Y de repente comprendió que echaría de menos a Nicosar. Existían algunos aspectos en los que tenía la sensación de que el Emperador y él habían llegado a un grado de intimidad que Gurgeh nunca había conocido antes. El juego les había unido y había hecho que compartieran toda una gama de experiencias y sensaciones que Gurgeh no creía posibles en ningún otro tipo de relación.
Dejó escapar un suspiro, se levantó del banco y volvió al parapeto para contemplar el camino que había al pie de la torre. Vio a dos guardias imperiales cuyas siluetas apenas podían distinguirse gracias a la luz que brotaba por la puerta abierta. Sus pálidos rostros estaban vueltos hacia arriba y le observaban. Gurgeh no estaba seguro de si debía saludarles o no. Uno de los guardias alzó un brazo y un chorro de luz cayó sobre Gurgeh obligándole a protegerse los ojos. Una tercera silueta menos alta vestida con ropas oscuras en la que no se había fijado antes fue hacia la torre y cruzó el umbral. El haz de la linterna se desvaneció. Los dos guardias se colocaron uno a cada lado de la puerta.
Gurgeh oyó pasos dentro de la torre. Volvió a tomar asiento en el banco de piedra y esperó.
–Buenas noches, Morat Gurgeh.
Era Nicosar. La oscura silueta del Emperador de Azad emergió de la oscuridad de la torre. Gurgeh vio que tenía los hombros algo encorvados.
–Alteza...
–Siéntate, Gurgeh –dijo aquella voz tranquila y suave.
Nicosar fue hacia el banco y tomó asiento junto a Gurgeh. Su pálido rostro era como una luna indistinta que flotaba delante de él, y la débil claridad que brotaba del pozo de la escalera apenas si permitía distinguir sus rasgos. Gurgeh se preguntó si Nicosar podría verle. El rostro-luna se movió lentamente y acabó volviéndose hacia la mancha de color carmín que se iba esparciendo por el horizonte.
–Ha habido un intento de acabar con mi vida, Gurgeh –dijo el Emperador en voz baja.
–Que ha... –empezó a decir Gurgeh, y durante unos instantes no supo cómo reaccionar–. Alteza, ¿estáis bien?
El rostro-luna volvió a girar hacia él.
–Estoy ileso. –El ápice alzó una mano–. Por favor, deja de llamarme «Alteza». Estamos solos, y podemos olvidarnos del protocolo. Quería explicarte personalmente la razón de que el castillo haya quedado bajo la ley marcial. La Guardia Imperial lo vigila todo. No espero otro atentado, pero hay que tomar precauciones.
–Pero ¿quién ha podido hacer algo semejante? ¿Quién sería capaz de atacaros?
Nicosar volvió la mirada hacia el norte y las colinas invisibles que se alzaban en esa dirección.
–Creemos que los culpables quizá hayan intentado escapar por el viaducto que lleva a los lagos que alimentan el depósito de agua, así que he enviado unos cuantos guardias allí. –La cabeza de Nicosar se volvió lentamente hacia el hombre y cuando siguió hablando lo hizo en un tono de voz aún más bajo que antes–. Me has colocado en una situación muy interesante, Morat Gurgeh.
–Yo... –Gurgeh suspiró y clavó los ojos en sus pies–. Sí. –Alzó la mirada y contempló el círculo de blancura que flotaba ante él–. Lo siento. Quiero decir que... Bueno, el final está muy cerca.
Se dio cuenta de que también había bajado el tono de voz, y descubrió que no podía mirar al Emperador a la cara.
–Bien, ya veremos –dijo el Emperador–. ¿Quién sabe? Puede que mañana te dé una sorpresa.
