Tom iba silbando una tonada napolitana. Se sentía bien, sin un asomo de cansancio, ni siquiera necesitaba un cigarrillo. La vida brindaba pocos placeres comparables al de cargarse a unos mafiosos. Y a pesar de ello…
—Ya pesar de ello… —dijo alegremente Tom.
—¿Sí?
—Eliminar a dos, sirve de poco. Es como aplastar un par de cucarachas cuando toda la casa está llena de ellas. Creo, sin embargo, en esforzarse y, sobre todo, es agradable hacer que de vez en cuando la Mafia se entere de que la gente puede diezmar sus filas. Lo malo es que en este caso creerán que han sido los de otra familia los que han liquidado a Lippo y Angy. Al menos espero que así lo crean.
Jonathan empezaba a tener sueño. Luchó contra él, obligándose a permanecer erguido, clavándose las uñas en las palmas de las manos. Se estremeció al pensar que pasarían horas antes de volver a casa… a casa de Tom o a la suya. Tom parecía estar fresco como una rosa, cantando en italiano la tonada que silbara momentos antes.
«…papa ne meno
Como faremo fare l'amor…»
Tom se puso a charlar despreocupadamente, contándole que su esposa iba a pasar unos cuantos días con unos amigos en un chalet de Suiza. Luego Jonathan se despertó un poco al oír que Tom decía:
—Recline la cabeza en el asiento, Jonathan. No hace falta que permanezca despierto. Espero que se encuentre bien. ¿No es así?
Jonathan no sabía cómo se encontraba. Se sentía algo débil, pero eso le ocurría a menudo. Le daba miedo pensar en lo que acababa de pasar, en lo que estaba pasando, carne y huesos ardiendo, convirtiéndose en rescoldos que durarían horas y horas. De repente sintió que le invadía la tristeza, como un eclipse. Se dijo que ojalá pudiera borrar las últimas horas, extirparlas de su memoria. Sin embargo, él, Jonathan, había estado allí, actuando, ayudando. Echó la cabeza atrás y se quedó medio dormido. Tom seguía hablando alegremente, despreocupadamente, como si sostuviese una conversación con alguien que de vez en cuando le contestara. De hecho Jonathan nunca le había visto tan de buen humor. Se preguntó qué le diría a Simone. El simple hecho de pensar en ese problema le dejaba agotado.
—Misas cantadas en inglés, ¿sabe? — decía Tom—. Hacen que me sienta violento. Uno atribuye a la gente de habla inglesa el mérito de creer en lo que dice, de modo que una misa en inglés… te da la impresión o bien de que el coro ha perdido el juicio o que lo forma un hatajo de embusteros. ¿No está de acuerdo? Sir John Stainer…
Jonathan despertó cuando el automóvil se detuvo. Tom se había acercado a la cuneta y sonreía mientras bebía café utilizando el tapón del termo a modo de taza. Le ofreció un poco a Jonathan, que bebió unos sorbos. Después prosiguieron el viaje.
El amanecer caía sobre un pueblecito que Jonathan nunca había visto anteriormente. La luz acababa de despertarle.
—¡Sólo faltan veinte minutos para llegar a casa! — dijo alegremente Tom.
Jonathan musitó algo y volvió a entornar los ojos. Tom se puso a hablar del clavicémbalo, de su clavicémbalo.
—Lo importante de Bach es que te civiliza instantáneamente. Basta una frase para…
Jonathan abrió los ojos pensando que acababa de oír las notas de un clavicémbalo. Sí. No era un sueño. No había estado dormido en realidad. La música venía del piso de abajo. Vacilaba, volvía a empezar. Una zarabanda, quizás. Jonathan alzó el brazo fatigosamente y consultó su reloj de pulsera: las ocho y treinta y ocho minutos. ¿Qué haría Simone en aquel momento? ¿Qué estaría pensando?
