–Sí, gracias –dijo Gurgeh–. Hemos tenido un viaje muy agradable.
Estaban en el techo de un edificio rodeado por el verdor exuberante de la vegetación y desde el que podían contemplar las tranquilas aguas del mar interior. La casa quedaba prácticamente oculta por el follaje, y lo único que podía verse claramente de ella era el tejado que emergía entre las ondulantes copas de los árboles. Cerca de la casa había cobertizos con animales para montar, y los distintos niveles de la construcción daban origen a pasarelas esbeltas y elegantes que se deslizaban entre los troncos a bastante distancia de las sombras que cubrían el suelo del bosque y terminaban en las playas de arenas doradas, los pabellones y las residencias veraniegas de la propiedad. Gigantescas masas de nubes blancas iluminadas por el sol centelleaban sobre la distante línea del continente.
–Ha usado la palabra «hemos» –dijo Hamin mientras paseaban por el tejado.
Varios machos vestidos con libreas habían empezado a descargar el equipaje de Gurgeh.
–La unidad Flere-Imsaho y yo –replicó Gurgeh.
Movió la cabeza señalando la máquina que zumbaba y chisporroteaba aparatosamente junto a su hombro.
–Ah, sí –dijo el viejo ápice. Su calva reflejó la luz binaria que caía del cielo–. La máquina que algunas personas creen le permite jugar tan bien...
Bajaron a un balcón muy espacioso en el que había muchas mesas donde Hamin presentó a Gurgeh –y a la unidad– a una considerable cantidad de gente, la mayoría ápices aunque también había algunas hembras vestidas con mucha elegancia. Sólo había una persona a la que ya conocía. Lo Shav Oíos dejó su copa sobre la mesa, sonrió y se puso en pie para estrechar la mano de Gurgeh.
–Señor Gurgeh... Qué gran alegría volver a verle. La suerte ha seguido acompañándole y su dominio del juego se ha hecho aún más grande de lo que ya era. Un logro formidable... Permita que vuelva a felicitarle por su nueva victoria.
Los ojos del ápice se apartaron un segundo del rostro de Gurgeh y se posaron en los anillos.
–Gracias. La conseguí a un precio del que habría preferido prescindir.
–Desde luego, desde luego... Nunca dejará de sorprendernos, señor Gurgeh.
–Estoy seguro de que llegará un momento en que dejaré de hacerlo.
–Es usted demasiado modesto.
Oíos sonrió y volvió a sentarse.
Gurgeh rechazó la oferta de ir a las habitaciones que se le habían asignado para descansar un poco diciendo que no estaba cansado. Se sentó a una mesa con Hamin, unos cuantos directores del Colegio de Candsev y algunos funcionarios de la corte. Les sirvieron vino frío y aperitivos sazonados con especias. Flere-lmsaho se posó en el suelo junto a los pies de Gurgeh sin hacer demasiado ruido. Los anillos que llevaba en las manos le indicaron que no corría ningún peligro. La sustancia más dañina presente en la mesa era el alcohol.
La conversación procuró evitar la última partida de Gurgeh. Todo el mundo pronunciaba su nombre correctamente. Los directores del colegio le hicieron algunas preguntas sobre su «originalísimo e inimitable» estilo de juego y Gurgeh respondió a ellas lo mejor que pudo. Los funcionarios de la corte le interrogaron cortésmente sobre su mundo natal y Gurgeh les contó unas cuantas fantasías sobre la vida en un planeta. También hicieron algunas preguntas sobre Flere-Imsaho, y Gurgeh guardó silencio durante unos momentos esperando que la máquina respondiera a ellas pero no lo hizo, así que les dijo la verdad. La Cultura consideraba que aquella máquina era una persona. Podía hacer lo que le diera la gana y no le pertenecía.
Una hembra muy alta e increíblemente hermosa –una acompañante de Lo Shav Oíos que se sentó a su mesa–, inclinó la cabeza hacia Flere-Imsaho y le preguntó si su amo jugaba lógicamente o no.