Gurgeh se sobresaltó. La oscuridad le impedía ver la expresión de aquel rostro parecido a una mancha blanca que flotaba ante él, pero... ¿Estaría hablando en serio? El ápice tenía que haberse dado cuenta de que su posición era desesperada, ¿no? ¿Habría visto algo que se le había pasado por alto a Gurgeh? Gurgeh empezó a preocuparse. Quizá había estado demasiado seguro de sí mismo. Nadie más se había dado cuenta de que el final de la partida estaba muy próximo, ni tan siquiera la nave. ¿Y si se había equivocado? Sintió un deseo repentino y casi incontrolable de volver a ver el tablero, pero incluso la imagen imperfecta que seguía teniendo grabada en la mente era lo bastante precisa para mostrarle la situación de sus fortunas respectivas. La derrota de Nicosar aún estaba implícita, pero era inevitable. Gurgeh estaba seguro de que el Emperador no podría hacer nada para impedirlo. La partida había terminado. Tenía que haber terminado...
–Gurgeh, quiero que respondas a una pregunta –dijo Nicosar. El círculo blanco volvió a contemplarle–. ¿Cuánto tiempo estuviste aprendiendo el juego?
–Dijimos la verdad. Dos años. De una forma intensiva, pero...
–No me mientas, Gurgeh. Mentir ahora ya no tiene objeto.
–Nicosar, yo nunca... Nunca te mentiría.
El rostro-luna se movió lentamente de un lado a otro.
–Como quieras. –El Emperador guardó silencio durante unos momentos–. Debes estar muy orgulloso de tu Cultura.
Pronunció la última palabra en un tono de repugnancia que Gurgeh quizá hubiera encontrado cómico si no fuera tan obviamente sincero.
–¿Orgulloso? –replicó–. No lo sé. No la he creado. Da la casualidad de que nací en ella. Yo...
–Vamos, Gurgeh... No te tomes las cosas tan al pie de la letra. Me refería al orgullo que se siente cuando formas parte de algo. El orgullo de representar a tu gente... ¿Vas a decirme que no sientes ese orgullo?
–Yo... Un poco, quizá. Sí... Pero no he venido aquí como campeón de la Cultura, Nicosar. No represento nada ni nadie salvo a mí mismo. He venido a tomar parte en el juego, nada más.
–Nada más... –repitió Nicosar en un tono de voz tan bajo que Gurgeh apenas si pudo oírle–. Bueno, supongo que debemos reconocer que has hecho un papel magnífico, ¿no?
Gurgeh deseó poder ver el rostro del ápice. ¿Le había temblado la voz? ¿Había estado a punto de quebrarse?
–Gracias. Pero sólo me corresponde la mitad del mérito..., no, menos de la mitad, porque...
–¡No quiero oír tus elogios!
Nicosar alzó velozmente una mano y golpeó a Gurgeh en la boca. Los gruesos anillos le desgarraron la mejilla y los labios.
Gurgeh estuvo a punto de caer hacia atrás. El golpe había sido tan potente e inesperado que le había dejado aturdido. Nicosar se levantó de un salto, fue hacia el parapeto y puso sus manos sobre las piedras. Sus dedos estaban tan tensos que parecían garras. Gurgeh alzó el brazo y sintió el calor de la sangre deslizándose por su rostro. Le temblaba la mano.
–Me das asco, Morat Gurgeh –dijo Nicosar como si hablara con el resplandor rojo del oeste–. Tu ciega e insípida moralidad ni tan siquiera puede explicar el éxito que has obtenido, y tratas este juego-batalla como si fuese una danza estúpida. El juego es algo con lo que se debe luchar y a lo que se debe resistir, y tú has intentado seducirlo. Lo has pervertido. Has sustituido nuestro testimonio sagrado por tu asquerosa pornografía..., has mancillado el juego..., tú..., sucio macho alienígena.
Gurgeh se pasó la mano por los labios ensangrentados. Estaba mareado y le daba vueltas la cabeza.
–Quizá..., quizá sea así como lo ves, Nicosar. –Tragó saliva y algo de sangre espesa y salada con ella–. No creo que estés siendo justo con...
