alrededor del tablero. El coronel con el que había estado hablando Nicosar no se apartaba del Emperador. Cuando volvió a su asiento Gurgeh miró al coronel y creyó ver lágrimas deslizándose por sus mejillas.

Nicosar había estado sentado. El Emperador se puso en pie, cogió cuatro cartas de elementos y fue hasta el centro del tablero.

Gurgeh quería gritar o levantarse de un salto. Quería hacer algo, lo que fuese, pero tenía la sensación de que unas raíces invisibles le habían unido al suelo dejándole paralizado. Los guardias se habían puesto un poco más tensos. Gurgeh clavó la mirada en las manos del Emperador y vio que estaban temblando. La tormenta golpeaba los troncos de los arbustos cenicientos haciéndolos oscilar con el salvaje desdén de un organismo consciente y enfurecido. Un haz de claridad anaranjada se deslizó sobre las copas de las plantas, se retorció durante unos segundos contra el telón oscuro que había detrás de él y fue desvaneciéndose poco a poco.

–Oh, mierda santísima... –murmuró Flere-Imsaho–. Sólo faltan cinco minutos para que llegue.

–¿Qué?

Gurgeh se volvió hacia la máquina.

–Cinco minutos –dijo la unidad, y se las arregló para producir una imitación muy realista del tragar saliva–. Debería estar a casi una hora de distancia. No puede haberse movido tan deprisa... Tienen que haber creado un nuevo frente de llamas.

Gurgeh cerró los ojos. Podía sentir el bultito que había debajo de su lengua reseca como el papel.

–¿Y la nave? –preguntó volviendo a abrir los ojos.

La unidad tardó unos segundos en responder.

–Imposible –dijo con voz átona y resignada.

Nicosar se inclinó sobre el tablero. Colocó una carta de fuego sobre un símbolo de agua que cubría un pliegue de una zona elevada. El coronel de la Guardia giró la cabeza unos centímetros hacia un lado y Gurgeh vio moverse sus labios como si acabara de soplar para quitarse una motita de polvo del cuello del uniforme.

Nicosar se incorporó, miró a su alrededor y dio la impresión de aguzar el oído. Gurgeh pensó que no había nada que escuchar aparte de los rugidos de la tormenta.

–Acabo de captar una emisión de infrasonidos –dijo Flere-Imsaho–. Ha sido una explosión a un kilómetro de aquí en dirección norte... El viaducto.

Gurgeh siguió con los ojos a Nicosar. El Emperador fue lentamente hasta otra posición del tablero y colocó una carta sobre la carta de Gurgeh que ocupaba la zona: fuego sobre agua. El coronel volvió a decir algo por el micrófono que llevaba en el hombro. El castillo tembló. Una serie de ondas expansivas recorrieron el salón haciéndolo vibrar.

Las piezas se tambalearon sobre el tablero. Los espectadores se pusieron en pie y empezaron a gritar. Los paneles de cristal se agrietaron en sus marcos y cayeron sobre las losas haciéndose añicos, dejando que la voz aullante de la tempestad entrara en el salón seguida por una estela de hojas. Una hilera de llamas apareció sobre las copas de los arbustos cenicientos y llenó de fuego la base de la negrura hirviente en que se había convertido el horizonte.

Nicosar colocó la siguiente carta de fuego, esta vez sobre una carta de tierra. El castillo pareció removerse bajo los pies de Gurgeh. El viento que entraba por las ventanas hizo rodar las piezas de menos peso igual que si fuese una invasión tan absurda como incontenible y tiró de las túnicas del Adjudicador y sus ayudantes. Los espectadores habían empezado a abandonar los grádenos y tropezaban los unos con los otros en un frenético intento de llegar a las salidas. Los guardias ya habían alzado sus armas.

El cielo estaba lleno de llamas.

Nicosar colocó la última carta de fuego sobre la de la Vida, el elemento-fantasma, y se volvió lentamente hacia Gurgeh.

–Esto tiene peor aspecto a cada... ¡Greeeeeee!

La voz de Flere-Imsaho se convirtió en un chirrido estridente. Gurgeh giró sobre sí mismo y vio a la máquina vibrando en el aire envuelta por un aura de fuego verde.

Los guardias habían empezado a disparar. Las puertas del salón se abrieron de golpe y la multitud corrió hacia ellas, pero los guardias ya se habían dispersado por el tablero y hacían fuego a discreción contra las galerías de observación y los bancos. Los haces de las armas láser caían sobre el gentío que intentaba huir y derribaban a los ápices, machos y hembras que no paraban de gritar creando una tormenta de luces parpadeantes y detonaciones que hacían vibrar el aire.

–¡Graaaaaaak! –gritó Flere-Imsaho.

El metal de sus placas se había vuelto de un color rojo oscuro y estaba empezando a humear. Gurgeh no podía apartar los ojos de la unidad. Nicosar seguía inmóvil en el centro del tablero rodeado por sus guardias con la cabeza vuelta hacia Gurgeh. El Emperador sonreía.

Las llamas se alzaron sobre las copas de los arbustos cenicientos. Los últimos heridos salieron tambaleándose y tropezando por las puertas y el salón quedó vacío. Flere-Imsaho flotaba en el aire. La unidad estaba envuelta en un aura blanca, amarilla y naranja. Gurgeh la vio subir hacia el techo dejando caer gotitas de metal fundido que se esparcieron sobre el tablero. Una nube de llamas y humo surgió de la nada y la ocultó. Flere-Imsaho aceleró y cruzó el salón como empujada por una inmensa mano invisible. La unidad se estrelló contra la pared y estalló con un destello cegador. La onda expansiva fue tan potente que casi hizo caer a Gurgeh de su taburete.

Los guardias que rodeaban al Emperador salieron del tablero y empezaron a dispersarse por los bancos y galerías rematando a los heridos. Ninguno de ellos prestó atención a Gurgeh. Los ecos de los disparos entraban por las puertas que llevaban al resto del castillo, y los muertos yacían envueltos en sus atuendos multicolores como si fuesen una horrenda alfombra.

Nicosar fue lentamente hacia Gurgeh deteniéndose unos momentos para apartar algunas piezas de una patada. Gurgeh vio como uno de sus pies se posaba sobre el charquito de fuego provocado por una de las gotas de metal fundido que se habían desprendido de la carcasa de Flere-Imsaho y lo extinguía. El Emperador desenvainó su espada y la alzó con la tranquila lentitud que habría empleado para mover una pieza o coger una carta del juego.

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