Flere-Imsaho replicó que Gurgeh no era su amo –en su tono de voz había un cansancio casi imperceptible que Gurgeh sospechó era el único en detectar–, y que suponía que cuando jugaba sus procesos mentales eran más lógicos que en otros momentos, pero que no sabía gran cosa sobre el Azad.
Su respuesta pareció divertir mucho a todos los presentes.
Hamin se puso en pie y proclamó que los dos siglos y medio de experiencia acumulados por su estómago sabían juzgar cuándo era hora de cenar mejor que el reloj de cualquier sirviente. Hubo algunas carcajadas corteses y el balcón fue quedando desierto. Hamin escoltó personalmente a Gurgeh hasta sus aposentos y le dijo que un sirviente vendría a avisarle cuando faltara poco para la cena.
–Me gustaría saber por qué te han invitado –dijo Flere-Imsaho.
La unidad estaba deshaciendo rápidamente el equipaje de Gurgeh mientras el hombre permanecía inmóvil delante de la ventana contemplando las copas de los árboles y las tranquilas aguas del mar interior.
–Quizá estén pensando en reclutarme para el Imperio. ¿Qué opinas, unidad? ¿Crees que sería un buen general?
–No digas tonterías, Jernau Gurgeh. –La unidad pasó a utilizar el marain–. Y no olvides azar bazar que nosotros vigilados estamos tontería aleatoria.
Gurgeh puso cara de preocupación.
–Cielos, unidad –dijo en eaquico–. ¿Qué te ocurre? ¿Algún trastorno repentino del habla?
–Gurgeh... –siseó la unidad, y dejó caer sobre la cama unas cuantas prendas que el Imperio consideraba aceptables para una cena formal.
Gurgeh giró sobre sí mismo y sonrió.
–Quizá sólo quieran matarme.
–Me pregunto si aceptarían ayuda.
Gurgeh rió y fue hacia las prendas que la unidad había desplegado sobre la cama.
–No te preocupes. Todo irá bien.
–Si tú lo dices. Pero aquí ni tan siquiera contamos con la protección del módulo, y en cuanto a la nave... En fin, será mejor que no nos preocupemos pensando en lo que puede ocurrir.
Gurgeh cogió un par de prendas parecidas a túnicas y las sostuvo delante de su cuerpo sujetándolas con el mentón mientras las observaba con expresión pensativa.
–No estoy preocupado –dijo. La unidad no pudo contenerse por más tiempo: –¡Oh, Jernau Gurgeh! –gritó con voz exasperada–. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? ¡No puedes combinar el rojo con el verde!
–¿Le gusta la música, señor Gurgeh? –preguntó Hamin inclinándose sobre él.
Gurgeh asintió.
–Bueno... Un poquito de música nunca hace daño.
Hamin se reclinó en su asiento, aparentemente satisfecho con la respuesta. Volvían a estar en el gran jardín del tejado. La cena había sido una ceremonia larga, complicada y un tanto excesiva para el estómago que había incluido hembras desnudas bailando en el centro del comedor, y si había que creer en los anillos de Gurgeh nadie había intentado añadir ninguna sustancia extraña a su comida. Ya había oscurecido y los comensales estaban sentados disfrutando de la cálida atmósfera nocturna mientras escuchaban la música quejumbrosa producida por un grupo de ápices. Unas pasarelas de líneas elegantes y delicadas llevaban desde el jardín hasta las imponentes siluetas de los árboles.
Gurgeh compartía una mesita con Hamin y Oíos. Flere-Imsaho estaba junto a sus pies. Las lámparas brillaban en los árboles que se alzaban a su alrededor. El jardín del tejado era una isla de luz perdida en la noche rodeada por los gritos con que los pájaros y animales parecían responder a la música.
