—Pues no te creo —dijo Simone con voz dulce y siniestra a la vez—. Vamos, Georges, que ya es hora de irnos.
Jonathan parpadeó y se quedó mirando cómo Simone y Georges cruzaban el vestíbulo hacia la puerta principal. Georges recogió la cartera con los libros y, sorprendido tal vez por la discusión entre sus padres, se olvidó de decirle adiós a Jonathan, que tampoco dijo nada.
Como era sábado, Jonathan tuvo mucho trabajo en la tienda. El teléfono sonó varias veces. Sobre las once de la mañana la voz que le habló desde el otro extremo del hilo era la de Tom Ripley.
—Me gustaría verle hoy. Es bastante importante —dijo Tom—. ¿Puede hablar en este momento?
—Pues no.
Había un hombre ante el mostrador, enfrente de Jonathan, esperando para pagarle el cuadro que se encontraba envuelto entre los dos.
—Siento molestarle en sábado. ¿Tardará mucho en poder venir a mi casa? ¿Podrá quedarse esta noche?
Jonathan se sobresaltó ligeramente y pensó en cerrar la tienda, informar a Simone. Informarla, ¿de qué?
—Sí, claro que podré.
—¿A qué hora estará libre? Pasaré a recogerle. ¿Le parece bien a las doce del mediodía? ¿O es demasiado pronto?
—No. Me va bien.
—Le recogeré en la tienda. O en la calle. Otra cosa… traiga la pistola.
Tom colgó.
Jonathan atendió a los clientes que había en la tienda y colgó el cartelito que decía «FERME» cuando aún había alguien dentro. Se preguntó qué le habría pasado a Tom Ripley desde el día anterior. Simone estaba en casa aquella mañana, aunque los sábados por la mañana pasaba más tiempo fuera que dentro de casa, porque era el día en que hacía la compra y se encargaba de otras cosas, tales como ir a la tintorería. Jonathan decidió escribirle una nota y echarla por el buzón de la puerta principal. A las once y cuarenta minutos la nota ya estaba escrita y Jonathan salió de la tienda. Echó a andar por la Rue de la Paroisse, que era el camino más corto para llegar a casa y también donde más probabilidades había de tropezarse con Simone, pero no se cruzó con ella. Echó la carta por la ranura que decía «LETTRES» y regresó rápidamente por donde había venido. La nota decía:
«Querida: No vendré a comer ni a cenar y he cerrado la tienda. Me ofrecen un trabajo importante algo lejos de aquí y han pasado a recogerme en coche.
J.»
La nota era poco explícita, cosa nada propia de él. Y, sin embargo, ¿cómo podían las cosas resultar peores de lo que ya habían sido aquella mañana?
Jonathan volvió a entrar en el establecimiento, cogió su vieja gabardina y se metió la pistola italiana en el bolsillo. Al salir de nuevo, vio que se acercaba el Renault verde de Tom. Ripley abrió la portezuela, casi sin detener el vehículo y Jonathan subió.
—¡Buenos días! — saludó Tom—. ¿Qué tal andan las cosas?
—¿En casa? — muy a su pesar, Jonathan buscaba con los ojos a Simone entre las personas que transitaban por la calle—. Me temo que no muy bien.
A Tom no le costó imaginárselo.
—¿Pero usted se encuentra bien?
—Sí, gracias.
Al llegar al Prisunic, Tom viró hacia la derecha y cogió la Rue Grande.
—Recibí otra llamada telefónica —dijo Tom—. Mejor dicho, la recibió mi ama de llaves. Igual que la otra vez: número equivocado. Ella no dijo de quién era la casa, pero me ha puesto nervioso. A propósito, he mandado al ama de llaves y también a mi esposa a pasar unos días fuera de casa. Tengo la corazonada de que podría ocurrir algo. Así que le he llamado para que me ayude a defender el fuerte. No puedo recurrir a nadie más. No me atrevo a avisar a la policía para que vigile la casa. Si encontrasen un par de mafiosos merodeando por los alrededores, empezarían a hacerme preguntas desagradables, desde luego.
