—No puedo entenderlo, no puedo —dijo ella—. Jon, ¿por qué ves a este monstruo?
En realidad, Tom no era tan monstruo. Pero ¿cómo explicárselo? Jonathan lo intentó de nuevo.
—¿Te das cuenta de que anoche… de que aquellos hombres eran asesinos? Llevaban pistolas, llevaban
«garrottes»
. Tu comprendes,
«garrottes»…
Se presentaron en casa de Tom.
—¿Y por qué estabas tú allí?
Se había acabado la excusa de los cuadros que Tom quería que le enmarcase. Uno no ayudaba a Tom a matar a nadie, no le ayudaba a desembarazarse de los cadáveres, sólo porque uno fuera a ponerle marco a unos cuantos cuadros. ¿Y qué favor le habría hecho Tom Ripley para que ahora él quisiera cooperar de aquella manera? Jonathan cerró los ojos, tratando de hacer acopio de fuerzas, tratando de pensar.
—
Madame
… —era la voz de la enfermera.
Jonathan oyó que la enfermera le decía a Simone que no debía fatigar a su esposo.
—Te prometo que te lo explicaré todo, Simone.
Simone se había puesto en pie.
—Me parece que no puedes explicarlo. Me parece que te da miedo hacerlo. Este hombre te tiene atrapado… ¿Por qué? Por dinero. Te paga. Pero ¿por qué?… ¿Quieres que piense que tú también eres un criminal? ¿Igual que el monstruo?
La enfermera había vuelto a salir y no podía oírles: Jonathan miró a Simone con los ojos semicerrados, desesperado, sin habla, derrotado, por el momento. ¿Conseguiría alguna vez demostrarle que las cosas no eran tan en blanco y negro como ella creía? Jonathan sintió frío y temor, una premonición del fracaso, como la muerte.
Y Simone se disponía a irse como si la última palabra ya estuviera dicha… como si la hubiese dicho ella y fuese su actitud la triunfante. Al llegar a la puerta le envió un beso, pero lo hizo mecánicamente, como una de esas personas que en la iglesia hacen una genuflexión apenas perceptible, sin pensar. Luego salió de la habitación. El día se abría ante Jonathan como una pesadilla inacabable. Tal vez los del hospital querrían que se quedase hasta el día siguiente. Jonathan cerró los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.
Los análisis ya estaban casi terminados a la una de la tarde.
—Ha pasado por una gran tensión, ¿verdad,
m’sieur
? — le preguntó un médico joven—. ¿Ha hecho algún ejercicio fuera de lo normal? — inesperadamente, el médico se rió—. ¿Se ha mudado de casa? ¿O ha trabajado excesivamente en el jardín? Jonathan sonrió cortésmente. Se encontraba un poco mejor. De repente, Jonathan se echó a reír también, pero no por lo que el médico acababa de decirle. ¿Y si el colapso de aquella mañana había sido el principio del fin? Jonathan se sintió satisfecho de sí mismo por haber superado el trance sin perder la serenidad. Quizás algún día, cuando llegase la hora de la verdad, lograría hacer lo mismo. Le dejaron caminar por el pasillo hasta la sala donde iban a hacerle la última prueba: palparle el bazo.
—¿Monseiur Trevanny? Le llaman por teléfono —le dijo una enfermera—. Ya que está usted tan cerca… —le indicó un escritorio encima del cual había un teléfono descolgado.
Jonathan estaba seguro de que era Tom.
—¿Diga?
—Hola, Jonathan. Aquí Tom. ¿Cómo va todo?… No debe de estar tan mal cuando está de pie… Espléndido.
Tom parecía sinceramente complacido.
—Simone ha estado aquí. Gracias —dijo Jonathan—. Pero… —aunque hablaban en inglés, Jonathan no se sintió capaz de pronunciar las palabras.
—Ha pasado un mal rato. Me hago cargo. — Tónicos. Desde el extremo del hilo Tom advertía ansiedad en la voz de Jonathan—. Hice cuanto pude esta mañana, pero ¿quiere que… que trate de hablar con ella de nuevo?