–¿Justo? –gritó el Emperador. Dio unos pasos hacia Gurgeh y se interpuso entre él y el resplandor del incendio lejano–. ¿Hay alguna razón por la que las cosas deban ser justas? ¿Crees que la vida es justa? –Se inclinó sobre el banco de piedra, agarró a Gurgeh por el pelo y le sacudió la cabeza violentamente de un lado a otro–. ¿Lo es? ¿Lo es?
Gurgeh dejó que el ápice le sacudiera sin oponer resistencia. El Emperador le soltó el pelo pasados unos momentos y extendió la mano delante de él como si acabara de tocar algo sucio y repugnante. Gurgeh se aclaró la garganta.
–No, la vida no es justa. No es intrínsecamente justa.
El ápice giró sobre sí mismo y volvió a poner las manos sobre la curva de piedra del parapeto.
–Pero intentamos que lo sea –siguió diciendo Gurgeh–. Es un objetivo hacia el que podemos intentar dirigirnos. Puedes escoger entre ir hacia él o alejarte. Nosotros hemos escogido ir hacia él. Siento que eso haga que nos encuentres repulsivos.
–«Repulsiva» apenas si es la palabra adecuada para describir lo que pienso de tu preciosa Cultura, Gurgeh. No estoy muy seguro de poseer las palabras que necesitaría para explicarte lo que pienso de tu... Cultura. No conocéis la gloria y el orgullo, no sabéis lo que es adorar algo que está muy por encima de vosotros. Oh, sí, tenéis mucho poder. Lo sé. Lo he visto, y sé lo que podéis hacer..., pero seguís siendo impotentes y siempre lo seréis. Las criaturas apacibles y patéticas, los que se asustan y se encogen sobre sí mismos... Sólo pueden durar un tiempo, y no importa lo terribles e impresionantes que sean las máquinas dentro de las que se ocultan. Al final acabaréis cayendo, y vuestra hermosa y reluciente maquinaria no podrá salvaros de ese destino. Los fuertes sobreviven. Eso es lo que nos enseña la vida, Gurgeh..., eso es lo que nos demuestra el juego. La lucha por la supervivencia, el combate para demostrar lo que vales... No son frases huecas. ¡Son la verdad!
Gurgeh vio como las pálidas manos del ápice se tensaban sobre la oscura superficie del parapeto. ¿Qué podía decirle? ¿Iban a discutir de metafísica aquí y ahora usando la herramienta imperfecta del lenguaje cuando habían pasado los últimos diez días diseñando la imagen más perfecta de sus filosofías y de su eterno conflicto que eran capaces de expresar fuera cual fuese la forma que utilizaran?
Y, de todas formas... ¿Qué argumentos podía emplear? ¿Que la inteligencia podía sobrepasar a la fuerza ciega de la evolución con su énfasis puesto en la mutación, el combate y la muerte, y que era capaz de llegar mucho más allá que ella? ¿Que la cooperación consciente siempre había sido y sería más eficiente que la competición entre fieras? ¿Que si fuese utilizado para articular, comunicar y definir el Azad podría llegar a ser mucho más que una mera batalla? Ya había hecho y dicho todo eso, y lo había expresado mejor de lo que podía expresarlo ahora con simples palabras.
–No has vencido, Gurgeh –murmuró Nicosar. Su voz se había vuelto tan ronca y áspera que casi parecía un graznido–. Tú y tu especie nunca venceréis. –Se dio la vuelta y le miró–. Pobre macho patético... Juegas al Azad, pero no comprendes nada de todo lo que te rodea, ¿verdad?
Gurgeh captó en su tono de voz algo que casi parecía compasión.
–Creo que ya has decidido que no lo comprendo –replicó mirando fijamente a Nicosar.
El Emperador dejó escapar una carcajada y volvió la cabeza hacia los lejanos reflejos de aquel incendio que abarcaba todo un continente y que aún no había emergido por encima del horizonte. La risa fue debilitándose hasta acabar convertida en una especie de tos. Nicosar alzó una mano y la movió de un lado a otro.
