Le agradaba caminar a Josef Knecht y hacía mucho que no viajaba a pie tratando de recordar exactamente, le pareció que su última caminata verdadera fue la que le llevó de retorno a Castalia desde Mariafels y a ese torneo anual en Waldzell que había sido malogrado por la muerte de Su Excelencia, el
Magister
Tomás, y lo había convertido en sucesor de éste. Generalmente, cuando volvía con la memoria a esos tiempos
y
a sus años de estudiante y a su residencia en el soto de bambúes, era como si estuviera mirando desde un cuarto frío y desnudo hacia regiones amplias y llenas de sol alegre, lo irremediablemente perdido, convertido en paraíso del recuerdo. Y ese rememorar, aunque ocurriera sin nostalgia, fue siempre una visión de lo muy lejano, de algo distinto, de un hoy cotidiano, vuelto diferente en forma misteriosa y festiva. Pero ahora, en esta clara y alegre tarde de septiembre, con los vivos colores de las cercanías y las tonalidades de la lejanía, suaves, transparentes, delicadas como un sueño, esfumadas del azul al violeta, en ese cómodo andar y ocioso contemplar, en ese viaje a pie acariciado durante tanto tiempo, tendía la vista no ya hacia una lejanía y un paraíso en un hoy de resignación, sino que se parecía al de entonces, como el Josef Knecht de hoy semejaba al otro casi fraternalmente; todo era nuevo otra vez, misterioso, colmado de promesas; podía volver todo lo ya pasado y mucho nuevo aún, por añadidura. Nunca le habían parecido así el día y el mundo, ligeros, hermosos, inmaculados. La dicha de la libertad y de la autodeterminación le impregnaban como una bebida fuerte. ¡Durante cuánto tiempo había dejado de sentir esta sensación, esta ilusión generosa y fascinante! Hizo memoria y recordó la hora en que una vez le había tocado esa impresión tan preciosa y se encontró encadenado; fue durante el coloquio con el
Magister
Tomás, cuando bajo su mirada entre amable e irónica, la sensación se trocó en algo desagradable, porque había perdido su libertad; no había sido en realidad un dolor, un sufrimiento ardoroso, sino más bien un temor, un leve escalofrío en la nuca, una alarmante percepción física en el diafragma, una alteración de la temperatura y, precisamente, en el ritmo del sentir vital. Aquella emoción, en una hora fatal, temerosa, pasmante, que casi amenazaba una sofocación, estaba hoy compensada o curada.
Knecht había resuelto el día anterior a su viaje a Hirsland que no se arrepentiría en ningún caso de lo que pudiera suceder. Por hoy se prohibió a sí mismo pensar en los detalles de su conversación con Alexander, en su lucha con él y por él. Se entregó por entero a la sensación de relajamiento y libertad, que lo colmaban, como colma a un campesino, después de las faenas del día, la emoción de la víspera de fiesta; se sabía a salvo, sin obligaciones; se sentía por un instante perfectamente de más, eliminado, no obligado a trabajar, a pensar, y el día luminoso e irisado lo envolvía con sus dulces rayos, todo imagen, todo presente, sin exigencias, sin ayer, sin mañana. Por momentos, este ser satisfecho de caminar silbaba quedamente una canción de marcha, que había cantado alguna vez cuando era alumno principiante en Eschholz en alguna excursión, en coro de tres y cuatro voces, y desde la alegre mañana de su existencia le llegaron breves recuerdos y leves sonidos, claramente flotando como gorjeo de pájaros.
Se detuvo debajo de un cerezo con la fronda ya teñida de púrpura y se sentó en la hierba. Echó mano a un bolsillo interior de su chaqueta y sacó una cosa que Alexander no hubiera podido imaginar: una pequeña flauta de madera, que contempló con mucha ternura. No hacía mucho que poseía este ingenuo instrumento de aspecto infantil; seis meses tal vez; y recordó con placer el día en que la tuvo. Había ido a Monteport para discutir con Carlos Ferromonte algunos problemas musicales; se habló en esa ocasión de los instrumentos de madera (de viento precisamente) propios de determinadas épocas, y Knecht pidió a Ferromonte que le mostrara la colección de instrumentos reunida allí. Después de pasar gozosamente por algunas salas llenas de viejos teclados de órganos, arpas, laúdes y pianos, llegaron a un depósito donde se conservaban instrumentos para las escuelas. Allí, Josef vio una caja llena de esas pequeñas flautas, examinó y ensayó una de ellas y preguntó al amigo si podía llevársela. Carlos le rogó riendo que buscara la más agradable, riendo le hizo firmar un recibo; luego le explicó muy exactamente la construcción del instrumento, su manejo y la técnica más adecuada. Knecht se llevó el hermoso juguete y se ejercitó de vez en cuando, porque no había tocado más un instrumento de esa clase desde que dejó la rústica flauta de madera de su período escolar en Eschholz, y más de una vez se había propuesto volver a aprender cómo se toca. Junto con el diapasón utilizó un cuaderno con antiguas melodías que Ferromonte preparara para los principiantes y, a menudo, en el jardín magistral o en su dormitorio pudo oírse el sonido suave y delicado de la pequeña flauta. Estuvo muy lejos de ser un maestro, pero aprendió buen número de coros y canciones; las sabía de memoria y de algunas conocía también la letra. Recordó una de aquellas canciones, muy adecuada para ese instante, y cantó algunos versos quedamente:
Mi cabeza y mis brazos
yacían allí en el suelo;
ahora estoy de pie,
alegre y bien despierto,
y miro cara al cielo…
Luego colocó sus labios en el instrumento y tocó la melodía, miró el amplio paisaje suavemente brilloso hasta las altas montañas lejanas, oyó volar los tonos de la canción alegremente recogida en las notas de la flauta, y se sintió una sola cosa feliz con el cielo, las montañas, la canción y el día. Con verdadero gozo palpó la madera lisa y redonda entre sus dedos y pensó que, fuera del traje que llevaba puesto, esta flauta era la única pertenencia que se había permitido llevarse consigo de Waldzell. Durante muchos años había reunido muchas cosas que tenían más o menos el carácter de propiedad personal, ante todo dibujos, cuadernos de extractos y cosas parecidas; lo había dejado todo: podía ser utilizado como quisieran en el
Vicus Lusorum
. Pero se había llevado la pequeña flauta y se sentía complacido de tenerla consigo; era un compañero de viaje modesto y amable.
