—Me temo que si se le paga más —dijo Reeves— lo dejará de veras. Me parece que ya te he dicho que no puedo conseguirlo… el resto de la pasta… hasta que cumpla el segundo encargo.
Tom pensó que Reeves no entendía en absoluto a los tipos como Trevanny. Si a éste le pagaban todo lo convenido, haría el trabajo o devolvería la mitad del dinero.
—Si se te ocurre algo en relación con él —dijo Reeves, hablando con aparente dificultad—, o si sabes de otro que pueda hacerla, telefonéame. ¿Lo harás? ¿Mañana o pasado?
Tom se alegró cuando colgaron. Sacudió la cabeza rápidamente y parpadeó. A menudo las ideas de Reeves Minot le hacían sentirse como si tuviera una pesadilla desprovista incluso de la realidad que hay en la mayoría de los sueños.
Heloise saltó por encima del sofá amarillo, con una mano apoyada levemente en el respaldo y la otra sujetando la copa de champán, y aterrizó sin hacer ruido. Con gesto elegante alzó la copa hacia Tom.
—
Grace à toi, ce week-end était très réussi, mon trésor!
—¡Gracias, cariño!
Sí, la vida volvía a ser dulce, de nuevo estaban solos y aquella noche podrían cenar descalzos si les daba la gana. ¡La libertad!
Tom pensaba en Trevanny. En realidad no estaba preocupado por Reeves, que siempre se las arreglaba para salir bien o se retiraba justo a tiempo cuando una situación se hacía demasiado peligrosa. Pero Trevanny… resultaba algo misterioso. Se puso a pensar en el modo de conocer mejor a Trevanny. La situación era difícil, toda vez que sabía que no le caía bien. Pero no había nada más sencillo que llevarle un cuadro para que se lo enmarcase.
El martes, Tom fue en coche a Fontainebleau. Primero pasó por la tienda de Gauthier a comprar bastidores. Tal vez Gauthier le daría alguna noticia sobre Trevanny, sin necesidad de que Tom le hiciera ninguna pregunta. Algo sobre su viaje a Hamburgo, ya que, aparentemente, Trevanny había ido a consultar con un médico. Tom hizo sus compras en el establecimiento de Gauthier, pero éste no mencionó a Trevanny. Justo en el momento de irse, Tom dijo:
—¡Y cómo está nuestro amigo…
monsieur
Trevanny?
—Ah. Oui. Estuvo en Hamburgo la semana pasada, para ver a un especialista —el ojo de cristal de Gauthier miraba aviesamente a Tom mientras que el ojo sano brillaba y parecía un poco triste—. Según tengo entendido, no le dieron buenas noticias. Puede que algo peores de las que le da el médico de aquí. Pero es valiente. Ya sabe usted cómo son estos ingleses: nunca dejan entrever sus verdaderos sentimientos.
—Lamento oír que está peor —dijo Tom.
—Sí, bueno… eso me dijo él. Aunque sigue al pie del cañón.
Tom guardó los bastidores en el coche y sacó una carpeta del asiento posterior. Había traído una acuarela para que Trevanny le pusiera marco. Pensó que la conversación con Trevanny quizá no daría resultados hoy, pero, como en un futuro cercano debería ir a recoger el cuadro, tendría otra oportunidad de verle. Tom anduvo hasta la Rue des Sablons y entró en la pequeña tienda. Trevanny estaba hablando con una clienta, sujetando un trozo de listón contra la parte superior de un grabado. Miró brevemente a Tom y éste creyó que le había reconocido.
—Puede que ahora le parezca demasiado grueso, pero ya verá cuando le ponga una orla blanca… —decía Trevanny, cuyo acento era bastante bueno.
Tom buscó con la mirada algún cambio en Trevanny, alguna muestra de ansiedad tal vez… pero no logró ver ninguna. Por fin le tocó el turno a Tom.