Jonathan ya lo sabía.
—Aún no hemos llegado —Tom pasó junto al Monumento y entró en la carretera que conducía a Villeperce—, así que todavía tiene tiempo de echarse atrás. Gustosamente volveré a llevarle a Fontainebleau y no hará falta que se disculpe por no querer unirse a mí. Puede que haya peligro y puede que no lo haya. Pero a dos personas les resultará más fácil vigilar la casa.
—Sí.
Jonathan se sentía curiosamente paralizado.
—Es sólo que no quiero abandonar mi casa —Tom conducía a bastante velocidad—. No quiero que la devore el fuego o que salte en pedazos como el piso de Reeves. A propósito, Reeves está en Ascona ahora. Dieron con él en Ámsterdam y tuvo que salir pitando.
—¿De veras? — Jonathan experimentó unos segundos de pánico, de náusea. Le pareció que todo se estaba desmoronando—. ¿Ha… ha notado algo extraño cerca de casa?
—No en realidad. La voz de Tom era tranquila. Su cigarrillo formaba un ángulo airoso con sus labios.
Jonathan pensó que podía desdecirse. En aquel mismo momento. Bastaría con decirle a Tom que no se veía con ánimos, que probablemente se desmayaría si las cosas se ponían feas. Podía volver a casa, donde estaría a salvo. Jonathan aspiró hondo y bajó un poco la ventanilla. Sería un hijo de perra si se rajaba, un cobarde y un mierda. Al menos podía intentarlo. Se lo debía a Tom Ripley. Además, ¿a qué venía preocuparse tanto por su propia seguridad? ¿Preocuparse ahora, tan de repente? Jonathan sonrió un poco, sintiéndose mejor.
—Le conté a Simone lo de la apuesta sobre mi vida. No salió demasiado bien.
—¿Qué dijo?
—Lo mismo de siempre. No me cree. Lo que es peor, ayer nos vio juntos… en alguna parte. Ahora se imagina que yo le estoy guardando dinero… a mi nombre. Ya sabe, dinero sucio.
—Sí — Tom se hacía cargo de la situación. Pero no le pareció importante comparada con lo que podía ocurrirle a Belle Ombre, a él mismo y quizás a Jonathan también—. No soy ningún héroe, ¿sabe? — dijo inesperadamente Tom—. Si la Mafia me atrapase y me pegara para arrancarme información, dudo que pudiera soportarlo tan valientemente como Fritz.
Jonathan guardó silencio. Se daba cuenta de que Tom se sentía tan atemorizado como él segundos antes.
El día era esplendoroso, en el aire había un presagio del verano y la luz era brillante. Era una vergüenza tener que trabajar en un día como aquél, tener que encerrarse entre cuatro paredes como Simone haría por la tarde. Ya no hacía falta que Simone trabajase, por supuesto. Jonathan pensaba decírselo desde hacía un par de semanas.
En aquel momento entraban en Villeperce, un pueblo pequeño, de ésos donde quizás había sólo una carnicería y una panadería. — Ahí está Belle Ombre —dijo Tom, señalando con la cabeza una torre con cúpula que sobresalía entre algunos chopos.
El pueblo quedaría medio kilómetro a sus espaldas, tal vez. Las casas eran aquí grandes y estaban muy separadas unas de otras. Belle Ombre parecía un chateau pequeño, de líneas clásicas y fuertes, pero suavizadas por las cuatro torres redondeadas de las esquinas y que llegaban basta el césped. Había una verja de hierro y Tom tuvo que apearse para abrirla con la voluminosa llave que acababa de sacar de la guantera. Luego el coche pasó por encima de la grava hasta detenerse en el garaje.
—¡Hermoso lugar! — exclamó Jonathan.
Tom asintió con la cabeza y sonrió.
—Regalo de boda de los padres de mi esposa, principalmente. Y últimamente, cada vez que al llegar veo que sigue en pie, siento una gran alegría. ¡Entre, por favor!
