El juego de los abalorios (24 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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(Aquí pensó Knecht: «¡Oh, me quieren enviar a Roma y tal vez para siempre!», e íntimamente se dispuso en seguida al rechazo, recordando la advertencia del anciano
Magister Musicae
)

El
Magister
Tomás continuó: un paso importante en esta evolución desde mucho tiempo anhelada por Castalia, había sido dado mediante la misión de Knecht en Mariafels. Esta misión, solamente una tentativa en sí, un gesto de cortesía, sin compromiso alguno, había sido iniciada sin segundas intenciones por invitación de la otra parte; en otra situación, lógicamente, no se hubiera empleado para ella a un jugador de abalorios, políticamente desprevenido, sino tal vez algún funcionario joven de la organización del señor Dubois. Pero esta tentativa; esta pequeña misión inocente, había dado un resultado sorprendentemente favorable; una de las inteligencias conductoras del catolicismo actual, el
Pater
Jakobus, se había familiarizado un poco más con el espíritu de Castalia y formado un concepto mejor de este espíritu que hasta entonces había rechazado netamente. Se reconocía a Josef Knecht el papel que había representado en eso. Allí, en efecto, residía el sentido y el triunfo de su misión y desde este punto de vista debía seguirse considerando y fomentando no sólo todo el plan de acercamiento, sino sobre todo también la misión y la obra de Knecht. Se le había concedido un permiso que aun podía ser prolongado, si lo deseaba; se había hablado ampliamente con él, presentándolo a la mayoría de los miembros de la suprema Autoridad; éstos expresaron su confianza en Knecht y le encargaron a él, al
Ludi Magister
, que volviera a enviarlo a Mariafels con una tarea especial y poderes más amplios: allá podía contar por suerte con un amistoso recibimiento.

Hizo una pausa como para dejar a su oyente ni tiempo de hacer una pregunta, pero éste dio a entender solamente por un gesto cortés de respeto que prestaba atención y esperaba sus órdenes.

—La tarea que debo confiarte, pues —dijo finalmente el
Magister
— es la siguiente: proyectamos, tarde o temprano, la constitución de una representación permanente de nuestra Orden ante el Vaticano, posiblemente con carácter de reciprocidad. Estamos dispuestos, como menos antiguos, a una conducta no por cierto servil pero muy respetuosa frente a Roma; ocuparemos gustosos el segundo puesto y le dejaremos el primero. Y tal vez —ni yo ni el señor Dubois lo sabemos—, el papa aceptaría hoy mismo nuestro ofrecimiento; pero lo que debemos evitar a cualquier precio es una respuesta negativa de Roma. Bien, hay un hombre que conocemos y a quien podemos llegar, cuya voz tiene en el Vaticano el máximo valor, es el
Pater
Jakobus. Y tu tarea es ésta: debes volver a los claustros benedictinos, vivir allí como hasta hoy, estudiar, impartir un curso inocente de juego de abalorios y emplear tu atención y tus esfuerzos para ganar totalmente, poco a poco, al
Pater
para nuestra causa y para que te asegure su apoyo para nuestro propósito en Roma. Ésa es por lo tanto la meta final de tu misión, exactamente circunscripta. Es cosa accesoria el tiempo que necesites para alcanzarla; pensamos que hará falta por lo menos un año, pero podrían ser dos y aun más. Tú conoces ya el compás benedictino y aprendiste a adecuarte al mismo. En ningún caso debemos dar la impresión de impaciencia o codicia, el asunto tiene que madurar por sí solo para un convenio, ¿no es verdad? Espero que estarás de acuerdo con este cometido y te ruego que manifiestes francamente cualquier objeción que pudieras hacer. Si lo deseas, tienes también un par de días para reflexionar.

Knecht, a quien ya no sorprendía el encargo después de tantas conversaciones precedentes, declaró superfluo todo plazo de reflexión, aceptó obedientemente la misión, pero agregó:

—Usted sabe que misiones de esta clase logran el mejor resultado, si el enviado no debe luchar con resistencias e inhibiciones íntimas. No tengo la menor impugnación contra la misión misma, comprendo su importancia y espero realizarla cumplidamente. Pero siento algún temor, algún recelo por mi futuro; sea usted tan gentil,
Magister
, y escuche mi petición y mi confidencia. Soy jugador de abalorios, como usted sabe; a raíz de mi estada entre los
Patres
acabo de perder dos años enteros en mis estudios, no aprendía más nada y descuidé mi arte; ahora se agrega por lo menos un año, probablemente más, a este atraso. En este período no quisiera retrasarme más todavía. Por eso solicito breves permisos más frecuentes para volver a Waldzell y una permanente conexión radiofónica con las conferencias y los ejercicios especiales de su Seminario para adelantados.

—Concedido con placer —exclamó el maestro y ya había en su voz un matiz de despedida, cuando Knecht habló y confesó también lo demás, es decir, que temía, si el plan en Mariafels daba resultados, ser enviado tal vez a Roma o empleado todavía en otros lugares para servicios diplomáticos.