Jonathan se humedeció los labios.
—No lo sé. Desde luego, no es que ella… —estaba a punto de decir «amenace con hacer algo», por ejemplo llevarse a Georges—. No sé si podrá hacer algo. Es tan…
Tom le entendió.
—¿Y si lo intento? lo haré. ¡Valor, Jonathan! ¿Volverá a casa hoy? — No estoy seguro, creo que sí. Por cierto, Simone ha ido a comer con su familia en Nemours.
A Tom le resultaba embarazoso, ya que Simone no tenía teléfono. Por otro lado, de haberlo tenido, probablemente le habría contestado con un «no» rotundo al preguntarle si podía pasar a verla. Tom compró flores, dalias amarillas, en un puesto callejero cerca del
château
de Fontainebleau, ya que en su propio jardín no había aún nada presentable. A las cinco y veinte llamó a la puerta de los Trevanny.
Se oyeron unos pasos y luego la voz de Simone:
—
Qui est-ce?
—Tom Ripley.
Silencio. Luego Simone abrió la puerta; su cara parecía de piedra.
—Buenas tardes…
bonjour, encore
—dijo Tom—. ¿Podría hablar unos minutos con usted,
madame
? ¿Ha vuelto Jonathan?
—Llegará a las siete. Le están haciendo otra transfusión —replicó Simone.
—¿De veras? — atrevidamente, Tom entró en el vestíbulo, ignorando si Simone se enfurecía o no—. Le he traído esto para la casa,
madame
—le entregó las flores con una sonrisa—. ¿Y Georges?
Bonjour
, Georges!—Tom extendió una mano y el pequeño se la estrechó al tiempo que sonreía. Tom había pensado en traerle unos dulces, pero luego había decidido que sería exagerar las cosas.
—¿Qué es lo que quiere? — preguntó Simone, que había recibido las flores con un frío
«merci»
.
—Le debo una explicación. Por lo de anoche. Por esto he venido,
madame
.
—¿Quiere decir que lo de anoche tiene explicación?
Tom le devolvió la sonrisa cínica con otra que era fresca y sincera.
—En la medida en que alguien pueda explicar la Mafia. ¡Desde luego! ¡Sí! Ahora que lo pienso, hubiese podido sobornarlos… supongo. ¿Qué otra cosa quieren si no dinero? Sin embargo, en este caso no estoy tan seguro, toda vez que tenían algo especial contra mí.
Simone empezaba a sentir interés, aunque ello no disminuía la antipatía que
Tom le inspiraba. Al entrar él, Simone había retrocedido unos pasos.
—No podríamos pasar a la sala de estar?
Simone le guió hasta ella. Georges les siguió, mirando fijamente a Tom. Con un gesto, Simone indicó a Tom que se sentara en el sofá. Tom tomó asiento en el Chesterfield, dio una suave palmada al cuero negro e iba a hacerle un cumplido a Simone sobre el sofá, pero se contuvo.
—Sí, algo especial contra mí —prosiguió Tom—. Verá usted… da la causalidad… la pura casualidad de que iba en el mismo tren que su marido al volver él de Munich recientemente. Sin duda lo recordará usted.
—Sí.
—¡Muniche! — exclamó Georges al mismo tiempo que se le iluminaba la cara como si fueran a contarle un cuento.
Tom le devolvió la sonrisa.
—Muniche…
Alors
, en ese tren… por motivos particulares… No dudo en decirle,
madame
, que a veces me tomo la justicia por mi mano, exactamente igual que hace la Mafia. La diferencia reside en que yo no haga chantaje a los inocentes, ni cobro dinero a cambio de proteger a personas que no necesitarían ninguna protección de no ser por mis amenazas —resultaba todo tan abstracto, que Tom tenía la seguridad de que Georges, pese a estar mirándole intensamente, no entendía nada.
—¿Adónde quiere ir a parar? — preguntó Simone.