El agotamiento tiraba de la voluntad de Jonathan. Se hundió aún más en la almohada, retirándose. Se había dado una ducha caliente y puesto un pijama ante la insistencia de Tom. Éste le había dado un cepillo de dientes nuevo y le había dicho que durmiera un par de horas, porque era tempranísimo. Eso habría sido alrededor de las siete. Ahora tenía que levantarse. Debía hacer algo con respecto a Simone, tenía que hablar con ella. Pero Jonathan siguió echado en la cama, desfallecido, escuchando las notas sueltas del clavicémbalo.
Ahora Tom tocaba los bajos de una pieza y, a juzgar por el sonido, parecía hacerla correctamente; las notas más graves que podían tocarse con un clavicémbalo. Como Tom había dicho, civilización instantánea. Haciendo un esfuerzo, Jonathan dejó las sábanas color azul pálido y la manta de lana de un azul algo más oscuro. Dio un traspié y con otro esfuerzo consiguió mantenerse erguido mientras caminaba hacia la puerta. Bajó las escaleras descalzo.
Tom leía las notas en una partitura que tenía ante sí. Ahora le tocaba el turno a las notas triples. La luz del sol penetraba por un resquicio de las cortinas de la puerta ventana y daba en el hombro izquierdo de Tom, realzando el dibujo dorado de su bata negra.
—¿Tom?
Tom se volvió en seguida y se levantó.
—¿Sí?
Jonathan se encontró peor al ver la cara de alarma que puso Tom. Cuando volvió en sí, estaba echado en el sofá amarillo y Tom le pasaba un paño humedecido por la cara, un paño de cocina.
—¿Té? ¿O coñac?… ¿Tiene encima alguna píldora de las que suele tomar?
Jonathan se sentía fatal, de un modo que le resultaba conocido y que sólo podía aliviarse con una transfusión. No había pasado tanto tiempo desde la última. Lo malo era que ahora se encontraba peor de lo normal. ¿Sería solamente por no haber dormido en toda la noche?
—¿Qué? — dijo Tom.
—Me temo que será mejor que me vaya al hospital.
—Ahora mismo le llevaré —dijo Tom. Salió de la sala y al cabo de un momento volvió con una copa en la mano—. Aquí tiene un poco de coñac con agua, si le apetece. No se mueva. Tardaré sólo un minuto.
Jonathan cerró los ojos. Tenía el paño húmedo sobre la frente, cubriéndole también parte de una mejilla, sentía frío y estaba demasiado cansado para moverse. Le pareció que había transcurrido sólo un minuto cuando Tom volvió a la sala, vestido y trayéndole su ropa.
—De hecho, si se pone los zapatos y mi abrigo, no hará falta que se vista —dijo Tom.
Jonathan siguió su consejo. Volvieron a subir al Renault y se dirigieron a Fontainebleau. La ropa de Jonathan estaba pulcramente doblada en el asiento, entre los dos. Tom le preguntó si sabía exactamente a qué departamento del hospital debían dirigirse, si podían practicarle la transfusión nada más llegar.
—Tengo que hablar con Simone —dijo Jonathan.
—Ya lo haremos… o lo hará usted. Ahora no se preocupe por eso.
—¿Podría ir a buscarla? — preguntó Jonathan.
—Sí —dijo Tom con firmeza. No se había sentido preocupado por Jonathan hasta aquel instante. Simone se pondría furiosa al verlo, pero acudiría a ver a su marido, ya fuese con Tom o por sus propios medios—.
—¿Sigue sin tener teléfono en casa?
—Sí.
Tom habló con una de las recepcionistas del hospital. La mujer saludo a Jonathan como si le conociese. Tom sostenía a Jonathan por el brazo. Una vez hubo dejado a Jonathan al cuidado del médico pertinente, Tom dijo:
—Haré que venga Simone, Jonathan. No se preocupe —y, dirigiéndose a la recepcionista, que llevaba uniforme de enfermera agregó—: ¿Cree que una transfusión, le irá bien?