–Nunca lo comprenderéis. Lo único que conseguiréis será que os utilicen. –Meneó la cabeza. Gurgeh apenas si pudo distinguir el gesto en la oscuridad–. Regresa a tu habitación,
morat
. Te veré por la mañana. –El rostro-luna se volvió hacia el horizonte y los reflejos rojizos del incendio que teñían la parte inferior de las nubes–. El incendio ya debería haber llegado para entonces.
Gurgeh esperó unos momentos antes de levantarse del banco. Era como si ya se hubiese ido. El Emperador ya le había despedido y se había olvidado de él, y Gurgeh hasta tuvo la vaga impresión de que sus últimas palabras no iban dirigidas a Gurgeh.
Gurgeh se puso en pie sin hacer ningún ruido y volvió a la penumbra de la torre. Los dos guardias seguían inmóviles con expresión impasible, uno a cada lado de la puerta. Gurgeh alzó los ojos y vio a Nicosar inmóvil junto al parapeto. Sus pálidas manos seguían tensas sobre la fría piedra. Le observó en silencio durante unos momentos, giró sobre sí mismo y se alejó de la torre. Fue por los pasillos y salones repletos de guardias imperiales que estaban ordenando a todo el mundo que volviera a sus habitaciones mientras cerraban las puertas, se apostaban en las escaleras y los ascensores y encendían todas las luces para que el castillo sumido en el silencio ardiera como una luminaria blanca perdida en la noche, como una inmensa nave de piedra a la deriva en un mar negro y oro.
Gurgeh entró en su habitación. Flere-Imsaho flotaba delante de la pantalla pasando velozmente de un canal de noticias a otro. La unidad le preguntó qué estaba ocurriendo en el castillo y Gurgeh se lo explicó.
–No creo que las cosas estén tan mal –dijo la unidad acompañando sus palabras con la oscilación de un lado a otro que usaba como encogimiento de hombros–. No están tocando marchas militares, pero no hay forma de comunicar con el exterior... ¿Qué le ha ocurrido a tu boca?
–Me caí.
–Mm-hmmm.
–¿Podemos ponernos en contacto con la nave?
–Claro.
–Dile que vaya calentando los sistemas. Puede que la necesitemos.
–Vaya, así que por fin te estás volviendo precavido... Muy bien.
Gurgeh se fue a la cama, pero no logró conciliar el sueño. Yació mucho rato inmóvil en la oscuridad escuchando el rugir del viento.
El ápice siguió en lo alto de la torre durante varias horas observando el horizonte. Parecía incapaz de apartarse del parapeto de piedra, como si se hubiera convertido en una estatua o como si fuera un arbolillo negro y blanco que había brotado de una semilla errante. El viento que llegaba del este se fue haciendo más frío y tiró de las oscuras ropas de la figura inmóvil, aulló alrededor del castillo inundado de luces y se abrió paso por entre el dosel de arbustos cenicientos sacudiéndolo con un ruido que hacía pensar en el ir y venir de las olas.
El amanecer llegó poco a poco. Empezó iluminando las nubes y fue tiñendo el este con sus matices dorados. La negrura del oeste y la cinta de tierra que brillaba con un resplandor rojizo se encendieron con un repentino destello de luz blanca que fue seguido por el naranja y el amarillo. Los colores vacilaron y desaparecieron para volver enseguida, hacerse más definidos y extenderse a toda velocidad.
La silueta apoyada en el parapeto se apartó de aquella brecha que se iba ensanchando en el cielo rojo y negro, lanzó una rápida mirada al amanecer que tenía detrás y se tambaleó durante unos momentos como si estuviera atrapada entre las corrientes rivales de luz que fluían de cada extremo del horizonte.
Dos guardias fueron a la habitación. Abrieron la puerta y le dijeron a Gurgeh y a la máquina que se les esperaba en el salón de proa. Gurgeh ya se había puesto sus ropas de jugador. Los guardias le dijeron que el Emperador había decidido que la sesión se jugaría sin el atuendo ceremonial. Gurgeh miró a Flere-Imsaho y fue a cambiarse. Se puso una camisa limpia y los pantalones y la chaqueta que llevaba la noche anterior.