—
Bonjour
. Buenos días. Me llamo Tom Ripley —dijo Tom, sonriendo—. Estuve en su casa en… creo que fue en febrero, ¿no? El cumpleaños de su esposa.
—Ah, si
Tom vio en la cara de Trevanny que su actitud no había cambiado desde aquella noche de febrero en que le dijera «Ah, sí, ya he oído hablar de usted».
Tom abrió la carpeta.
—Traigo esta acuarela. La pintó mi mujer. Pensé que tal vez con un marco estrecho, marrón oscuro, Y una orla… digamos de cinco centímetros como máximo, en la parte de abajo…
Trevanny prestó atención a la acuarela depositada en el gastado mostrador de madera que les separaba.
En el cuadro predominaban el verde y el púrpura, y era una interpretación libre, a cargo de Heloise, de un rincón de Belle Ombre sobre un fondo de pinos, en invierno. A Tom no le parecía malo,
Porque Heloise había sabido dejar los pinceles en el momento preciso. Heloise no tenía idea de que Tom guardaba la acuarela y Tom creía que iba a llevarse una sorpresa agradable cuando la viera enmarcada.
—Algo así tal vez —dijo Trevanny, bajando un listón de una estantería llena de muestras. Lo colocó sobre el cuadro a la distancia que ocuparía la orla.
—Me parece bien, sí.
—¿La orla blanca o cruda? ¿Algo así?
Tom tomó una decisión. Trevanny apuntó cuidadosamente su nombre y dirección en un bloc. Tom le dio también su número de teléfono.
¿Qué más podía decirle? La frialdad de Trevanny casi era palpable. Tom sabía que Trevanny diría que no, pero, pensando que no tenía nada que perder, dijo:
—¿Quizás a usted y su esposa les gustaría venir a tomar una copa en casa algún día? Villeperce no cae lejos de aquí. Traigan a su pequeño también.
—Gracias. No tengo coche —dijo Trevanny con una sonrisa cortés—. Me temo que no salimos mucho.
—Lo del coche no es problema. Podría pasar a recogerles. Y, desde luego, podrían cenar con nosotros también.
Las palabras le salieron precipitadamente. Trevanny hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta de punto y se balanceó ligeramente, como si su voluntad estuviera titubeando. Tom advirtió que Trevanny sentía curiosidad.
—Mi esposa es tímida —dijo Trevanny, sonriendo por primera vez—. No sabe mucho inglés.
—Mi esposa tampoco, la verdad. Es francesa también, ¿sabe? De todos modos… si mi casa le parece demasiado lejana, ¿por qué no nos tomamos un
pastis
ahora mismo? ¿No es hora de cerrar ya?
Lo era. Pasaban unos minutos del mediodía.
Fueron a un bar-restaurante en la esquina de la Rue de France con la Rue Saint-Merry. Trevanny se detuvo para comprar pan en la tahona. Pidió una cerveza de barril y Tom le secundó. Tom puso un billete de diez francos sobre el mostrador.
—¿Cómo se le ocurrió venir a vivir a Francia? — preguntó Tom. Trevanny le habló del negocio de antigüedades que había montado en sociedad con otro inglés.
—¿Y a usted? — preguntó Trevanny.
—Pues porque a mi mujer le gusta vivir aquí. Y también a mí. No se me ocurre una forma de vida más agradable que ésta, en realidad. Puedo viajar si lo deseo. Me sobra el tiempo libre… el ocio, diría usted. Trabajar en el jardín y pintar. Soy un pintor dominguero, pero disfruto con ello. Cuando me entran ganas, voy a Londres a pasar un par de semanas.
