El jugador (44 page)

Read El jugador Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El jugador
3.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hamin sonrió.

–¿Ve? –exclamó volviéndose hacia Oíos–. Sabe apreciarlo. –El viejo ápice alzó la mano y señaló a la orquesta. El grupo de baile ya estaba listo para empezar su actuación–. Los tambores están hechos con piel humana, y supongo que eso le aclarará el porqué cada conjunto recibe el nombre de familia. El instrumento de percusión horizontal está construido con los huesecillos de muchas manos y... Bueno, hay otros instrumentos, pero supongo que ahora puede comprender la razón de que quienes sabemos los sacrificios que ha exigido hacerla posible opinemos que esta música es tan... exquisita.

–Oh, sí –dijo Gurgeh.

Los danzarines dieron comienzo a su actuación. Se movían con una gracia tan fluida que resultaba casi imposible no prestarles atención. Algunos debían llevar unidades antigravitatorias y flotaban y se deslizaban lentamente por el aire como si fueran inmensos pájaros multicolores.

–Estupendo –dijo Hamin–. Bien, Gurgeh... Hay dos posiciones posibles en el Imperio. Uno puede elegir entre ser el que juega o dejar que..., que jueguen con él.

Hamin sonrió, satisfecho ante lo que era un juego de palabras en eáquico y, hasta cierto punto, también en marain.

Gurgeh observó en silencio a los danzarines durante unos momentos.

–Iré a Ecronedal y jugaré, rector –dijo por fin sin apartar los ojos de sus evoluciones.

Extendió el brazo y empezó a golpear el cristal de la copa con un anillo siguiendo el ritmo de la música.

Hamin suspiró.

–Bien, Jernau Gurgeh, debo decirle que estamos muy preocupados. –Volvió a chupar la pipa y clavó los ojos en el resplandor que emanaba de la cazoleta–. Nos preocupa el efecto que su presencia en el juego pueda tener sobre la moral de nuestra gente. Una inmensa mayoría son personas sencillas, y a veces tenemos el deber de protegerles y ocultarles la dura realidad. ¿Y qué realidad puede ser más dura y difícil de aceptar que el saber que la mayoría de tus congéneres son crueles, estúpidos y fáciles de engañar? No comprenderían que un forastero..., que un alienígena pueda venir aquí y hacer tan buen papel en el juego sagrado. Nosotros, y me refiero a los que vivimos en la corte y los colegios, podemos tolerarlo sin que nos afecte demasiado, pero no debemos olvidar a la gente corriente, las personas decentes..., si me lo permite incluso llegaría al extremo de utilizar la palabra «inocentes», señor Gurgeh, y lo que debemos hacer para protegerles, aquellos actos con cuya responsabilidad tenemos que cargar en algunas ocasiones... Bien, no siempre nos resultan agradables. Pero sabemos cuál es nuestro deber y lo haremos. Lo haremos por ellos y por nuestro Emperador.

Hamin volvió a inclinarse hacia adelante.

–No tenemos intención de matarle, señor Gurgeh, aunque me han dicho que hay algunas facciones de la corte convencidas de que es la mejor solución y a las que les encantaría acabar con usted, y también se rumorea que los servicios de seguridad cuentan con personas a las que no les costaría nada cometer un acto semejante. No, no vamos a utilizar un método tan tosco y poco refinado. Pero...

El viejo ápice dio otra calada a su pipa produciendo una especie de leve chasquido. Gurgeh esperó en silencio.

Hamin volvió a señalarle con la pipa.

–Debo decirle que no importa lo bien que juegue su primera partida en Ecronedal. Haga lo que haga los medios de comunicación anunciarán que ha sido derrotado. Tenemos un control absoluto de los medios de comunicación y servicios de noticias destacados en el Planeta de Fuego, y en cuanto concierne a la prensa y el público... Le eliminarán en la primera ronda. Haremos cuanto sea preciso para que todo el mundo quede convencido de que eso es justamente lo que ha ocurrido. Es libre de proclamar a los cuatro vientos lo que le hemos dicho y libre de afirmar lo que le dé la gana después de la partida, pero lo único que conseguirá será quedar en ridículo y lo que le he descrito ocurrirá haga lo que haga. La verdad ya ha sido decidida.

