El juego de Ripley (36 page)

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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

BOOK: El juego de Ripley
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Simone estaba horrorizada. ¿Qué mujer no lo habría estado después de ver dos cadáveres en el suelo al entrar en Belle Ombre la noche anterior? ¿Pero acaso él, Tom, no lo había hecho para proteger a su marido además de a sí mismo? Si la Mafia le hubiese atrapado y torturado, ¿acaso no les habría dado el nombre y la dirección de Jonathan Trevanny?

Esto hizo que Tom pensara en Reeves Minot. ¿Qué tal le iría? Se dijo que debía telefonearle. De pronto se dio cuenta de que estaba ya junto al coche, con la mirada clavada en el tirador de la portezuela. Esta ni siquiera estaba cerrada y las llaves, como ocurría con frecuencia, colgaban del salpicadero.

22

El análisis de la muestra de médula ósea, extraída por un médico a media tarde del domingo, no dio buenos resultados y los doctores quisieron que Jonathan se quedase en el hospital por la noche y recibiera un tratamiento llamado Vincainestina, que consistía en un cambio completó de sangre y que Jonathan ya había recibido anteriormente.

Simone fue a verle poco después de las siete. Jonathan sabía que su mujer le había telefoneado antes. Pero quienquiera que hubiese hablado con ella, no le había dicho que tendría que hacer noche en el hospital, por lo que Simone se llevó una sorpresa al enterarse.

—Así… mañana —dijo Simone y pareció que no encontraba nada más que decir, Jonathan estaba acostado con la cabeza sobre varias almohadas. En lugar del pijama de Tom llevaba ahora una prenda holgada y tenía sendos tubos en ambos brazos. Jonathan sentía que había una terrible distancia le separaba de Simone. ¿o acaso se lo imaginaba?

—Mañana por la mañana, supongo. No te molestes en venir, querida. Cogeré Un taxi… ¿Qué tal has pasado la tarde? ¿Cómo está tu familia?

Simone hizo caso omiso de la pregunta.

—Tu amigo
monsieur
Ripley me hizo una visita esta tarde.

—¿Ah, sí?

—Es un… un embustero tan redomado, que una no sabe si creer siquiera una mínima parte de lo que dice. Mejor dicho, no te crees una sola palabra.

Simone volvió la cabeza, pero no había nadie detrás suyo. La cama de Jonathan era una de las muchas que había en la sala; no todas estaban ocupadas, pero sí lo estaban las de ambos lados y uno de los enfermos tenía visita. No podían hablar tranquilamente.

—Georges se llevará un chasco cuando sepa que no vendrás a casa esta noche —dijo Simone.

Luego se marchó.

Jonathan regresó a casa alrededor de las diez de la mañana siguiente, lunes. Encontró a Simone en casa, planchando algunas prendas de Georges. — ¿Te encuentras bien? ¿Te han dado desayuno? ¿Quieres un poco de café? ¿O prefieres té?

Jonathan se encontraba mucho mejor… uno siempre se encontraba mucho mejor después de la Vincainestina, hasta que la enfermedad se ponía a trabajar y volvía a estropearle la sangre. Jonathan sólo quería bañarse. Se bañó y después se cambió de ropa: unos pantalones de pana viejos, de color beige, dos suéteres porque la mañana era fresca o quizás él sentía el frío más que de costumbre. Simone llevaba un vestido de lana, de mangas cortas. El diario de la mañana,
Le Figaro
, estaba doblado sobre la mesa de la cocina, con la primera página hacia fuera, como siempre, pero se notaba que Simone ya lo había hojeado.

Jonathan cogió el periódico y, en vista de que Simone no apartaba los ojos de la tabla de planchar, entró en la sala de estar. En un rincón inferior de la segunda página había una noticia a dos columnas.

«DOS CADÁVERES INCINERADOS EN UN AUTOMÓVIL»

La noticia venía fechada el 14 de mayo, en Chaumont. Un agricultur llamado René Gault, de cincuenta y cinco años, había encontrado los restos humeantes del Citroën a primera hora de la mañana del domingo y había avisado inmediatamente a la policía. Los papeles hallados en las carteras de los dos cadáveres los identificaban como Angelo Lippari, treinta y tres años, contratista, y Filippo Turoli, treinta y un años, viajante de comercio, ambos de Milán. Lippari había muerto a consecuencia de fracturas de cráneo; Turoli, de causas desconocidas, aunque se suponía que ya estaba inconsciente o muerto al ser incendiado el automóvil. No había pistas, de momento, y la policía seguía investigando.

Jonathan supuso que el fuego habría destruido completamente el
«garrotte»
y era evidente que el cadáver de Lippo había sido consumido por el fuego hasta tal punto que no quedaban rastros de estrangulamiento.

Simone entró en la sala con unas prendas de vestir en las manos.

—¿Y bien? Ya lo he leído. Los dos italianos.

—Sí.

—Y tú ayudaste a
monsieur
Ripley a hacerlo. Esto es lo que llamasteis «limpieza».

Jonathan no dijo nada. Suspiró y tomó asiento en el Chesterfield, que crujió lujosamente, pero se sentó algo erguido, no fuera a creer Simone que trataba de zafarse aparentando debilidad.

—Algo había que hacer con ellos.

—Y tú sencillamente tenías que ayudarle —dijo ella—, Jon… ahora que Georges no está aquí… Creo que deberíamos hablar del asunto —dejó las prendas sobre la librería que había junto a la puerta y se sentó en el borde de la butaca—. No me dices la verdad y tampoco me la ha dicho
monsieur
Ripley. Me pregunto qué más te verás obligado a hacer por él —al pronunciar las últimas palabras alzó la voz histéricamente.

—Nada —Jonathan estaba seguro de ello. Y si Tom le pedía que hiciese algo más, podría negarse, sencillamente. En aquel momento le parecía muy sencillo a Jonathan. Tenía que aferrarse a Simone a toda costa. Simone valía más que Tom Ripley, más que cualquier cosa que Tom pudiera ofrecerle.

—No alcanzo a entenderlo. Tú sabías lo que estabas haciendo… anoche. Le ayudaste a matar a aquellos hombres, ¿no es verdad? — dijo Simone con voz trémula.

—Se trataba de proteger… lo que había ocurrido antes.

—Ah, sí,
monsieur
Ripley me lo explicó. Casualmente tú ibas en el mismo tren que él, al venir de Munich, ¿no es así? ¿Y tú le ayudaste a… matar a dos personas?

—Mafiosos —dijo Jonathan. ¿Qué diablos le habría dicho Tom?

—Tú… un pasajero normal y corriente, ¿ayudaste a un asesino? ¿Esperas que me crea eso, Jon?

Jonathan guardaba silencio, tratando de pensar, sintiéndose desgraciado. La respuesta era que no.
Al parecer, no te das cuenta de que eran de la Mafia
, sintió ganas de decir.
Estaban atacando a Tom Ripley
. Otra mentira, al menos en lo referente al tren. Jonathan apretó los labios y se recostó en el sofá generoso.

—No espero que me creas. Sólo tengo dos cosas que decirte: éste es final del asunto y los hombres a los que dimos muerte eran delincuentes y asesinos. Eso tendrás que admitirlo.

—¿Acaso eres agente de la policía secreta en tus ratos libres? ¿Por qué estás cobrando por esto, Jon? Tú… ¡un asesino! — Simone se levantó con los puños apretados fuertemente—. Eres como un extraño para mí. Nunca te he conocido antes de ahora.

—Oh, Simone —dijo Jonathan, levantándose.

—No puedo sentir simpatía por ti ni puedo quererte. Jonathan parpadeó. Simone lo había dicho en inglés.

—Sé que omites algo —prosiguió ella en francés—. Y ni siquiera deseo saber de qué se trata. ¿Comprendes? Es alguna relación horrible con
monsieur
Ripley, ese personaje odioso… y me pregunto qué será —añadió con el sarcasmo amargo de antes—. Salta a la vista que se trata de algo demasiado asqueroso para decírmelo. No me extrañaría sin duda habrás encubierto algún otro crimen suyo y por esto te paga, por esto te tiene en su poder. Muy bien, no quiero…

—¡No estoy en su poder! ¡Ya lo verás!

—¡Ya he visto bastante!

Simone salió de la sala, llevándose consigo la ropa planchada, y subió al piso de arriba.

Al llegar la hora del almuerzo, Simone dijo que no tenía hambre. Jonathan se preparó un huevo pasado por agua. Después se fue a la tienda pero dejó el cartelito de «FERME» en la puerta, porque oficialmente no abría los lunes. Nada había cambiado desde el medio día del sábado. Se notaba que Simone no había estado allí. De pronto Jonathan pensó en la pistola italiana, que normalmente guardaba en un cajón y que ahora se hallaba en casa de Tom Ripley. Jonathan cortó un marco, luego corto el cristal correspondiente, pero se desanimó al llegar el momento de clavar los clavos. ¿Qué iba a hacer con Simone? ¿Y si le contaba toda la historia, exactamente como había sucedido en realidad? Sin embargo, Jonathan sabía que se enfrentaba a la actitud católica sobre segar vidas humanas. Sin contar que Simone exclamaría
¡Fantastic!
¡Repugnante! al oírle contar la primera propuesta que le hicieron. Resultaba curioso que la Mafia fuese ciento por ciento católica y que no le importasen las vidas humanas. ¿Y si le decía que había sido una «equivocación» de su parte, que lo lamentaba? Inútil. En primer lugar, ni él mismo creía en lo de la equivocación, así que ¿por qué contarle otra mentira?

Jonathan se acercó con mayor decisión a la mesa de trabajo y encoló y clavó el marco del cuadro, sellándolo luego pulcramente con papel de embalar por el dorso. Colocó el nombre del propietario en el alambre del cuadro. Después repasó los pedidos pendientes y despachó un cuadro más que, al igual que el anterior, no necesitaba orla. Siguió trabajando hasta las seis de la tarde. Entonces compró pan, y vino y unas lanchas de jamón en una
charcuterie
, suficiente para cenar los tres en el caso de que Simone no hubiese ido a la compra.

—Temo que la policía llame de un momento a otro y pregunte por ti —dijo Simone.

Jonathan siguió poniendo la mesa y durante unos segundos no dijo nada.

—No vendrá. ¿Por qué iba a venir?

—Eso de que no hay ninguna pista, nunca es verdad. Encontrarán a
monsieur
Ripley y él les hablará de ti.

Jonathan estaba seguro de que Simone no había comido en todo el día. En la nevera encontró algunas patatas sobrantes, puré de patatas, mejor dicho, y se puso a preparar la cena él mismo. Al cabo de un rato. Georges bajó de su cuarto.

—¿Qué te hicieron en el hospital, papá?

—Tengo la sangre completamente nueva —repuso Jonathan con una sonrisa, haciendo unas flexiones con los brazos—. Piénsalo bien. Toda la sangre nueva… o, al menos, ocho litros de ella.

—¿Cuanto son ocho litros? — dijo Georges, haciendo también unas flexiones con los brazos.

—Ocho veces esta botella —contestó Jonathan—. Por esto tardaron toda la noche.

Aunque se esforzó, Jonathan no pudo disipar el mal humor, el silencio de Simone, que jugueteaba con la comida, sin decir palabra. Georges no podía entenderlo. Jonathan, al fracasar sus esfuerzos, se sintió azorado y también él guardó silencio mientras tomaba el café incapaz siquiera de charlar con Georges.

Jonathan se preguntó si Simone habría hablado con su hermano Gérard. Se llevó a Georges a la sala de estar para ver la televisión en el nuevo aparato que compraran unos días antes. A aquella hora los programas —sólo había dos canales— no tenían interés para los pequeños, pero Jonathan albergaba al esperanza de que Georges se quedase un rato mirando alguno.

—¿Por casualidad has hablado con Gérard? — dijo Jonathan, incapaz de reprimir la pregunta.

—Claro que no. ¿Crees que podría hablarle… de esto? — Simone estaba fumando un cigarrillo, cosa rara en ella. Miró hacia la puerta de la sala de estar, para asegurarse de que Georges no volviera al comedor—. Jon… creo que deberíamos empezar los trámites para separamos.