—Al hecho de que maté a uno de aquellos bestias en el tren y estuve a punto de matar al otro… lo eché fuera de un empujón. Y Jonathan estaba allí y me vio. Verá… —Tom se sintió intimidado sólo fugazmente al ver la expresión de horror que apareció en el rostro de Simone, al ver la mirada de temor que dirigió a Georges, que seguía ávidamente la narración y que tal vez pensaba que «bestias» se refería realmente a unos animales, o quizá que Tom iba inventado la historia a medida que la contaba—. Verá, tuve tiempo de explicarle la situación a Jonathan. Íbamos en la plataforma… del tren en marcha. Jonathan vigiló por si venía alguien. Eso es todo lo que hizo. Pero le estoy agradecido. Me ayudó. Y espero que comprenda usted,
madame
Trevanny, que fue por una buena causa. Vea cómo la policía francesa está combatiendo a la Mafia en Marsella, a los traficantes de drogas. ¡Vea cómo todo el mundo está luchando contra la Mafia! O intentándolo. Pero uno ha de esperar reacciones peligrosas de ella, como usted sabrá. Y eso es lo que ocurrió anoche. Le… —¿se atrevería a decir que había recabado la ayuda de Jonathan? Sí—. La culpa fue mía y de nadie más… Jonathan estaba en mi casa porque yo le pedí que volviera a ayudarme.
Simone parecía perpleja y muy suspicaz.
—A cambio de dinero, claro.
Tom ya esperaba algo parecido, por lo que conservó la serenidad.
—No, no,
madame
iba a decir que se trataba de una cuestión de honor, pero no tenía sentido, ni siquiera para él. Pensó en decir que había sido por amistad, pero a Simone eso no le habría gustado—. Fue amabilidad por parte de Jonathan. Amabilidad y valor. No debería reprochárselo.
Simone meneó la cabeza lentamente, con incredulidad.
—Mi marido no es un agente de la policía,
m’sieur
. ¿Por qué no me dice la verdad?
—¡Pero si se la estoy diciendo! — dijo Tom sencillamente, abriendo las manos.
Simone estaba sentada en la butaca, tensa, apretando los dedos.
—Recientemente, muy recientemente —dijo—, mi marido ha recibido una buena cantidad de dinero. ¿Pretende decirme que es dinero no tiene nada que ver con usted? Tom se reclinó en el sofá y cruzó los pies. Llevaba las botas más viejas que tenía, unas botas casi gastadas del todo.
—Ah, sí. Me dijo algo sobre eso —dijo Tom con una sonrisa—. Los médicos de Alemania han hecho una apuesta y le han confiado a Jonathan el dinero. ¿No es así? Creía que se lo habría dicho.
Simone no dijo nada; siguió esperando que Tom prosiguiera.
—Además, Jonathan me dijo que le habían dado una gratificación… una especie de premio. Al fin y al cabo, le están utilizando para llevar a cabo experimentos.
—También me dijo que no había… ningún peligro real en las drogas. Siendo así, ¿por qué iban a pagarle? — Simone sacudió la cabeza y se rió brevemente—. No,
m’sieur
.
Tom guardó silencio. En su cara se pintaba la decepción, justo lo que él quería. — Cosas más raras ocurren,
madame
. Únicamente le estoy diciendo lo que Jonathan me contó a mí. No tengo motivos para pensar que no sea verdad.
Eso puso fin a la cuestión. Simone se agitó inquietamente y se levantó. Su rostro era encantador, con cejas y pestañas finas y hermosas, boca inteligente, capaz de ser dulce y severa. En aquel preciso momento era severa. Sonrió cortésmente.
—¿Y qué sabe usted acerca de la muerte de
monsieur
Gauthier? ¿Sabe algo? Tengo entendido que a menudo compraba usted cosas en su establecimiento. Tom también se había puesto en pie. Al menos, la muerte de Gauthier era algo que podía afrontar con la conciencia limpia.
—Sé que fue atropellado,
madame
, por un automovilista que se dio a la fuga.
—¿Eso es todo lo que sabe?
La voz de Simone resultaba ahora algo más aguda y un poco trémula.
