–Yo lo sé, pero ellos no. Puedes hacer lo que quieras, naturalmente... Haz lo que te parezca más conveniente, unidad.
Gurgeh le dio la espalda y volvió a concentrar su atención en la pantalla del módulo. Había empezado a estudiar unas cuantas partidas clásicas en la modalidad de diez jugadores. Flere-Imsaho estaba envuelto en una aureola de gris frustración. El aura normal verde y amarilla que mostraba cuando se quitaba el disfraz había ido palideciendo progresivamente durante los últimos días. Gurgeh estaba empezando a sentir una cierta compasión hacia ella.
–Bueno... –gimió Flere-Imsaho, y Gurgeh tuvo la impresión de que si hubiera poseído unos labios de carne la palabra habría sido un balbuceo lloroso–. ¡No me basta con eso!
La unidad giró sobre sí misma y salió de la habitación después de haber proferido aquella observación tirando a patética.
Gurgeh se preguntó hasta qué punto la estaría afectando el pasarse los días encerrada. Una de las últimas ideas que se le habían ocurrido era que la máquina podía haber recibido instrucciones secretas. Quizá estuviese allí para impedirle llegar demasiado lejos en los juegos. En tal caso, negarse al encierro podía ser una forma muy elegante de conseguirlo. Contacto podía defenderse alegando que pedirle que renunciara a su libertad era un acto totalmente irracional e injustificable, y que la unidad tenía todo el derecho del mundo a negarse. Gurgeh se encogió de hombros. No podía hacer nada al respecto.
Ordenó a la pantalla que le mostrara otra partida.
Diez días después todo había acabado y Gurgeh estaba a punto de clasificarse para la cuarta ronda. Sólo tenía que vencer a un oponente más y partiría hacia Ecronedal para la fase final de los juegos, no como observador o invitado sino como participante.
Las partidas menores le sirvieron para ir acumulando la ventaja que había albergado la esperanza de conseguir y cuando llegó el momento de jugar en los tableros principales no intentó montar ninguna gran ofensiva. Esperó a que los otros jugadores vinieran a por él y eso fue justamente lo que hicieron, pero Gurgeh confiaba en que no se mostrarían tan dispuestos a cooperar los unos con los otros como lo habían estado los jugadores de la primera ronda. Sus adversarios eran personas importantes. Tenían que pensar en sus carreras, y por muy grande que pudiera ser su lealtad al Imperio también tenían que cuidar de sus propios intereses. El único jugador que tenía muy poco que perder era el sacerdote, por lo que quizá estuviera dispuesto a sacrificarse en aras del bien imperial y el puesto no decidido por los resultados del juego que la Iglesia pudiera encontrarle después.
Gurgeh creía que el Departamento Imperial había cometido un grave error en el juego que envolvía al juego. Habían optado por enfrentarle a los diez primeros clasificados, y a primera vista el plan parecía bastante bueno porque no le daba un momento de reposo, pero no tardó en ser obvio que Gurgeh no necesitaba relajarse y la táctica significaba que sus oponentes procedían de varias ramas del árbol imperial, por lo que no conocían demasiado bien el estilo de los demás y dificultaba el manejarles mediante órdenes o promesas de una recompensa futura.
Gurgeh también había descubierto algo llamado rivalidad entre departamentos –encontró algunas grabaciones de viejas partidas que le parecieron no tener ningún sentido hasta que la nave le describió aquel extraño fenómeno–, e hizo cuanto pudo para conseguir que el coronel y los hombres del Almirantazgo se enfrentaran entre sí. Los jugadores no necesitaron muchos estímulos por parte de Gurgeh.
La partida fue tan sólida y lenta como la obra de un buen artesano; un conjunto de movimientos funcionales pero poco inspirados en el que Gurgeh se limitó a jugar un poquito mejor que los demás. Ganó por un margen de ventaja no muy grande..., pero ganó. Uno de los vicealmirantes de la Flota quedó en segundo lugar y el sacerdote Tounse acabó el último.
Y, una vez más, el calendario supuestamente decidido por el azar le dio el mínimo tiempo posible para descansar entre una ronda y la siguiente, pero Gurgeh casi se sintió complacido por ello pues significaba que podría mantener su estado de concentración sin necesidad de interrumpirlo y no tendría tiempo que perder preocupándose o pensando en lo que podía suceder. Una parte de su mente estaba tan asombrada y perpleja como todos los que le rodeaban y apenas si lograba creer el buen papel que estaba haciendo. La parte perpleja se había retirado a las profundidades de su personalidad, pero Gurgeh tenía la sospecha de que si llegaba a ocupar el centro del escenario y decía «Eh, un momento, ¿qué está pasando aquí?» todo se desmoronaría como un castillo de naipes. El hechizo se esfumaría y aquel paseo que en realidad era una caída se interrumpiría para estrellarle contra la derrota. Como decía el refrán, caerse nunca había matado a nadie. Lo malo era dejar de caer...