–Señor Gurgeh, me estaba preguntando si... ¿Alguna de nuestras danzarinas le ha parecido especialmente atractiva? –dijo Hamin tomando un sorbo de su bebida y encendiendo una pipa muy larga que terminaba en una cazoleta minúscula. Hamin dio una calada y siguió hablando mientras el humo se enroscaba alrededor de su cabeza–. Se lo pregunto porque una de ellas –la de la mecha plateada, ¿la recuerda?–, expresó un considerable interés por su persona. Lamentaría mucho que... Bueno, espero no estarle escandalizando, señor Gurgeh. ¿Le he escandalizado?
–En absoluto.
–Bien, sólo deseaba dejar claro que se encuentra entre amigos. Ha demostrado más que sobradamente de lo que es capaz en el juego y nos hallamos en un sitio muy íntimo y alejado de los ojos de la prensa y la gente corriente que, naturalmente, necesita regirse por reglas estrictas y más bien toscas... Reglas de las que nosotros podemos prescindir. ¿Comprende a qué me refiero? Puede relajarse con toda tranquilidad y sin temor a indiscreciones.
–Se lo agradezco. Le aseguro que intentaré relajarme, pero antes de venir aquí me dijeron que su especie me encontraría desagradable..., quizá incluso desfigurado. Su amable bondad me abruma, pero preferiría no imponer mi presencia a alguna persona que estuviera obligada a soportarla por factores que escapan a su control.
–Ah, Jernau Gurgeh... Está cometiendo un nuevo exceso de modestia –dijo Oíos y sonrió.
Hamin asintió y dio otra calada a su pipa.
–Verá, señor Gurgeh, he oído decir que su «Cultura» carece de reglas. Estoy seguro de que es una exageración, pero debe haber una parte de verdad en ello, y me imagino que nuestras leyes y la rigidez con que son observadas debe... Bueno, supongo que nuestra sociedad debe parecerle muy distinta a la suya.
«Tenemos muchas reglas y tratamos de vivir según las leyes de Dios, el Juego y el Imperio. Pero una de las ventajas de tener leyes es el considerable placer que se puede obtener quebrantándolas. No somos niños, señor Gurgeh. –Hamin movió la pipa señalando las mesas que les rodeaban–. Las reglas y las leyes existen por la única razón de que nos gusta hacer todo aquello que prohíben, pero basta con que la mayoría de personas obedezcan esas prescripciones la mayor parte del tiempo para que las leyes hayan cumplido su función. La obediencia ciega significaría que somos... ¡Ja! –Hamin dejó escapar una risita y señaló a la unidad con la pipa–. ¡Significaría que somos meros robots!
El zumbido de Flere-Imsaho se hizo un poco más fuerte, pero sólo durante unos segundos.
Hubo un silencio. Gurgeh tomó un sorbo de su bebida.
Oíos y Hamin intercambiaron una rápida mirada.
–Seamos francos, Jernau Gurgeh –dijo Oíos por fin haciendo girar el vaso entre los dedos–. Su presencia está empezando a resultarnos bastante molesta. Ha jugado mucho mejor de lo que esperábamos. No creíamos que se nos pudiera engañar con tanta facilidad, pero parece que usted lo ha conseguido. Le felicito por el truco que haya empleado, sea el que sea, tanto si se trata de sus glándulas productoras de drogas, la máquina que tiene a los pies o, sencillamente, haber estado jugando al Azad mucho más tiempo del que admite. Ha sido más listo que nosotros, y estamos realmente impresionados. Lo único que lamento es el daño sufrido por personas inocentes, como Lo Prinest Bermoiya o esos mirones que recibieron las balas destinadas a usted. No queremos que siga jugando, cosa que indudablemente ya se habrá imaginado. El Departamento Imperial no tiene nada que ver con el Departamento del Juego, por lo que hay muy poca cosa que podamos hacer al respecto. Aun así, tenemos una sugerencia.