La recepcionista asintió con la cabeza amablemente, y Tom decidió no insistir, aunque ignoraba si la mujer sabía o no lo que decía. Pensó que podía habérselo preguntado al doctor. Tom subió al coche y se dirigió a la Rue Saint Merry. Consiguió aparcar a pocos metros de la casa, se apeó y echó a andar hacia los escalones de piedra con la barandilla negra. No había dormido nada, necesitaba un afeitado, pero al menos era portador de mensaje que podía ser de interés para
madame
Trevanny. Apretó el timbre.
No obtuvo respuesta. Volvió a llamar y con los ojos recorrió la acera por si veía a Simone. Era domingo y en Fontainebleau no había mercado, pero Tom pensó que tal vez Simone habría salido a comprar algo a las nueve y cincuenta minutos o que podía estar en la iglesia con Georges.
Tom bajó los escalones despacio y al llegar a la acera vio que Simone se dirigía hacia él con Georges a su lado. Simone llevaba la cesta de la compra al brazo.
—
Bonjour, madame
—saludó cortésmente Tom a pesar de la visible hostilidad de Simone—. Venía sólo a traerle noticias de su marido.
Bonjour
Georges. — No quiero nada de usted —dijo Simone—, salvo que me diga dónde está mi marido.
Georges miraba a Tom fijamente, con expresión alerta y neutral.
Sus ojos y cejas eran como las de su padre.
—Creo que está bien,
madame
, pero está en… —Tom detestaba tener que decírselo en la calle. De momento está en el hospital. Creo que tienen que hacerle una transfusión.
Simone permanecía tan exasperada como furiosa, como si Tom tuviera la culpa de ello.
—¡Me permite hablarle un momento dentro de la casa,
madame
?
Resulta mucho más fácil.
Tras titubear unos instantes, Simone accedió, movida por la curiosidad. Al menos así se lo pareció a Tom. Simone abrió la puerta con una llave que se sacó del bolsillo de la chaqueta. Tom se fijó en que la prenda no era nueva.
—¿Qué le ha ocurrido a Jonathan? — preguntó Simone cuando entraron en el pequeño vestíbulo.
Tom aspiró hondo y contestó con voz serena:
—Tuvimos que conducir durante casi toda la noche. Me parece que sólo está cansado. Pero… claro, me dije que usted querría saberlo. Acabo de dejarle en el hospital. Puede andar sin ayuda. De veras creo que no corre peligro.
—¡Papá! ¡Quiero ver a papá! — exclamó Georges de forma algo petulante, como si la noche anterior también hubiese preguntado por su papá.
Simone dejó la cesta en el suelo.
—¿Qué le ha hecho a mi marido? No es el hombre que yo conocía… desde que le conocía a usted,
m'sieur
. Si vuelve usted a verle, le le…
Tom pensó que sólo la presencia del pequeño le impedía decir que le mataría.
—¿Por qué le tiene en su poder? — preguntó Simone con voz amargada, haciendo un esfuerzo por recobrar el dominio de sí misma.
—No le tengo en mi poder ni nunca le he tenido —dijo Tom—. Y creo que ahora el trabajo ya está hecho. No se lo puedo explicar en este momento.
—¿Qué trabajo? — preguntó Simone. Y, antes de que Tom pudiera abrir la boca, añadió—:
¡M'sieur
, es usted un delincuente y corrompe a los demás! ¿A qué clase de chantaje lo tiene sometido? ¿Y por qué?
El chantaje —la palabra francesa
chantage
— tenía tan poco que ver con el asunto que Tom tartamudeó un poco al contestar.
—
Madame
, nadie está recibiendo dinero de Jonathan. Ni ninguna otra cosa. Muy al contrario. Y no ha hecho nada que le ponga bajo el dominio de otras personas —Tom hablaba con convicción auténtica y sin duda era necesario que lo hiciera, ya que Simone parecía la imagen misma de la esposa virtuosa y honrada: los ojos le centelleaban y le miraba ceñudamente, poderosa como la Victoria Alada de Samotracia—. Nos hemos pasado la noche limpiando cosas —a Tom no le gustaba hablar de esa manera, pero su francés, normalmente más elocuente, le abandonó de pronto. Sus palabras no conseguirían convencer a la encarnación de la virtud que tenía delante.