Tom también tenía la llave de la puerta principal.
—:No estoy acostumbrado a encontrar la puerta cerrada con llave —dijo Tom—. Normalmente mi ama de llaves está en casa.
Jonathan penetró en un vestíbulo espacioso, cuyo piso era de mármol blanco, y seguidamente pasó a una sala de estar. Había dos alfombras, una chimenea grande y un sofá de raso amarillo con aspecto de ser cómodo. Y junto a las puer-tas—ventanas había un clavicémbalo. Todo el mobiliario era bueno y estaba bien cuidado.
—Quítese la gabardina —dijo Tom, que de momento se sentía aliviado: Belle Ombre estaba tranquila y no había visto nada extraño en el pueblo. Se acercó a la mesa del vestíbulo y del cajón extrajo la Luger. Jonathan le estaba mirando y Tom sonrió—. Sí, pienso llevar esto encima todo el día. Por esto me he puesto unos pantalones viejos. Tienen los bolsillos grandes. Ahora comprendo por qué algunos prefieren llevar la funda bajo el sobaco —Tom se metió el arma en un bolsillo de los pantalones—. Haga lo mismo con la suya, si no le importa.
Jonathan obedeció.
Tom pensó en el rifle que tenía arriba. Lamentaba poner manos a la obra tan aprisa, pero se dijo que era lo mejor.
—Vamos arriba. Quiero enseñarle algo.
Subieron las escaleras y Tom llevó a Jonathan a su cuarto. Jonathan se fijó en seguida en la
commode de bateau
y se acercó a ella para examinarla mejor.
—Regalo reciente de mi esposa… Mire… —Tom tenía el rifle en la mano—. Tengo esto. Para largo alcance. Bastante certero, aunque no tanto como un fusil del ejército, desde luego. Quiero que se asome a esta ventana.
Jonathan se asomó. Al otro lado de la calle había una casa de tres pisos. Era de estilo decimonónico y estaba bastante apartada de la calle y más que medio oculta entre los árboles. A ambos lados de la calle había árboles que formaban dos líneas irregulares. Jonathan se imaginó un coche deteniéndose ante la verja del jardín y precisamente de eso le hablaba Tom en aquel momento: el rifle resultaría más certero que una pistola.
—Claro que todo depende de lo que hagan ellos —dijo Tom—. De si tienen intención de arrojar una bomba incendiaría, por ejemplo. En tal caso el rifle será lo más indicado. Desde luego, la casa también tiene ventanas en la parte posterior. Y a los lados. Venga por aquí.
Tom condujo a Jonathan a la habitación de Heloise, una de cuyas ventanas daba al césped de la parte trasera. Más allá del césped, la arboleda era más densa, mientras que unos cuantos chopos lo bordeaban por la derecha.
—Hay un camino que cruza ese bosque, a la izquierda, aunque ahora apenas se ve. Y en mi
atelier…
—Tom salió al pasillo y abrió una puerta a mano izquierda. Las ventanas de aquella habitación también daban a la parte posterior, hacia donde caía el pueblo de Villeperce, pero desde ella sólo se divisaban los cipreses, chopos y tilos de una finca pequeña—. Podríamos vigilar ambos lados de la casa. No quiero decir que tengamos que permanecer pegados a las ventanas, pero… La otra cosa importante que quería decirle es que quiero que el enemigo crea que estoy solo. Si usted…
El teléfono estaba sonando. Durante unos segundos Tom pensó en dejar que siguiera sonando, sin descolgado, luego se dijo que tal vez se enteraría de algo si contestaba. Entró en su cuarto y descolgó el aparato.
—
¿Oui?
—¿
Monsieur
Ripley?—dijo en francés una voz de mujer—. Ici,
madame
Trevanny. ¿Está mi esposo ahí por casualidad?
La voz era muy tensa.
—¿Su marido?
Mais non, madame
! — dijo Tom con tono de sorpresa.
—
Merci, m’sieur. Excusez-moi.