–¿Y en qué consiste esa sugerencia?
Gurgeh tomó otro sorbo de su bebida.
–Guarda relación con lo que le estaba diciendo hace unos momentos.
–Hamin alzó la pipa y apuntó con ella a Gurgeh–. Tenemos muchas leyes y, por lo tanto, tenemos muchos crímenes y delitos. Algunos de ellos son de naturaleza sexual, ¿comprende? –Gurgeh clavó los ojos en su bebida y Hamin siguió hablando–. No creo que deba insistir en el hecho de que nuestra fisiología hace que resultemos un poco... especiales en ese aspecto. De hecho, casi siento la tentación de afirmar que es una faceta del crimen en la que estamos especialmente dotados por la naturaleza, y aparte de eso en nuestra sociedad es posible controlar a las personas. Existen medios para conseguir que una o varias personas hagan cosas que quizá no deseen hacer. Podemos ofrecerle la clase de experiencias que usted mismo ha admitido resultarían imposibles en su mundo. –El viejo ápice se inclinó hacia Gurgeh y bajó el tono de voz–. ¿Puede imaginarse lo que sería poseer a varias hembras y machos..., incluso a varios ápices, si lo desea..., y obligarles a hacer cualquier cosa que se le pase por la cabeza?
Hamin golpeó su pipa contra la pata de la mesa y una nubecilla de ceniza cayó lentamente sobre Flere-Imsaho. El rector del Colegio de Candsev alzó la cabeza hacia Gurgeh, le obsequió con una sonrisa francamente conspiratoria y se reclinó en el asiento. Gurgeh vio como sacaba un saquito de cuero de un bolsillo y volvía a llenar la pipa.
Oíos apoyó los codos en la mesita y se inclinó hacia adelante.
–Toda esta isla puede ser suya durante todo el tiempo que quiera, Jernau Gurgeh. Puede poseer a todas las personas que desee formando las combinaciones sexuales que más le apetezcan..., todo el tiempo que quiera.
–Pero a cambio he de abandonar el juego.
–Sí, tiene que retirarse –dijo Oíos.
Hamin asintió.
–Hay precedentes.
–¿Toda la isla?
Gurgeh movió lentamente la cabeza observando el jardín sumido en la penumbra. Un grupo de baile surgió de la nada. Las esbeltas siluetas de los ápices, hombres y mujeres casi desnudos subieron por un tramo de escalones que llevaba a un pequeño escenario situado detrás de los músicos.
–Toda –dijo Oíos–. La isla, la casa, los sirvientes, el grupo de danza que acaba de ver... Todo y todas las personas que hay aquí.
Gurgeh asintió, pero no dijo nada.
Hamin volvió a encender su pipa.
–Incluso la orquesta –dijo, y tosió. Movió la mano señalando a los músicos–. ¿Qué opina de sus instrumentos, señor Gurgeh? ¿No le parece que tienen un sonido muy dulce y melancólico?
–Sí, es muy agradable.
Gurgeh tomó un sorbo de su bebida mientras veía como los miembros del grupo de baile se iban dispersando sobre el escenario.
–E incluso en eso hay algo que se le escapa –dijo Hamin–. Debe comprender que una parte muy grande del placer nace de conocer el precio que se debe pagar por el privilegio de oír esta música. ¿Ve ese instrumento de ocho cuerdas..., el de la derecha?
Gurgeh asintió.
–Cada una de esas ocho cuerdas ha servido para estrangular a un hombre –dijo Hamin–. ¿Ve al macho del fondo que está tocando esa flauta blanca?
–¿La que tiene forma de hueso?
Hamin rió.
–Es el fémur de una hembra extraído sin anestesia.
–Por supuesto –dijo Gurgeh, y cogió unas cuantas nueces de uno de los cuencos que había sobre la mesa–. ¿Es costumbre usar dos, o hay muchas damas con una sola pierna que se dedican a la crítica musical?