Aquello era poner las cartas sobre la mesa, en cierto sentido, ingenuo, inofensivo. Sólo que Trevanny tal vez se preguntaría de dónde procedía el dinero. Tom pensó que probablemente Trevanny habría oído hablar del asunto de Dickie Greenleaf, que habría olvidado la mayor parte del mismo, como le ocurría a casi toda la gente, sólo que ciertas cosas permanecían en la memoria, como la «misteriosa desaparición» de Dickie Greenleaf, aunque posteriormente se había aceptado la tesis de que Dickie se había suicidado. Posiblemente Trevanny sabía que Tom recibía algo de dinero que Dickie le dejara en su testamento (un testamento falsificado por el propio Tom), toda vez que la historia había sido aireada por la prensa. Luego estaba el asunto Derwatt del año anterior, aunque, más que de «Derwatt», los periódicos franceses se habían ocupado de la extraña desaparición de Thomas Murchison, el americano que había pasado unos días en casa de Tom.
—Debe de ser una vida agradable —dijo secamente Trevanny, limpiándose el labio superior de espuma de cerveza.
A Tom le pareció que Trevanny quería preguntarle algo. ¿Qué? Tom se preguntó si, a pesar de su frialdad inglesa, Trevanny sentiría remordimientos, si su conciencia le empujaría a contárselo todo a su esposa o acudir a la policía y confesar. Se dijo que tenía razón al dar por sentado que Trevanny no había dicho ni diría a su mujer lo que había hecho. Sólo cinco días antes Trevanny había apretado un gatillo para matar a un hombre. Desde luego, Reeves le habría largado algún que otro sermón sobre la mala baba de la Mafia y el bien que Trevanny o cualquier otra persona haría eliminando a una de sus miembros. Entonces Tom pensó en el
«garrotte»
. No, no podía imaginarse a Trevanny utilizándolo. ¿Cómo se sentiría Trevanny en relación con el asesinato que había perpetrado? ¿Acaso no había tenido tiempo para pensar en ello aún? Quizá no. Trevanny encendió un Gitane. Sus manos eran grandes. Era de esos tipos capaces de llevar ropa vieja, los pantalones sin planchar, y, pese a todo, conservar un aire señorial. Y además era bien parecido, con cierta tosquedad, sin que, al parecer, él mismo se diese cuenta de ello.
—¿Por casualidad conoce usted —dijo Trevanny, mirando a Tom con sus ojos azules y serenos— a un americano llamado Reeves Minot?
—No —dijo Tom—. ¿Vive aquí, en Fontainebleau?
—No. Pero creo que viaja mucho.
—No.
Tom bebió su cerveza.
—Será mejor que me marche ya. Mi esposa me estará esperando.
Salieron del local. Los dos iban en direcciones distintas.
—Gracias por la cerveza —dijo Trevanny.
—¡No hay de qué!
Tom volvió a su coche, que estaba en el aparcamiento del Hotel de l'Aigle, y emprendió el regreso a Villeperce. Pensaba en Trevanny, se decía que era un hombre bastante decepcionado, decepcionado en su situación presente. Sin duda Trevanny habría tenido aspiraciones en su juventud. Tom recordó a la esposa de Trevanny, una mujer atractiva con aspecto de esposa fiel y solícita, el tipo de mujer que nunca empujaría a su marido para que mejorase su posición, que nunca le azuzaría a ganar más dinero. A su manera, la esposa de Trevanny probablemente era tan recta y decente como el propio Trevanny. Y, pese a ello, Trevanny había sucumbido ante la proposición de Reeves. Lo cual quería decir que era un hombre al que se podía empujar en cualquier dirección; bastaba con hacerla de manera inteligente.
Madame
Annette recibió a Tom con el mensaje de que Heloise se retrasaría un poco, ya que había encontrado una commode de bateau inglesa en un comercio de antigüedades de Chilly-en—Biére, la había pagado con un cheque, pero había tenido que acompañar al anticuario al banco.
—¡En cualquier momento llegará con la cómoda! — dijo
madame
Annette, cuyos ojos azules centelleaban—. Dice que la espere para almorzar juntos,
monsieur
Tome.
—¡No faltaría más! — dijo Tom con idéntico buen humor.