Al otro día, el peregrino llegó a la capital y se anunció en casa de los Designori. Plinio corrió a su encuentro al pie de la escalera y lo abrazó emocionado.
—Te hemos esperado con nostalgia y preocupación —exclamó—. ¡Has dado un gran paso, amigo; ojalá nos traiga suerte a todos! ¡Pero que te hayan dejado partir! Nunca me lo hubiera imaginado.
Knecht se rió.
—Ya ves, estoy aquí. Pero de ello te contaré más tarde. Quisiera ante todo saludar a mi discípulo y, naturalmente, también a tu mujer, y conversar con todos ustedes acerca de cómo se desarrollará mi cometido. Ansío comenzar.
Plinio llamó a la mucama y le encargó buscar en seguida a su hijo.
—¿El señorito? —preguntó ella, aparentemente sorprendida, pero se alejó corriendo, mientras el dueño de casa llevó a su amigo a la habitación de huéspedes y comenzó a referirle detalladamente lo que había previsto y preparado para la llegada y la convivencia de Knecht, sobre todo en lo que se refería a Tito. Todo estaba arreglado de acuerdo con los deseos de Josef; hasta la madre de Tito había comprendido esos deseos después de alguna oposición, adaptándose a ellos. Los Designori poseían una casita de descanso en la montaña, llamada Belpunt, bien asentada a la orilla de un lago; allí viviría en un primer momento Knecht con su alumno; una vieja sirvienta los atendería: había partido ya en esos días para arreglarlo todo. Ciertamente, esa residencia sería temporaria, a lo sumo hasta la llegada del invierno, pero justamente para ese primer período este aislamiento resultaría muy beneficioso, sin duda. Le satisfacía que Tito tuviera gran afición por la montaña, y la casita de Belpunt era tal que el joven se alegraba de residir en ella y lo aceptó sin resistencia. Designori recordó que tenía una carpeta con fotografías de la casa y de la región; arrastró a Knecht hasta su cuarto de trabajo, buscó la carpeta y cuando la encontró, comenzó a mostrar a su huésped la casa y a describirle la gran sala rural, la estufa de azulejos, las pérgolas, el balneario a orillas del lago, la catarata.
—¿Te gusta? —preguntó al final—. ¿Te sentirás cómodo allí?
—¿Por qué no? —contestó Knecht tranquilamente—. ¿Pero dónde está Tito? Hace ya un rato que le enviaste a buscar.
Hablaron todavía unos minutos de diversos temas; luego se oyeron pasos en el corredor, la puerta se abrió y entró alguien, pero no fue ni Tito ni la mucama enviada para traerle. Fue la madre del joven, la esposa de Designori. Knecht se levantó para saludarla, ella le estrechó la mano, sonriendo con una amabilidad un poco forzada: debajo de la cortés sonrisa había la expresión de una preocupación o de un desagrado. Dijo apenas unas palabras de bienvenida y se dirigió a su marido y se desahogó violentamente de la noticia que oprimía su corazón.
—Es realmente doloroso —exclamó—, imagina que el joven ha desaparecido y no se encuentra en ningún lado.
—¡Bah!, habrá salido —dijo para tranquilizarla Plinio—. Ya vendrá.
—Desgraciadamente, esto no es probable —insistió la madre—, se ha ido muy de mañana. Lo advertí ya muy temprano.
—¿Y por qué me lo dices tan tarde?
—Porque era natural que esperara su regreso a cada momento
y
no quería preocuparte inútilmente. Al principio no pensé en nada malo; creí que saldría de paseo. Cuando faltó a mediodía, comencé a intranquilizarme. No estuviste en casa a la hora del almuerzo, si no, lo hubieras sabido. Seguí tratando de vencer mis temores y achaqué descuido su falta de noticias y la larga espera. Pero no se trata de esto ya.