—¿Limpiando qué? — Simone se agachó para coger la cesta—. M'sieur, le agradeceré que salga de esta casa. Le agradezco que me haya informado del paradero de mi esposo.
Tom asintió con la cabeza.
—Me agradaría llevarles a usted y a Georges al hospital, si lo desean. Tengo el coche aquí mismo.
—Merci, non —Simone permanecía de pie en medio del vestíbulo, mirando hacia atrás y esperando que se marchase—. Vamos, Georges.
Tom abrió la puerta y salió. Subió al coche y pensó en volver al hospital para preguntar por el estado de Jonathan, ya que transcurrirían por lo menos diez minutos antes de que Simone pudiera llegar allí en taxi o a pie. Pero decidió telefonear desde su casa. Puso el coche en marcha y regresó a Belle Ombre. Al llegar, decidió no telefonear. Seguramente Simone ya habría llegado al hospital. ¿No le había dicho Jonathan que la transfusión duraba varias horas? Tom confió en que no fuese una crisis, que no fuese el principio del fin.
Sintonizó France Musique para tener compañía, abrió más las cortinas para que entrase la luz del sol, y puso orden en la cocina.
Se sirvió un vaso de leche, subió al piso de arriba, se puso otra vez el pijama y se acostó. Se afeitaría al levantarse.
Tom albergaba la esperanza de que Jonathan pudiese explicarle las cosas a Simone. Pero seguía siendo el mismo problema de siempre: ¿cómo se vio la Mafia envuelta en el asunto? ¿Qué relación podía haber entre la Mafia y los dos médicos alemanes?
Este problema sin solución hizo que a Tom le entrara sueño. ¿Y Reeves? ¿Qué le estaría ocurriendo a Reeves en Ascona? El atolondrado de Reeves. Tom seguía sintiendo cierto afecto por Reeves. De vez en cuando Reeves metía la pata, pero tenía el corazón, su loco corazón, donde debía estar.
Simone se encontraba sentada junto a la cama plana, más ruedas que cama, sobre la que yacía Jonathan recibiendo sangre a través de un tubo insertado en su brazo. Jonathan, como de costumbre evitaba mirar el frasco que contenía la sangre. La expresión de Simone era severa. Había hablado con la enfermera sin que Jonathan pudiera oír lo que decían. Jonathan pensaba ahora que su estado no era grave (suponiendo que Simone hubiese oído decir algo), puesto que, de serlo, su mujer se hubiese mostrado más preocupada por él, más amable. Jonathan estaba recostado sobre un almohadón y le habían cubierto las piernas con una manta blanca para que no tuviera frío.
—Y llevas puesto el pijama de ese hombre —dijo Simone.
Cariño, algo tenía que ponerme para dormir. Debían de ser las seis de la mañana cuando llegamos… —Jonathan se interrumpió, sintiéndose desesperanzado, cansado. Simone le había hablado de la visita de Tom y de su reacción airada al verle. Jonathan nunca la había visto tan enfadada. Simone detestaba a Tom como si fuera Landrú o Svengali—. ¿Dónde está Georges? — preguntó Jonathan.
—Llamé a Gérard por teléfono. El e Yvonne llegarán a casa a las diez y media. Georges les abrirá.
Jonathan pensó que esperarían a Simone y luego todos irían a comer a Nemours, como tantos otros domingos.
Quieren que me quede aquí por lo menos hasta las tres —dijo Jonathan—. Ya sabes… por los análisis —Jonathan sabía que ella lo sabía, probablemente le sacarían otra muestra de médula ósea, lo cual tardaba sólo diez o quince minutos, pero siempre había otros análisis que hacer: de orina… palparle el bazo, etcétera. Jonathan todavía no se encontraba bien y no sabía qué esperar. La dureza de Simone no hacía más que aumentar su turbación.