Fuera cual fuese la causa se sentía invadido por una marea agridulce de emociones tan nuevas como intensas. El terror del riesgo y la posible derrota, el júbilo puro y simple de la apuesta que daba en el blanco y la campaña triunfante; el horror que acompañaba al repentino descubrimiento de un punto débil en sus posiciones que podía costarle la partida; la oleada de alivio que llegaba cuando nadie más lo descubría y podía reforzarlo; el furioso palpitar de maligna alegría que se apoderaba de él cuando descubría un punto débil en la estrategia de algún adversario... y, naturalmente, la alegría ilimitada de la victoria.
Y, aparte de eso, la satisfacción adicional que le daba el saber que lo estaba haciendo mucho mejor de lo que nadie esperaba. Todas sus predicciones –las de la Cultura, el Imperio, la nave y la unidad–, habían resultado equivocadas y habían demostrado ser otras tantas fortalezas aparentemente inexpugnables que se derrumbaron ante él. Había llegado al extremo de superar sus propias expectativas y lo único que le preocupaba era que algún mecanismo subconsciente decidiera que había llegado el momento de relajarse un poco. Había demostrado más que sobradamente de lo que era capaz. Había llegado tan lejos, había vencido a tantos adversarios... ¿Qué daño podía hacerle un pequeño descanso? Pero Gurgeh no quería descansar. Estaba disfrutando como nunca en su vida y quería seguir adelante. Quería descubrirse a sí mismo en el espejo de aquel juego infinitamente explotable capaz de exigencias igualmente infinitas, y no quería que una parte débil y asustada de su personalidad le obligara a aflojar la marcha. Tampoco quería que el Imperio se librara de él usando algún truco sucio, pero ni tan siquiera eso le preocupaba demasiado. Que intentaran matarle... La sensación de ser invencible era tan intensa que casi le había vuelto temerario. Se conformaba con que no intentaran descalificarle con la excusa de algún tecnicismo. Eso sí que le haría mucho daño.
Pero existía otra forma de impedirle seguir adelante. Tendría que enfrentarse a una nueva ronda de la modalidad singular, y había muchas probabilidades de que decidieran usar la opción física. Encajaba perfectamente con su forma de razonar. El hombre de la Cultura se asustaría tanto que no aceptaría la apuesta singular que le esperaba, y aun suponiendo que decidiera seguir adelante el terror de saber lo que podía ocurrir si perdía le paralizaría y le iría royendo las entrañas hasta consumirle.
Habló de ello con la nave. La
Factor limitativo
había consultado con el
Bribonzuelo
–el VGS se encontraba a decenas de milenios de distancia, en plena región de la Nube Mayor–, y creía estar en condiciones de garantizar su supervivencia. La vieja nave de guerra se mantendría fuera del Imperio, pero tendría preparados todos los sistemas para alcanzar la velocidad máxima y se colocaría en el radio mínimo apenas empezara la partida. Si Gurgeh se veía obligado a apostar contra una opción física y perdía la nave se dirigiría hacia Eá a velocidad máxima. La
Factor limitativo
estaba segura de que podía esquivar sin problemas a cualquier nave imperial que se interpusiera en su camino, llegar a Eá en pocas horas y activar el más potente de sus desplazadores para sacar a Gurgeh y a Flere-Imsaho de allí, todo eso sin tener que reducir la velocidad ni un instante.
–¿Qué es esto?
Gurgeh contempló con expresión dubitativa la diminuta esfera que Flere-Imsaho le estaba enseñando.
–Baliza y comunicador unidireccional –dijo la unidad. Dejó caer la esferita en el hueco de su mano y Gurgeh vio como rodaba un par de veces hasta detenerse–. Póntela debajo de la lengua. Hay un sistema de implante automático y ni tan siquiera te darás cuenta de que está allí. Cuando venga hacia aquí la nave lo utilizará para localizarte si no hay ninguna otra forma de hacerlo. Cuando sientas una serie de punzadas bastante fuertes debajo de la lengua –cuatro punzadas en dos segundos–, tendrás dos segundos para asumir una posición fetal. Después de esos dos segundos todo lo que se encuentre en un radio de tres cuartos de metro alrededor de esa esferita será transferido a bordo de la nave, así que procura meter la cabeza entre las rodillas y pega los brazos al cuerpo.
Gurgeh contempló la esferita. Tenía unos dos milímetros de diámetro.
–Unidad, ¿hablas en serio?
—Totalmente. La nave utilizará sus sistemas de emergencia para alcanzar la máxima velocidad posible, así que puede pasar por aquí moviéndose a cualquier cifra entre uno y veinte kiloluces. A esa velocidad incluso su desplazador de máxima potencia sólo estará un quinto de milisegundo dentro del radio de acción. Necesitaremos toda la ayuda posible, ¿comprendes? Gurgeh, te estás colocando en una situación muy difícil... y a mí también. Quiero hacerte saber que todo esto no me hace ni pizca de gracia.
–No te preocupes, unidad. Me aseguraré de que no te incluyan en la apuesta física.