Se dijo que en la cuenta bancaria habría un ligero descubierto y que por esto Heloise habría tenido que ir al banco para hablar con alguien. ¿Cómo podría hablar con alguien cuando era la hora de almorzar y el banco estaría cerrado? Y
madame
Annette estaba contenta porque habría otro mueble en la casa y podría dedicarse a encerarlo, incansable como siempre. Heloise llevaba meses buscando una cómoda para Tom. Quería que fuese una cómoda náutica con incrustaciones de metal. Tenía el capricho de ver una commode de bateau en la habitación de Tom.
Tom decidió aprovechar la oportunidad para llamar a Reeves. Subió a su cuarto. Era la una y veintidós minutos. Desde hacía unos tres meses, en Belle Ombre había otros dos teléfonos de disco y ya no hacía falta pedir las conferencias a la telefonista.
La asistenta de Reeves contestó la llamada y Tom utilizó sus conocimientos de alemán para preguntarle si
Herr
Minot estaba en casa. Sí estaba.
—¡Hola, Reeves! Tom al aparato. No puedo hablar mucho rato. Sólo quería decirte que he visto a nuestro amigo. Tomé una copa con él… En un bar de Fontainebleau. Me parece… — Tom estaba de pie, tenso, mirando por la ventana los árboles al otro lado de la calle, el cielo vacío y azul. No estaba muy seguro de lo que quería decir, sólo que deseaba decirle a Reeves que siguiese probando—. No estoy seguro del todo, pero me parece que podría dar resultado. No es más que una corazonada. Pero vuelve a probar suerte con él.
—¿Sí? — dijo Reeves, aferrándose a las palabras de Tom como si fueran las de un oráculo que jamás se equivocara.
—¿Cuándo esperas verle?
—Pues confío en que venga a Munich el jueves. Pasado mañana. Estoy tratando de persuadirle a que consulte con otro médico en Munich. Después… el viernes el tren de Munich a París sale alrededor de las dos y diez, ¿sabes?
En una ocasión Tom había tomado el Mozart-Express en Salzburgo.
—Yo en tu lugar le permitiría llevar una pistola y… la otra cosa, pero le aconsejaría que no utilizase la pistola.
—¡Eso ya lo probé! — dijo Reeves—. Así que crees… que todavía puede cambiar de opinión, ¿eh?
Tom oyó que un coche, dos coches se detenían delante de la casa.
Sin duda era Heloise con el comerciante de antigüedades.
—Tengo que colgar, Reeves. Ahora mismo.
Horas después, a solas en su habitación, Tom examinó más atentamente la bonita cómoda instalada entre las dos ventanas que daban a la parte delantera de la casa. La cómoda era de roble, baja y sólida, con relucientes cantoneras de latón y tiradores avellanados del mismo metal. La madera encerada parecía viva, como si la hubiesen animado las manos del ebanista, o tal vez las manos del capitán o de los capitanes, o de los oficiales que la habían utilizado. Un par de muescas lustrosas, más bien oscuras, que había en la madera eran como las cicatrices que todas las cosas vivas van adquiriendo a lo largo de su existencia. En la parte superior había incrustada una placa ovalada de plata con una inscripción que rezaba: «Capt. Archibald L. Partridge, Plymouth, 1734» y, en letras mucho más pequeñas, el nombre del carpintero. A Tom le pareció un bonito toque de orgullo profesional.
El miércoles, tal como le había prometido, Reeves llamó a Jonathan a su tienda. Jonathan estaba más atareado que de costumbre y tuvo que pedirle que volviera a llamar después del mediodía.
Reeves así lo hizo, y después de las habituales palabras de cortesía le preguntó si podría desplazarse a Munich al día siguiente.
—En Munich también hay médicos, ¿sabes? y muy buenos. He pensado en uno, el doctor Max Schroeder. He averiguado que podría verle a primera hora del viernes, alrededor de las ocho de la mañana. Lo único que he de hacer es confirmárselo. Si usted…