–Ya lo ve, Gurgeh –dijo Oíos tomando el relevo del viejo ápice–. Puede ir a Ecronedal con la seguridad de que será derrotado..., y tenga la más absoluta seguridad de que así será. Vaya como turista de lujo si lo desea o quédese aquí y páselo bien como invitado nuestro, lo que más le apetezca..., pero ahora el seguir jugando carece de objetivo.

–Hmmm –dijo Gurgeh.

Los miembros del grupo de baile se iban desnudando lentamente los unos a los otros. Algunos de ellos se las arreglaban para acariciar y tocar a quienes tenían más cerca de una forma exageradamente sexual sin dejar de bailar. Gurgeh asintió.

–Pensaré en ello. –Alzó los ojos hacia los dos ápices y sonrió–. Ocurra lo que ocurra, me gustaría mucho ver su Planeta de Fuego. –Tomó un sorbo de su bebida y observó la lenta aceleración de la coreografía erótica que se estaba desarrollando detrás de los músicos–. Y aparte de eso... Bueno, creo que a partir de ahora no voy a tomarme tanto interés en el juego.

Hamin estaba observando su pipa en silencio. Oíos se había puesto muy serio.

Gurgeh extendió las manos en un gesto de impotencia resignada. –¿Qué más puedo decir?

–Pero... ¿Estaría dispuesto a cooperar con nosotros? –preguntó Oíos,

Gurgeh le lanzó una mirada interrogativa. Oíos alargó el brazo y golpeó suavemente la copa de Gurgeh con la punta de los dedos.

–Algo que..., sonara a verdad –dijo muy despacio.

Gurgeh vio como los dos ápices intercambiaban una rápida mirada de soslayo y esperó a que decidieran enseñar sus cartas.

–Evidencia documental –dijo Hamin por fin, como si hablara con su pipa–. Imágenes suyas en el tablero contemplando una pésima posición con cara de estar muy preocupado, quizá incluso una entrevista... Podríamos hacerlo sin su cooperación, naturalmente, pero si contáramos con su ayuda... Todo resultaría más sencillo y menos embarazoso para las partes implicadas, usted incluido.

El viejo ápice dio otra calada a su pipa. Oíos tomó un sorbo y se volvió hacia el escenario para contemplar los jugueteos románticos del grupo de baile. Gurgeh puso cara de sorpresa.

–¿Me están sugiriendo que... mienta? ¿Quieren que participe en la construcción de su falsa realidad?

–Nuestra realidad real, Gurgeh –dijo Oíos en voz baja–. La versión oficial, la que estará sostenida por las pruebas... La que será creída. Gurgeh sonrió.

–Me encantará ayudarles. Naturalmente... Sí, creo que una entrevista decididamente abyecta para el consumo popular es un auténtico desafío al que me complacerá enfrentarme. Incluso les ayudaré a crear posiciones tan desesperadas que no ofrezcan ni la más mínima escapatoria. –Alzó su copa–. Después de todo... El juego es lo único que importa, ¿verdad?

Hamin dejó escapar un resoplido y sus hombros temblaron durante unos segundos. Dio otra calada a su pipa.

–Ningún auténtico jugador podría haberlo expresado mejor –dijo por entre un velo de humo. Extendió la mano y le dio una palmadita en el hombro–. Señor Gurgeh, tengo la esperanza de que se quedará un tiempo con nosotros aunque acabe decidiendo no utilizar las comodidades y placeres que mi casa puede ofrecerle. Creo que me encantará hablar con usted... ¿Se quedará?

–¿Por qué no? –replicó Gurgeh.