—Y esta perspectiva —acabó por decir— tendría una influencia opresora e inhibidora sobre mí y mis esfuerzos en el monasterio. Porque no deseo absolutamente ser desplazado para siempre al servicio diplomático.

Él
Magister
contrajo las cejas y levantó el dedo como reprochando.

—Hablas de «ser desplazado» y la frase está realmente mal elegida; nadie ha pensado nunca en desplazarte, sino más bien en distinguirte, en ascenderte. No estoy autorizado a informarte acerca de la forma en que se te empleará más adelante, ni a formularte promesas. Pero puedo comprender tus reparos contra una coacción y debe oponerse que podré ayudarte, si en realidad tuvieras razón en tus temores. Y ahora óyeme: tienes cierto don para hacerte agradable y querido, un malintencionado hasta podría llamarte ensalmador; probablemente, este don ha determinado a las Autoridades a enviarte por segunda vez al monasterio. Pero no emplees demasiado tu facultad, Josef, y no trates de elevar el precio de tus servicios. Si tienes suerte con el
Pater
Jakobus, habrá llegado para ti el momento conveniente para formular un pedido personal a nuestros superiores. Hoy me parece demasiado pronto. Hazme saber cuándo estás dispuesto a partir.

Josef escuchó en silencio esas palabras, atento más a la benevolencia que ocultaban que al reproche, y volvió poco después a Mariafels.

Allí sintió como un sedante la seguridad que otorga un encargo netamente delineado. Además el mismo era importante y honroso, y en un aspecto coincidía con sus mejores deseos personales: acercarse todo lo posible al
Pater
Jakobus y ganar por entero su amistad. El proceder ligeramente distinto de los dignatarios del monasterio, sobre todo el del Abad, le demostraron que su misión aquí en la colonia claustral era tomada en serio y que él mismo se encontraba elevado en categoría: las relaciones no eran menos amistosas, pero si sensiblemente más respetuosas que antes. Josef no era ya el huésped joven sin rango, hacia el cual se usan cortesías por su procedencia y por bondad, fue recibido más bien como un funcionario superior de Castalia y tratado como tal, es decir, como un enviado plenipotenciario. Curado ya de la ceguera para estas cosas, sacó de esto sus conclusiones. Por cierto, no pudo descubrir ningún cambio en el modo de ser del
Pater
Jakobus. Lo conmovió profundamente la amabilidad y la alegría con que lo saludó el Padre y le recordó la labor en común convenida, sin esperar un pedido, una reclamación de Knecht Su plan de trabajo y el decurso de su jornada tenían ahora una faz esencialmente distinta de la anterior. En ese plan, en ese ciclo de obligaciones, el curso del juego de abalorios no ocupó ahora ni con mucho el primer lugar, y no se habló más ni de sus estudios en el archivo musical ni de la tarea de cantarada con el organista. Ante todo estaba ahora la enseñanza del
Pater
Jakobus, una enseñanza de varias ramas de la ciencia historiográfica al mismo tiempo, porque el
Pater
no iniciaba solamente a sus alumnos preferidos en la prehistoria y la crónica primitiva de la Orden de San Benito, sino también en la ciencia de las fuentes de la naciente Edad Media, y además, en una hora reservada, leía con él uno de los antiguos cronistas en su texto original. Agradó al
Pater que
Knecht le acometiera con el pedido de permitir la asistencia de Antonio, pero no le fue difícil convencerlo de que hasta el tercero mejor dispuesto trabaría notablemente esta clase de instrucción privada, por eso Antonio, que no sospechó la intervención de Knecht, fue invitado a participar solamente en la lectura de los cronistas, y se sintió dichoso por ello. Sin duda, estas horas fueron para el joven Hermano, de cuya existencia ulterior nada sabemos, una distinción, un goce y un estímulo de primera clase; eran dos de los espíritus más puros y de las inteligencias más originales de su época, en cuya labor y en cuyo cambio de ideas podía participar un poco como oyente, como recluta joven. La compensación de Knecht para con el
Pater
consistió en una constante iniciación, inmediata a las lecciones en epigrafía y ciencia de las fuentes, en la historia y la estructura de Castalia y de las ideas conductoras del juego de abalorios en la que el alumno se convertía en maestro y el venerado maestro en atento oyente y a menudo en preguntón y crítico nada fácil de satisfacer. Su desconfianza por la mentalidad conjunta de los castalios permanecía siempre alerta; como echaba de menos en ello una postura propiamente religiosa, dudaba de su capacidad y dignidad para educar a un tipo humano verdaderamente merecedor de ser tomado en serio, aunque en la persona de Knecht tuviera delante de sí el resultado tan noble de esa educación. Hasta cuando hacía mucho que había experimentado, hasta donde fuera posible, una especie de conversión por los informes y el ejemplo de Knecht y estuvo bien resuelto en apadrinar en Roma el acercamiento con Castalia, esa desconfianza nunca se extinguió por completo; las notas de Knecht están llenas de ejemplos drásticos, apuntados en su oportunidad y de los que citaremos uno.

«PATER: — Ustedes los castalios son grandes sabios y estetas, saben medir la longitud de las vocales en una antigua poesía «plantear la relación de su fórmula con la de la órbita de un planeta. Esto es encantador, pero juego solamente. Juego es también su misterio supremo, su más alto símbolo, el juego de abalorios. Quiero admitir también que intentan elevar este hermoso juego a la categoría de un sacramento o, por lo menos, a recurso de edificación. Pero los sacramentos no nacen de esfuerzos de esta naturaleza, el juego sigue siendo juego.

«JOSEF: — ¿Usted cree,
Pater
, que nos falta el fundamento teológico?

«PATER: — ¡Oh, no hablemos de teología, ustedes están demasiado lejos de ella aún! Les bastaría por supuesto con algunos fundamentos más simples, una antropología, por ejemplo, una doctrina real y una ciencia real del hombre. No conocen al hombre, ni su bestialidad ni su semejanza con Dios. Conocen solamente a los castalios, una especialidad, una casta, un intento original de crianza…»

Para Knecht fue ya una suerte de extraordinario valor que para su misión de conquistar al
Pater
en favor de Castalia y convencerlo del valor de una alianza, en esas horas obtuviera libre el campo más favorable y amplio que pudiera imaginar. Se le ofrecía así una situación que correspondía tan perfectamente en todo a lo deseado y calculado, que pronto sintió casi remordimientos de conciencia, porque le parecía vergonzoso y además indigno sentarse rendido con toda la confianza del respetado varón o pasearse arriba y abajo por el pasillo del claustro, mientras lo hacía objeto de ocultas intenciones políticas. Knecht no hubiera sostenido esta situación por más tiempo en silencio y estuvo pensando en la forma en que podría quitarse la máscara, cuando, para su sorpresa, el anciano se le anticipó.

—Mi querido amigo —le dijo un día, como de paso—: hemos encontrado realmente una forma sumamente agradable y, espero, también provechosa de intercambio intelectual. Las dos actividades que más amé en mi vida, el aprender y el enseñar, han encontrado en nuestras horas de trabajo en común una nueva y hermosa combinación Y, para mí, esto ha ocurrido justamente en el instante oportuno, porque comienzo a envejecer y no hubiese podido imaginar siquiera un tratamiento y un reposo mejor que estas horas nuestras. Por lo que se refiere a mi, pues, soy el que gana en este intercambio, sin duda alguna. En cambio, no estoy seguro si también usted, amigo mío, y la gente de la que usted es un enviado y a cuyo servicio se halla, tienen tanto que ganar también como tal vea esperan. Quisiera prevenir una desilusión posterior y no dejar surgir además entre nosotros dos una relación poco clara; por eso permita usted a un hombre práctico una pregunta. A menudo, naturalmente, estuve pensando acerca de su estada en nuestro pequeño monasterio, tan grata para mí. Hasta hace poco, es decir, hasta sus recientes vacaciones, creí poder establecer que la ratón y el fin ce su presencia entre nosotros no eran algo completamente claro ni para usted mismo. ¿Ha sido exacta mi observación?

Y después que Knecht contestó afirmativamente, prosiguió:

—Pues bien, desde su retorno de las vacaciones esto ha variado. Usted ya no se preocupa más acerca de la finalidad de su presencia aquí, sino que sabe de qué se trata. ¿Exacto? Entonces no me equivoqué. Probablemente no me equivoco tampoco con la idea que me hice de aquello. Usted tiene un encargo diplomático y no concierne ni a nuestro monasterio ni al señor Abad, sino a mí. Usted ve, de su secreto no queda mucho. Y para aclarar toda la situación, doy el último paso y le aconsejo que me comunique también por entero el resto. ¿Cuál es su misión?

Knecht se había puesto de pie de un salto y quedó frente al anciano, sorprendido, confuso, casi consternado.

—Tiene usted razón —exclamó—, pero mientras me brinda alivio, también me avergüenza al anticiparse. Hacía días ya que estaba pensando cómo podría aclarar nuestra relación, cosa que usted acaba de hacer tan rápidamente. Es una suerte que mi pedido por su enseñanza y nuestro acuerdo acerca de mi iniciación en su ciencia corresponden todavía a la época anterior a mis vacaciones; ¡de otra manera, parecería que todo fue diplomacia de mí parte y nuestros estudios solamente un pretexto!

El anciano lo tranquilizó amigablemente.

—No quise más que ayudarnos a los dos a dar un paso adelante. La limpieza de sus intenciones no necesita ninguna confirmación. Si no me he anticipado a usted y sólo hice algo que usted también deseaba, todo está bien.

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