La mujer colgó. Tom suspiró. Realmente Jonathan estaba en apuros.
—Mi esposa —dijo Jonathan desde la puerta.
—Sí —dijo Tom—. Lo siento. Le he dicho que no estaba aquí. Puede enviarle un
pneu
, si lo desea. O telefonearla. A lo mejor está en la tienda. —No, no. Dudo que esté allí —pero podía estar porque tenía llave. Era sólo la una y cuarto. Tom pensó de qué otra manera podía Simone saber su número si no lo encontraba anotado en el establecimiento de Jonathan. — O, si quiere, le llevo ahora mismo a Fontainebleau. Usted tiene la palabra, Jonathan.
—No —dijo Jonathan—. Gracias.
«Renunciación —pensó Jonathan—. Simone ha adivinado que Tom mentía.»
—Le pido disculpas por la mentira. Siempre estará a tiempo de echarme la culpa a mí. De todos modos, dudo que pueda rebajarme más a ojos de su esposa en aquel momento a Tom le importaba un comino, no tenía tiempo ni ganas de comprender a Simone. Jonathan no decía nada—. Bajemos a ver qué encontramos en la cocina.
Tom corrió la cortina de su cuarto, aunque dejó un resquicio para poder observar la calle sin mover la cortina. Hizo lo mismo en la habitación de Heloise y en la sala de estar. Los aposentos de
madame
Annette decidió dejarlos como estaban. Las ventanas daban al sendero lateral y al césped de la parte posterior.
Quedaba mucho del delicioso
ragoût
que
madame
Annette preparara la noche anterior. La ventana sobre el fregadero de la cocina no tenía cortinas, así que Tom indicó a Jonathan que se sentase donde no pudieran verle desde el exterior. Jonathan se sentó ante la mesa de la cocina, con un vaso de whisky con agua.
—Lástima que no podamos trabajar en el jardín después de comer —dijo Tom, mientras lavaba una lechuga en el fregadero. Cada vez que pasaba un coche no podía evitar el echar un vistazo por la ventana. Sólo habían pasado dos en los últimos diez minutos.
Jonathan se había fijado en que las dos puertas del garaje estaban abiertas de par en par. El coche de Tom se encontraba aparcado sobre la grava, enfrente de la casa. El silencio era tan grande que se hubiese oído cualquier pisada sobre la grava.
—Y no puedo poner música porque tal vez nos impediría oír el ruido en el caso de que viniera alguien. ¡Qué aburrimiento! — dijo Tom.
Aunque ninguno de los dos comió mucho pasaron largo rato ante la mesa, en la parte de la sala de estar que hacía las veces de comedor. Tom preparó café. Como no encontró nada sustancioso para la cena, Tom telefoneó al carnicero de Villeperce y pidió un buen bistec para dos.
—Ah, es que
madame
Annette se ha tomado unos días de vacaciones —dijo como contestación a la pregunta del carnicero.
Los Ripley eran tan buenos clientes, que Tom no vaciló en pedirle al carnicero que le trajera algunas lechugas y otras cosas de la verdulería de al lado.
El estrepitoso ruido de neumáticos sobre la grava les anunció la llegada de la camioneta del carnicero media hora más tarde. Tom se puso en pie de un salto. Pagó al chico del carnicero, que llevaba un delantal con salpicaduras de sangre, y le dio una propina. En aquel momento Jonathan estaba hojeando unos libros sobre muebles y parecía bastante contento, de modo que Tom fue arriba con el propósito de pasar un rato poniendo en orden su
atelier
, ya que
madame
Annette nunca tocaba aquella habitación.
Poco antes de las cinco sonó el teléfono y su timbre fue como un grito en medio del silencio, un grito apagado para Tom, ya que se había aventurado a salir al jardín y en aquel momento se estaba entreteniendo con los
secateurs
. Entró corriendo en la casa, aunque le constaba que Jonathan no tocaría el teléfono. Seguía sentado cómodamente en el sofá, rodeado de libros.