—Sé que fue un accidente —Tom deseaba no tener que hablar en francés. Tenía la impresión de estar hablando de forma contundente—. Ese accidente no tiene sentido. Si cree que yo… que yo tuve algo que ver con el asunto,
madame
, quizá tendrá la bondad de decirme por qué motivo. De veras,
madame
… —Tom miró a Georges, que se había puesto a jugar en el suelo. La muerte de Gauthier parecía algo sacado de una tragedia griega. Pero no, en las tragedias riegas había un motivo para todo.
Simone torció un poco la boca, amargamente.
—Espero que no vuelva a necesitar a Jonathan.
—No recurriré a él, aunque le necesite —dijo amablemente Tom—. ¿Cómo es…?
—Creo yo —le interrumpió Simone— que a quien hay que llamar es a la policía. ¿No está de acuerdo? ¿O es que ya está usted en la policía secreta? ¿Tal vez en la de los Estados Unidos?
Tom comprendió que el sarcasmo de Simone tenía raíces muy profundas. Nunca conseguiría sus propósitos con ella. Tom sonrió un poco, aunque se sentía ligeramente herido. Peores palabras había soportado en la vida, pero en este caso lo lamentaba por lo mucho que había deseado convencer a Simone.
—No, no soy de la policía. Me meto en líos de vez en cuando, como usted sabrá, creo.
—Sí. Lo sé.
—¿Líos? ¿Qué son líos? — dijo Georges, mirando a Tom y a su madre. Ahora estaba de pie, muy cerca de ellos.
Tom, tras pensar un poco, había utilizado la palabra pétrins. — Calla, Georges —dijo su madre.
—Pero en este caso, debe reconocer que atacar a la Mafia no es una cosa mala.
Tom sintió deseos de preguntarle de qué lado estaba ella, pero habría empeorado las cosas.
—
Monsieur
Ripley, es usted un personaje extre
madame
nte siniestro. Eso es todo lo que sé. Le agradecería muchísimo que nos dejase en paz, tanto a mí como a mi marido.
Las flores de Tom yacían sobre la mesa del vestíbulo, sin agua.
—¿Cómo está Jonathan ahora? — preguntó Tom, ya en el vestíbulo—. Espero que se encuentre mejor.
Tom ni siquiera se atrevió a decir que esperaba que Jonathan volviera a casa aquella misma noche, no fuera a pensar Simone que se proponía utilizarlo de nuevo.
—Me parece que ésta bien… mejor. Adiós,
monsieur
Ripley.
—Adiós y gracias —dijo Tom—.
Au revoir
, Georges.
Tom le dio unas palmaditas en la cabeza, y el pequeño sonrió. Seguidamente Tom salió de la casa y se dirigió hacia su coche. ¡Gauthier! Una cara conocida, una cara del vecindario que no volvería a ver. Le molestaba que Simone creyera que había tenido algo que ver con la muerte de Gauthier, que él la había maquinado, aunque Jonathan ya le había informado de ello unos días antes. ¡Qué mancha, Dios mío! Bueno, sí, llevaba una mancha encima. Peor, ¡había matado a varias personas! Era cierto. Dickie Greenleaf. Esa era la mancha, el verdadero crimen. Ímpetus de la juventud. ¡Tonterías! Había sido la codicia, los celos, el resentimiento que Dickie le inspiraba. Y, desde luego, la muerte de Dickie, mejor dicho, su asesinato, se había obligado a matar a Freddie Miles, aquel americano odioso. ¡Cuánto tiempo hacía ya de todo ello! Pero lo había hecho, sí. La ley lo sospechaba a medias, pero no podía probarlo. La historia se había extendido entre el público, la opinión pública, como una mancha de tinta en un papel secante. Tom se sentía avergonzado. Una equivocación juvenil, horrible. Una equivocación fatal, cabria decir sólo que había tenido una suerte asombrosa después. Había sobrevivido, desde el punto de vista físico. Y sin duda los asesinatos posteriores, el de Murchison, por ejemplo, los había cometido para proteger a otras personas tanto como a sí mismo.