–No, me refiero a la posibilidad de que sea preciso utilizar el desplazamiento. Es bastante arriesgado y no me hablaron de que pudiera ocurrir. Los campos de desplazamiento en el hiperespacio son singularidades, y están sometidos al Principio de Incertidumbre...
–Sí, ya lo sé. Puedes acabar en otra dimensión o metido en algún...
–O puedes acabar esparcido por el extremo equivocado de esta dimensión, y eso es lo que más me preocupa.
–¿Y con qué frecuencia ocurren ese tipo de accidentes?
–Bueno, una vez en cada ochenta y tres millones de desplazamientos, pero eso no es lo que...
–En tal caso y comparando el desplazamiento con el riesgo que corres viajando en un vehículo de superficie o en una aeronave de estos payasos las posibilidades están bastante a tu favor, ¿no? Vamos, Flere-Imsaho.... Sé intrépido y lánzate a la aventura.
–Oh, claro, a ti no te cuesta nada decirlo, pero incluso si...
Gurgeh dejó que la máquina siguiera parloteando sin prestarle atención.
Correría el riesgo. Si tenía que venir a rescatarle la nave necesitaría unas cuantas horas para hacer el viaje, pero las apuestas de muerte nunca se llevaban a cabo hasta el día siguiente y Gurgeh siempre podía desconectar su sistema nervioso para no sentir el dolor de las torturas a que pudieran someterle. La
Factor limitativo
tenía un sistema médico muy eficiente y una enfermería muy bien equipada. La nave podría remendarle aun suponiendo que ocurriera lo peor.
Colocó la esferita debajo de su lengua. Sintió una especie de entumecimiento que duró apenas un segundo y desapareció enseguida, como si la esferita se hubiera disuelto. Se metió un dedo en la boca y apenas logró encontrar sus diminutos contornos ocultos debajo del paladar.
La mañana del primer día despertó sintiendo una mezcla de nerviosismo y expectación tan intensa que casi parecía sexual.
Otra avenida. La sede escogida para esta nueva etapa de los juegos era un centro de conferencias situado cerca de la pista de aterrizaje para lanzaderas donde se había posado al llegar. Una vez allí conoció a Lo Prinest Bermoiya, un juez del Tribunal Supremo de Eá y uno de los ápices más impresionantes que Gurgeh había visto en toda su estancia. Lo era alto, tenía los cabellos plateados y se movía con una gracia que Gurgeh encontró extraña y casi inquietantemente familiar. Al principio no logró identificar el origen de aquella sensación, y necesitó unos minutos para comprender que el juez caminaba como si fuese un habitante de la Cultura. Los movimientos del ápice poseían una fluida agilidad que Gurgeh ya había dejado de dar por supuesta, y volver a encontrarse bruscamente con ella hizo que la captara de una forma todavía más intensa.
Bermoiya pasaba las pausas entre movimientos de las partidas menores sumido en la inmovilidad más absoluta sin apartar los ojos del tablero, y sólo cambiaba de postura para desplazar una pieza. Su estilo con las cartas era igual de lento y deliberado, y Gurgeh descubrió que estaba empezando a reaccionar de la manera opuesta. Su comportamiento se fue volviendo cada vez más nervioso, y no paraba de moverse. Combatió aquellas sensaciones con las drogas de sus glándulas haciendo un esfuerzo consciente para relajarse, y los siete días que duraron las partidas menores le sirvieron para irse acostumbrando al ritmo y el estilo del ápice. La suma de las puntuaciones acumuladas a lo largo de las partidas dejó al juez con un pequeño margen de ventaja. Hasta el momento no se había hecho mención de ninguna clase de apuestas.
Empezaron a jugar en el Tablero del Origen y al principio Gurgeh creyó que el Imperio se limitaría a confiar en el obvio dominio del Azad exhibido por el juez..., pero cuando llevaban una hora de partida el ápice de cabellos plateados alzó una mano e indicó a su Adjudicador que deseaba hablar con él.
El Adjudicador y el ápice fueron hacia Gurgeh, quien estaba de pie en una esquina del tablero. Bermoiya le saludó con una reverencia.
–Jernou Gurgue –dijo. El ápice poseía una voz grave y hermosa, y Gurgeh tuvo la impresión de que cada sílaba estaba respaldada por la autoridad de un volumen entero de jurisprudencia–. Debo pedir que nos comprometamos en una apuesta del cuerpo. ¿Está dispuesto a tomar en consideración mi propuesta?
Gurgeh contempló aquellos ojos grandes y profundos y no logró detectar ni la más leve chispa de intranquilidad. Se sintió incapaz de sostener aquella mirada y bajó la cabeza. Se acordó de la chica del baile. Volvió a alzar la cabeza..., y se enfrentó de nuevo a la presión casi palpable que emanaba de aquel rostro sabio y digno.
Bermoiya estaba acostumbrado a sentenciar a sus congéneres a la muerte, el desfiguramiento, el dolor y la prisión. Era un ápice que trataba de forma cotidiana con la tortura y la mutilación, y tenía el poder de ordenar su uso e incluso de condenar a muerte para preservar al Imperio y sus valores.