En la televisión, un político francés estaba hablando de los syndicats.

Jonathan volvió a sentarse en la silla.

—Cariño, ya sé… Que ha sido un golpe para ti. ¿No quieres esperar unos días? Sé que conseguiré que lo comprendas. De veras.

Jonathan lo dijo con la mayor convicción y, a pesar de ello, se daba cuenta de que ni él mismo estaba convencido, ni pizca. Se aferraba a Simone como se hubiera aferrado a la vida, instintivamente.

—Sí, por supuesto, tú crees que podrás explicármelo. Pero me conozco muy bien. No soy una chica joven y emocional. Sabes que no lo soy —Simone le miró directamente a los ojos, con una expresión de la que había desaparecido el enfado, pero que ahora era decidida, distante—. Ya no me interesa todo tu dinero, ni un solo céntimo. Ya me las arreglaré por mi propia cuenta… con Georges.

—¡Con Georges!… ¡Dios mío! ¡A Georges lo mantendré yo, Simone!

Jonathan apenas podía creer que estuviesen diciendo todas aquellas cosas. Se levantó, obligó a Simone a levantarse, con cierta brusquedad, a consecuencia de lo cual el café de Simone se derramó un poco sobre el platito. Jonathan la abrazó y la quiso besar, pero ella se apartó.


¡Non!
— Simone apagó el cigarrillo y se puso a recoger la mesa—. Lamento decir también que no quiero dormir en la misma cama que tú.

—Oh, claro. Ya me lo figuraba —dijo Jonathan, y pensó «y mañana irás a la iglesia y rezarás una plegaria por mi alma»—. Simone, tienes que dejar que pase algún tiempo. No digas cosas que en realidad no sientes.

—No cambiaré. Pregútale a
monsieur
Ripley. Creo que él lo sabe.

Georges regresó junto a ellos, olvidándose de la televisión, y les miró con perplejidad.

Jonathan le acarició la cabeza con la punta de los dedos. Había pensado subir al dormitorio, pero ya no era el dormitorio de los dos y, de todos modos, ¿qué iba a hacer allí? La televisión seguía zumbando Jonathan dio media vuelta en el vestíbulo, cogió la gabardina y la bufanda y salió a la calle. Anduvo hasta la Rue de France y giró a la izquierda. Al llegar al final de la calle, entró en el café—bar de la esquina. Quería telefonear a Tom Ripley. Recordaba su número.

—¿Diga? — pregunto Tom.

—Jonathan al habla.

—¿Cómo está?… Telefoneé al hospital y me dijeron que había pasado la noche allí. ¿Ha salido ya?

—Sí, sí esta mañana. Yo… —Jonathan empezó a jadear.

—¿Qué ocurre?

—¿Podría vede unos minutos? Si cree que no hay peligro, yo… Supongo que encontraré un taxi. Seguro.

—¿Dónde está ahora?

—En el bar de la esquina… el bar nuevo que hay cerca de l'Aigle Noir.

—Podría pasar a buscarle. ¿No?

Tom sospechó que Jonathan acababa de tener una escena con Simone.

—Iré a pie hasta el Monumento. Quiero caminar un poco. Le veré allí.

Jonathan se sintió mejor en el acto. Era falso, sin duda, era aplazar la situación con Simone, pero de momento eso no importaba. Se sentía como un hombre torturado al que dejasen en paz unos instantes y se sintió agradecido por aquellos momentos de alivio. Jonathan encedió un pitillo y se puso a caminar despacio, ya que Tom tardaría unos quince minutos en llegar. Jonathan entró en el Bar des Sports, a pocos pasos del Hôtel de l'Aigle Noir, y pidió una cerveza. Intentó no pensar en nada. Pero un pensamiento afloró a la superficie por impulso propio: Simone se avendría a razones. En cuanto pensó conscientemente en ello, temió que no fuera así. Ahora estaba solo. Sabía que estaba solo, que hasta Georges estaba ahora alejado de él, porque seguramente Simone se quedaría con el pequeño, pero Jonathan era consciente de que todavía no se percataba por completo del alcance que ello tenía. Necesitaría días. Los sentimientos eran más lentos que los pensamientos. A veces.

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