Gurgeh y Hamin alzaron sus bebidas en un brindis. Oíos seguía recostado en su asiento y reía sin hacer ningún ruido. Los tres se volvieron para observar a los danzarines, que acababan de formar una compleja pauta copulatoria. A Gurgeh le impresionó mucho ver que aquel rompecabezas carnal hecho de cuerpos seguía vibrando y moviéndose al ritmo de la música.

Pasó los quince días siguientes en la propiedad y mantuvo muchas conversaciones con el viejo rector, aunque siempre tuvo mucho cuidado con la parte de verdad que revelaba durante ellas. Cuando llegó el momento de partir Gurgeh seguía teniendo la sensación de que ninguno de los dos conocía bien al otro, pero quizá ahora sabían algo más sobre sus respectivas sociedades.

Estaba claro que a Hamin le resultaba muy difícil creer que la Cultura era realmente capaz de arreglárselas sin el dinero.

–Pero... ¿Y si quiero algo totalmente irrazonable?

–¿Cómo qué?

–Por ejemplo... ¿Un planeta de mi propiedad?

Hamin se echó a reír.

–¿Y cómo se las arreglaría para ejercer esa propiedad hipotética sobre todo un planeta?

Gurgeh meneó la cabeza.

–Pero... Supongamos que quisiera un planeta para mí solo.

–Supongo que si encontrara un planeta deshabitado en el que pudiera posarse sin que nadie protestara... Sí, quizá podría funcionar. Pero ¿cómo impediría que otras personas fueran allí?

–¿No podría comprar una flota de naves de guerra?

–Todas nuestras naves son conscientes. Oh, desde luego, podría intentar convencer a una nave para que le ayudara..., pero no creo que consiguiera llegar muy lejos por ese camino.

–¡Sus naves creen ser conscientes!

Hamin dejó escapar una risita ahogada.

–Es un tipo de autoengaño muy corriente compartido por algunos de nuestros ciudadanos humanos.

Hamin estaba aún más fascinado por las costumbres sexuales de la Cultura. El que la Cultura considerase que la homosexualidad, el incesto, el cambio de sexo, el hermafroditismo y la alteración de las características sexuales eran una parte más de las actividades a que podían entregarse sus habitantes y que les diera tan poca importancia como el embarcarse en un crucero o cambiarse de peinado parecía encantarle y, al mismo tiempo, ofenderle terriblemente.

Hamin pensaba que eso debía eliminar toda la diversión y el placer. ¿Es que en la Cultura no había absolutamente nada que estuviera prohibido?

Gurgeh intentó explicarle que no había leyes escritas, y que apenas había crímenes. Oh, sí, de vez en cuando había algún crimen pasional (el término fue escogido por Hamin), pero poca cosa más. El que todo el mundo dispusiera de una terminal dificultaba considerablemente el cometer un crimen, y aparte de eso la Cultura había conseguido eliminar casi todos los motivos para cometerlo.

–Pero ¿y si una persona mata a otra?

Gurgeh se encogió de hombros.

–Se le asigna una unidad.

–¡Ah! Eso ya me recuerda un poco más a lo que ocurre en nuestra sociedad... ¿Y qué hace esa unidad?

–Te sigue donde quiera que vayas y se asegura de que no vuelvas a hacerlo.

–¿Y eso es todo?

–¿Qué más quiere que haga? Significa la muerte social, Hamin. No te invitan a muchas fiestas, ¿sabe?

–Ah, pero en su Cultura siempre queda la posibilidad de colarse sin invitación, ¿verdad?

–Supongo que sí –admitió Gurgeh–. Pero nadie te dirigiría la palabra.

Lo que Hamin le contó sobre el Imperio sólo sirvió para que Gurgeh comprendiera un poco mejor lo que le había dicho Shohobohaum Za. El Imperio era una joya, por muy horribles y peligrosamente cortantes que pudieran ser sus aristas. La opinión distorsionada de lo que los azadianos llamaban «naturaleza humana» (era la frase que utilizaban siempre que se veían obligados a justificar algo inhumano y antinatural) resultaba bastante más fácil de entender teniendo en cuenta que estaban rodeados y sumergidos en el Imperio de Azad, el monstruo que ellos mismos habían creado y que demostraba a cada momento poseer un salvaje instinto de autoconservación (Gurgeh no logró encontrar otra palabra más adecuada para definirlo).