—¿Me permiten una pregunta? —dijo Knecht—. ¿Sabía el joven de mi inminente llegada y de vuestras intenciones?
—Naturalmente, señor
Magister
, y parecía casi contento de nuestros propósitos, por lo menos prefería tenerlo a usted como maestro a volver a una escuela cualquiera.
—Pero entonces —opinó Knecht— no hay que alarmarse. Su hijo
signora
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, está acostumbrado a una gran libertad, sobre todo en este último tiempo; por lo mismo la perspectiva de tener un preceptor y educador debió parecerle una desgracia; es comprensible. Y por eso, en el instante en que debía entregarse al nuevo maestro, se escapó, menos tal vez con la esperanza de evitar en realidad su destino que con la creencia de que una prórroga retardaría el momento de aceptar la disciplina. Además, quiso probablemente jugar una broma a sus padres y al maestro por ellos elegido, expresando así su oposición contra el mundo de los grandes y los educadores.
Designori se alegró de que Knecht tomara el incidente en forma tan poco trágica. Pero estaba muy preocupado e intranquilo; su corazón lleno de afecto temía toda suerte de peligros por el hijo. Quizá huyera deliberadamente. Quizá atentara contra su vida. Esta idea le dejaba perplejo. ¡Oh, qué fatalidad! Todo lo descuidado o equivocado en la educación del niño parecía vengarse ahora, justamente en el instante en que se esperaba remediarlo.
Contra lo que aconsejaba Knecht, insistió en que había que hacer algo, que algo debía ocurrir; no se sentía capaz de soportar el golpe sufriendo inactivo y se excitó en una impaciencia, en una intranquilidad nerviosa, que no agradaban al amigo. Se resolvió, pues, enviar recado a varias familias, con las que Tito se relacionaba por intermedio de compañeros de su misma edad. Knecht se alegró cuando la esposa de Designori se alejó para disponer esa medida y quedó solo con el amigo.
—Plinio —le dijo—, pones una cara como si te hubieran traído a casa a tu hijo muerto. Ya no es un niño y no puede haber sido atropellado por un coche ni haber comido bayas envenenadas. Recóbrate, querido. Como no está tu hijo, me permitiré enseñarte algo a ti, en su reemplazo, durante unos minutos. Te observé un poco y encuentro que no estás «en forma», como se suele decir. En el instante en que un atleta recibe un golpe o una presión inesperados, sus músculos realizan automáticamente los movimientos necesarios, se extienden o se contraen y le ayudan a ser dueño de la situación. Por eso, alumno Plinio, en el instante en que recibiste el golpe —o lo que exageradamente consideraste un golpe—, hubieras debido emplear el primer recurso de defensa contra ataques morales y estar atento a respirar lentamente, cuidadosamente dueño de ti. En cambio has respirado como un actor de teatro que debe interpretar un estremecimiento. No estás bien pertrechado; parece que ustedes, la gente del mundo, reaccionan a los dolores y a las preocupaciones en una forma demasiado particular. Es una situación de desamparo que sorprende y a veces, cuando se trata de un verdadero dolor que tiene significado de martirio, posee también algo de grandeza. Pero para la vida diaria esta renuncia a la defensa no es un arma; trataré de que tu hijo esté mejor preparado para cuando sea necesario. Y ahora, Plinio, me obedecerás y harás algunos ejercicios conmigo, para que yo vea si realmente lo has olvidado todo.
Con los ejercicios respiratorios para los cuales impartió órdenes estrictamente rítmicas, pudo sacar al amigo de su autotortura, y entonces lo encontró también dispuesto a oír razones y a liberarse de todo miedo e intranquilidad. Subieron a la habitación de Tito. El ex
Magister
contempló con placer el desorden de las pertenencias del jovencito, tomó un libro de sobre la mesita de noche, vio un trozo de papel metido entre las páginas: ¡coincidencia extraña!, era un mensaje del desaparecido. Tendió el papel a Designori, riéndose; también la cara de Plinio se iluminó en seguida. Con el mensaje, Tito informaba a sus padres que se había levantado muy temprano y que partía solo para la montaña, donde esperaría en Belpunt a su maestro. Pedía que se le perdonara ese capricho, en el momento en que su libertad estaba por ser limitada tan severamente; sentía una insuperable contrariedad en hacer ese hermoso y breve viaje como vigilado y prisionero, en compañía de su preceptor.
—Es muy natural —opinó Knecht—. Iré detrás de él mañana y nos encontraremos en la casita de la montaña. Pero ahora irás a ver a tu esposa, ante todo, y le darás la noticia.
Durante el resto del día, el estado de ánimo en la casa fue alegre y despreocupado. Esa tarde, Knecht, cediendo a las insistencias de Plinio, contó al amigo en resumen los acontecimientos de los últimos días y sobre todo los dos coloquios con el
Magister
Alexander. Y esa noche escribió en una tarjeta una maravillosa poesía que hoy está en manos de Tito Designori. Esto ocurrió en las circunstancias que van a continuación: