El juego de las maldiciones (32 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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En el vestíbulo, la mujer del mostrador lo llamó.

—¿Señor Strauss? —Era la rosa inglesa, que no mostraba signos de marchitarse, a pesar de la hora—. ¿Ha encontrado al señor Toy?

—No.

—Oh, es extraño. Ha estado aquí.

—¿Está segura?

—Sí. Llegó con el señor Mamoulian. Le dije que estaba usted aquí, y que había preguntado por él.

—¿Y qué dijo?

—Nada —respondió la chica—. Ni una palabra —bajó la voz—. ¿Se encuentra bien? Lo digo porque tenía un aspecto horrible, si no le importa que se lo diga. Tenía muy mal color.

Marty miró las escaleras, escudriñando el rellano.

—¿Sigue aquí?

—Bueno, yo no he estado en el mostrador toda la noche, pero no le he visto marcharse.

Marty subió las escaleras de dos en dos. Cómo deseaba ver a Toy… Tenían que hacerse preguntas y confidencias. Peinó las salas en busca de ese rostro de cuero curtido. Mamoulian seguía allí, sorbiendo su agua, pero Toy no estaba con él. Tampoco lo encontró en ninguno de los bares. Estaba claro que se había marchado. Decepcionado, Marty volvió a bajar, le agradeció a la chica su ayuda, y se fue.

Cuando se hubo alejado un buen trecho del Academy, caminando por el medio de la calzada para parar al primer taxi disponible, recordó los sollozos que había oído en el lavabo. Aflojó el paso. Al fin se detuvo en la calle; los latidos de su corazón le resonaban en la cabeza. ¿Era solo retrospección, o esa voz entrecortada que rumiaba su pena le había parecido familiar? ¿Había sido Toy el que se sentaba en la cuestionable intimidad de un lavabo, llorando como un niño perdido?

Marty volvió la vista atrás, como en sueños. Si sospechaba que Toy seguía en el club, ¿no debía volver y averiguarlo? Pero estaba haciendo asociaciones desagradables. La mujer en el número de Pimlico cuya voz era tan horrible que escucharla era insoportable; la pregunta de la chica del mostrador: «¿Se encuentra bien?»; la desesperación tan profunda que había oído detrás de la puerta cerrada. No, no podía volver. Nada, ni siquiera la promesa de un sistema infalible para ganar en todas las mesas de la casa, lo convencería para que volviera. Sí que existía, después de todo, la duda razonable; y en ocasiones era un bálsamo incomparable.

VIII

Invocando a Caín

45

El día de la «Última Cena», como habría de pensar en él más adelante, Marty se afeitó tres veces, una por la mañana y dos por la tarde. El cumplido inicial de la invitación hacía tiempo que se había desvanecido. Lo único que deseaba era una excusa apropiada para marcharse, una forma cortés de escapar de lo sabía que habría de ser una noche insoportable. En el entorno de Whitehead no había lugar para él. Sus valores no eran los suyos; en su mundo solo era un sirviente. No podía ofrecerles más que un entretenimiento momentáneo.

Empezó a sentirse más audaz cuando volvió a ponerse la chaqueta de noche. En ese mundo de apariencias, ¿por qué no habría él de representar la ilusión tan bien como cualquier otro? Después de todo, había tenido éxito en el Academy. El truco era comprender lo superficial: la etiqueta adecuada, pasar el oporto en la dirección correcta… Empezó a plantearse la noche que se avecinaba como una prueba de ingenio, y su espíritu de competición empezó a ponerse a la altura del desafío. Jugaría a su propio juego, entre el tintineo de vasos y la palabrería de ópera y altas finanzas.

Así afeitado, vestido y perfumado, bajó a la cocina. Aunque fuera extraño, Pearl no estaba en casa, y Luther se había quedado a cargo de la glotonería de la noche. Estaba abriendo botellas de vino, y la habitación estaba llena de la fragancia de los buqués mezclados. Marty había entendido que sería una reunión íntima, pero había docenas de botellas en la mesa; las etiquetas de muchas de ellas estaban tan sucias que era imposible leerlas. Era como si estuvieran sacando las mejores cosechas de la bodega.

Luther miró a Marty de arriba abajo.

—¿A quién le has robado el traje?

Marty cogió una botella abierta y la olfateó, ignorando la observación. Esa noche no estaba dispuesto a que lo provocasen: esa noche tenía las cosas bajo control, y no iba a dejar que nadie pinchase la burbuja.

—He dicho que dónde…

—Ya te he oído. Lo he comprado.

—¿Con qué?

Marty volvió a poner la botella en la mesa con fuerza. Los vasos tintinearon.

—¿Por qué no te callas?

Luther se encogió de hombros.

—¿Te lo ha dado el viejo?

—Ya te lo he dicho. Que te den.

—Me parece que te estás metiendo hasta el cuello, tío. ¿Sabes que eres el invitado de honor en esta fiesta?

—Voy a conocer a unos amigos del viejo, eso es todo.

—¿Te refieres a Dwoskin y a esos gilipollas? Pues qué suerte.

—¿Y tú qué vas a ser: el camarero?

Luther hizo una mueca mientras descorchaba otra botella.

—No tienen camareros en sus fiestas especiales. Son muy privadas.

—¿A qué te refieres?

—Yo qué sé. —Luther se encogió de hombros—. Yo no me meto en nada, ¿recuerdas?

Entre las ocho y las ocho y media empezaron a llegar coches al Santuario. Marty esperó en su habitación a que lo llamasen para unirse al resto de los invitados. Oyó la voz de Curtsinger, y voces de mujeres; había risas, algunas estridentes. Se preguntó si solo habrían llevado a sus esposas, o también a sus hijas.

Sonó el teléfono.

—Marty. —Era Whitehead.

—¿Señor?

—¿Por qué no subes y te unes a nosotros? Te estamos esperando.

—De acuerdo.

—Estamos en la habitación blanca. —Otra sorpresa. Esa habitación desnuda, con su feo retablo, parecía un lugar improbable para una cena.

Anochecía en el exterior, y antes de subir a la habitación, Marty encendió los focos del césped, y el resplandor reverberó por toda la casa. Su nerviosismo anterior se había convertido en una mezcla de desafío y fatalismo. Se dijo que siempre y cuando no escupiera en la sopa, todo saldría bien.

—Pasa, Marty.

La atmósfera del interior de la habitación blanca ya estaba cargada del humo asfixiante de los puros y los cigarrillos. No se había hecho ningún intento de embellecerla. La única decoración era el tríptico, cuya crucifixión era tan feroz como Marty recordaba. Whitehead se levantó al entrar Marty, y extendió la mano a modo de bienvenida, con una sonrisa casi luminosa en su rostro.

—Cierra la puerta, ¿quieres? Ven y siéntate.

Solo quedaba un sitio vacío en torno a la mesa, y Marty se dirigió a él.

—Ya conoces a Félix, por supuesto.

Ottaway, el abogado contorsionista, asintió. La bombilla desnuda arrojaba luz sobre su calva y revelaba la línea del peluquín.

—Y a Lawrence.

Dwoskin, delgado y con aspecto de ogro, estaba en mitad de un sorbo de vino. Murmuró un saludo.

—Y a James.

—Hola —dijo Curtsinger—. Me alegro de volver a verte. —Sostenía el puro más grande que Marty había visto en su vida.

Después de repasar los rostros conocidos, Whitehead presentó a las tres mujeres que se sentaban entre ellos.

—Nuestras invitadas de esta noche —dijo.

—Hola.

—Este es mi guardaespaldas ocasional, Martin Strauss.

—Martin. —Oriana, una mujer entrada en la treintena, le brindó una sonrisa ligeramente torcida—. Encantada de conocerte.

Whitehead no mencionó su apellido, de modo que Marty se preguntó si sería la esposa de uno de ellos, o simplemente una amiga. Era mucho más joven que Ottaway y Curtsinger, entre quienes se sentaba. Quizá fuese una amante. La idea lo atormentaba.

—Esta es Stephanie.

Stephanie, diez años mayor que la primera, le dedicó a Marty una mirada que pareció desnudarlo de arriba abajo. Su franqueza era desconcertante, y se preguntó si alguien más en la mesa la habría advertido.

—Hemos oído hablar mucho de ti —dijo mientras acariciaba la mano de Dwoskin—, ¿verdad?

Dwoskin sonrió. Le inspiraba tanta antipatía como siempre. Era difícil imaginar que un ser humano quisiera tocarlo.

—Y por último, Emily.

Marty se volvió a saludar al tercer rostro nuevo a la mesa, y entonces Emily derribó un vaso de vino tinto.

—¡Oh, Dios! —dijo.

—No importa —dijo Curtsinger, sonriendo. Marty se dio cuenta entonces de que Curtsinger ya estaba borracho; su sonrisa era demasiado pródiga para que estuviera sobrio—. No podría importar menos, dulzura. De verdad que no.

Emily levantó la vista en dirección a Marty. Ella también había bebido demasiado, a juzgar por su tez sonrosada. Era la más joven de las tres con diferencia, y su hermosura era casi agradable.

—Siéntate. Siéntate —dijo Whitehead—. No te preocupes por el vino, por amor de Dios. —Marty ocupó su lugar junto a Curtsinger. El vino que había derramado Emily goteaba sin freno por el borde de la mesa.

—Estábamos diciendo —intervino Dwoskin— que es una pena que Willy no pueda estar aquí.

Marty echó un rápido vistazo al viejo para ver si la mención de Toy (al pensar en él, recordó el sonido de los sollozos) había provocado alguna reacción. No fue así. Marty se dio cuenta entonces de que Whitehead también estaba ebrio. Las botellas que había abierto Luther (los claretes, los borgoñas) poblaban la mesa, y la atmósfera se parecía más a un
picnic
improvisado que a una cena formal. No había nada de la ceremonia que había esperado: platos meticulosamente ordenados, y regimientos de cubertería. La poca comida que había (las latas de caviar con cucharas metidas, los quesos, las galletitas) ocupaba un lastimoso segundo lugar con respecto al vino. Aunque Marty no sabía mucho de vino, los balbuceos que se oían en torno a la mesa confirmaron sus sospechas de que el viejo estaba vaciando la bodega. Esa noche se habían reunido para beberse las mejores cosechas del Santuario, las más celebradas.

—¡Bebe! —dijo Curtsinger—. Es lo mejor que vas a probar en tu vida, créeme. —Buscó a tientas una botella específica en la mesa abarrotada—. ¿Dónde está el Latour? No nos lo hemos terminado, ¿verdad? Stephanie, ¿lo has escondido, cariño?

Stephanie levantó la vista de su escote. Marty dudaba que supiera de qué estaba hablando Curtsinger. Esas mujeres no eran sus esposas, estaba seguro de ello. Dudaba hasta de que fueran sus amantes.

—¡Toma! —Curtsinger llenó con torpeza un vaso para Marty—. A ver qué te parece.

A Marty nunca le había gustado mucho el vino: había que beberlo despacio y paladearlo, y no tenía paciencia para ello; pero el buqué del vaso sugería calidad, hasta para su ignorante nariz. Tenía una riqueza que le hizo la boca agua antes de probarlo, y el sabor no le decepcionó: era soberbio.

—Está bueno, ¿eh?

—Delicioso.

—Delicioso —bramó Curtsinger, fingiendo sentirse ultrajado—. El chico dice que está delicioso.

—Será mejor que me lo pases antes de que se lo beba todo —observó Ottaway.

—Hay que acabárselo todo esta noche —dijo Whitehead.

—¿Todo? —dijo Emily mirando a la veintena de botellas apoyadas contra la pared: entre los vinos había licores y coñac.

—Sí, todo. Una juerga para acabarnos lo mejor.

¿Qué estaba ocurriendo? Parecían un ejército en retirada, que prefiriese arrasar un lugar hasta los cimientos antes que dejarles algo a quienes fuesen a ocuparlo a continuación.

—¿Y qué vas a beber la semana que viene? —preguntó Oriana, que sostenía una cuchara llena de caviar sobre su escote.

—¿La semana que viene? —dijo Whitehead—. La semana que viene no habrá fiestas. Voy a ingresar en un monasterio —miró a Marty—. Marty sabe cuántos problemas tengo.

—¿Qué problemas? —dijo Dwoskin.

—Me preocupa mi alma inmortal —dijo Whitehead sin apartar los ojos de Marty. Eso provocó una carcajada balbuciente de Ottaway, que estaba perdiendo el control de sí mismo con rapidez.

Dwoskin se inclinó sobre la mesa y rellenó el vaso de Marty.

—Bébetelo —dijo—, que nos queda mucho.

Nadie saboreaba el vino en torno a la mesa: los vasos se llenaban, se engullían y volvían a llenarse como si el líquido fuese agua. Había algo desesperado en su apetito. Pero tendría que haber sabido que Whitehead no hacía las cosas a medias. Para no ser menos, Marty se bebió el segundo vaso de dos tragos, y volvió a llenarlo hasta el borde de inmediato.

—¿Te gusta? —preguntó Dwoskin.

—Willy no lo vería con buenos ojos —dijo Ottaway.

—¿A quién, al señor Strauss? —dijo Oriana. El caviar aún no había encontrado su boca.

—No a Martin. Este consumo indiscriminado…

Le costó mucho pronunciar las dos últimas palabras. A Marty le agradó ver al abogado con la lengua trabada, había dejado de ser el Contorsionista.

—Que se joda Toy —dijo Dwoskin. Marty quiso decir algo en defensa de Bill, pero la bebida le hacía reaccionar más despacio, y antes de que pudiese hablar Whitehead ya había levantado su vaso.

—Un brindis —anunció.

Dwoskin se puso en pie tambaleándose, derribando una botella vacía que, a su vez, derribó otras tres. El vino manó a borbotones de una de ellas, atravesando la mesa y salpicando el suelo.

—¡Por Willy! —dijo Whitehead—. Dondequiera que esté.

Levantaron los vasos y brindaron, hasta Dwoskin, y se alzó un coro de voces:

—¡Por Willy!

Y vaciaron los vasos con estrépito. Ottaway llenó el vaso de Marty.

—¡Bebe, hombre, bebe!

La bebida se agitaba en el estómago vacío de Marty. Se sentía ajeno a los sucesos de la habitación: las mujeres, el Contorsionista, la crucifixión de la pared. La sorpresa inicial al ver así a los hombres, con vino en la pechera y la barbilla, vociferando obscenidades, se había desvanecido hacía mucho. No le importaba cómo se comportasen. Lo importante era seguir tragando esas cosechas. Intercambió una mirada ceñuda con Cristo.

—Jódete —dijo en voz baja. Curtsinger captó el comentario.

—Lo mismo digo —susurró a modo de respuesta.

—¿Dónde está Willy? —preguntaba Emily—. Pensaba que estaría aquí.

Brindó la pregunta a la mesa, pero nadie parecía dispuesto a responder.

—Se ha ido —respondió Whitehead al fin.

—Es un hombre muy agradable —dijo la muchacha. Golpeó a Dwoskin en las costillas—. ¿No te parecía un hombre agradable?

A Dwoskin le irritaban las interrupciones. Se había puesto a forcejear con la cremallera del vestido de Stephanie. Ella no se oponía a que se propasara en público. El vaso que Dwoskin sostenía en la otra mano le salpicaba de vino el regazo, pero no se daba cuenta, o no le importaba.

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