El Imperio quería sobrevivir. Era como un animal, un organismo colosal y tremendamente poderoso que sólo permitiría vivir en su interior a ciertas células o virus y que destruiría a todos los demás de una forma totalmente automática e inconsciente. El mismo Hamin usó aquella analogía cuando comparó a los revolucionarios con el cáncer. Gurgeh intentó replicar explicando que las células eran simplemente células, y que un organismo consciente formado por centenares de billones de células –o un artefacto consciente formado por capas de picocircuitos– no podía compararse con unas cuantas células..., pero Hamin se negó a escucharle. Era Gurgeh quien estaba equivocado, no él.

Gurgeh pasó el resto del tiempo paseando por el bosque o nadando en las calientes aguas de aquel mar que apenas tenía olas dignas de ese nombre. El ritmo lento y tranquilo de la casa de Hamin giraba alrededor de las comidas, y Gurgeh aprendió el arte de vestirse esmeradamente para asistir a ellas, consumirlas, hablar con los invitados –que siempre estaban sucediéndose unos a otros–, y relajarse después con el vientre hinchado y la mente agradablemente confusa siguiendo las conversaciones iniciadas en la comida mientras observaba la atracción escogida para amenizar la sobremesa –normalmente algún tipo de danza erótica–, y el número de cabaret involuntario de las cambiantes alianzas sexuales entre los invitados, sirvientes, danzarines y demás personal de la casa. Gurgeh fue invitado a participar en muchas ocasiones, pero no sucumbió a la tentación. Las hembras azadianas le resultaban cada vez más atractivas, y no sólo físicamente..., pero utilizó sus glándulas de una forma negativa e incluso contraria a la finalidad para la que habían sido concebidas, y se las arregló para permanecer carnalmente sobrio aun estando rodeado de aquella orgía exhibida con tanta sutileza.

Fueron unos días bastante agradables. Los anillos no le pincharon ni una sola vez y nadie disparó contra él. Gurgeh y Flere-Imsaho volvieron sanos y salvos al módulo posado en el techo del Gran Hotel un par de días antes de la fecha fijada para que la flota imperial despegara con rumbo a Ecronedal. Gurgeh y la unidad habrían preferido llevarse consigo el módulo, que era perfectamente capaz de efectuar la travesía por sí solo, pero Contacto lo había prohibido –el efecto que tendría sobre el Almirantazgo el descubrimiento de que algo no más grande que un bote salvavidas era capaz de igualar a sus cruceros de batalla habría sido tan terrible que no podía ni ser tomado en consideración–, y el Imperio se negó a permitir que la máquina alienígena viajara dentro de un navío imperial. Gurgeh tendría que hacer el viaje con la Flota, igual que todos los demás.

–Y tú crees tener problemas –dijo Flere-Imsaho con amargura–. Nos estarán observando continuamente, a bordo de la nave durante el viaje y una vez hayamos llegado al castillo. Eso quiere decir que deberé permanecer dentro de este ridículo disfraz día y noche hasta el final de los juegos. ¿Por qué no pudiste dejar que te eliminaran en la primera ronda tal y como se suponía que iba a ocurrir? Podríamos haberles explicado con toda clase de detalles en qué sitio debían meterse su Planeta de Fuego, y a estas alturas ya estaríamos a bordo de un VGS.

Other books

Film Star by Rowan Coleman
Texas Men by Delilah Devlin
Moon Pie by Simon Mason
Promising Hope by Emily Ann Ward
Texas Kissing by Newbury, Helena
Call of the Raven by Shawn Reilly
Darkness Under the Sun by Dean Koontz
Zombie Castle (Book 1) by Harris, Chris