El juego de las maldiciones (34 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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Al acercarse reconoció el claro, aunque antes hubiese llegado hasta él desde la casa. Su paseo nocturno le había llevado en un semicírculo. Se encontraba en el lugar donde había enterrado a los perros.

La tumba estaba abierta y vacía; alguien había desgarrado los sudarios de plástico negro y retirado su contenido sin ceremonia. Marty miró el interior del agujero sin comprender la broma. ¿De qué servían los perros muertos?

Había movimiento en la tumba; algo se movía bajo las sábanas de plástico. Se apartó del borde, su garganta estaba demasiado susceptible para algo así. Seguramente era un nido de gusanos, o quizá un gusano del tamaño de un brazo, cebado con carne de perro; ¿quién sabía lo que se ocultaba en la tierra?

Volvió la espalda al agujero y se dirigió a la casa, siguiendo el camino que había tomado Mamoulian, hasta que los árboles se aclararon y la luz de las estrellas brilló con más fuerza. Allí se quedó, en la tierra de nadie entre el bosque y el césped, hasta que los sonidos de la noche volvieron a asentarse a su alrededor.

47

Stephanie se excusó de la mesa y fue al baño, dejando atrás la histeria. Cuando cerraba la puerta uno de los hombres (Ottaway, supuso) sugirió que volviera y mease en una botella para él. No dignificó el comentario con una respuesta. Por muy bien que pagasen, no estaba dispuesta a participar en esa clase de actividades; no era limpio.

El pasillo estaba sumido en la penumbra; el brillo de los jarrones, la riqueza de la alfombra, todo sugería opulencia, y en visitas anteriores había disfrutado la extravagancia del lugar. Pero esa noche estaban todos tan inquietos (Ottaway, Dwoskin, hasta el viejo) que había algo desesperado en su forma de beber y en sus insinuaciones, y estar allí no tenía nada de agradable. Las otras noches se habían emborrachado a gusto y luego había habido las actuaciones habituales, que a veces se convertían en algo más serio con uno o dos de ellos. Con la misma frecuencia, se contentaban con mirar. Y al final de la noche había un pago generoso. Pero esa noche era distinta. Había crueldad en ella, y no le gustaba. Con dinero o sin él, no pensaba volver. De todas formas era el momento de retirarse y dejárselo a las jóvenes, que al menos tenían mejor aspecto.

Se inclinó hacia el espejo del baño e intentó aplicarse de nuevo la sombra de ojos, pero la mano le temblaba a causa de la bebida, y resbaló. Maldijo y buscó en su bolso un pañuelo para enmendar el error. Mientras tanto se produjo un altercado en el pasillo. Supuso que sería Dwoskin. No quería que la gárgola volviese a tocarla, al menos hasta que estuviese tan paralizada por la bebida que ya no le importase. Fue de puntillas hasta la puerta y la cerró con llave. Los sonidos del exterior habían cesado. Volvió al lavabo y abrió el grifo para echarse agua fría en el rostro cansado.

Dwoskin había seguido a Stephanie, en efecto. Tenía intención de sugerirle que le hiciese algo escandaloso, algo obsceno para esa noche tan especial.

—¿Adónde vas? —le preguntó alguien cuando salió arrastrándose al pasillo. ¿O se lo había imaginado? Había tomado algunas pastillas antes de la fiesta, siempre le habían relajado, pero a veces le hacían oír voces, sobre todo la de su madre. Comoquiera que fuese, decidió no contestar; se limitó a recorrer el pasillo llamando a Stephanie. Era una mujer extraordinaria, o eso había decidido su libido drogada. Tenía un culo estupendo. Quería que aquellas cachas lo asfixiaran, y morir bajo ellas.

—Stephanie —exigió. Ella no apareció—. Vamos —la tranquilizó—, soy yo.

Había un olor en el pasillo que recordaba a una cloaca. Lo inhaló.

—Asqueroso —anunció, con cierto gusto. El olor se estaba intensificando, como si su origen estuviera próximo, y acercándose—.
Luces,
se dijo, y buscó un interruptor a lo largo de la pared.

Unos metros más allá, algo empezó a moverse hacia él. La luz era demasiado débil para verlo bien, pero era un hombre, y no estaba solo. Había otras formas que se congregaban en la oscuridad a la altura de su rodilla. El olor empezaba a ser abrumador. La cabeza le daba vueltas, y veía colores, imágenes vergonzosas que destellaban en el aire acompañando al olor. Dwoskin tardó un momento en comprender que ese grafiti aéreo no era cosa suya, sino que procedía del hombre que estaba frente a él. En el aire había manchas y puntos de luz, que se encendían y se arremolinaban.

—¿Quién eres? —exigió Dwoskin.

En respuesta, el grafiti se inflamó convirtiéndose en auténtica literatura. Sin saber si salía algún sonido, el Rey Ogro empezó a chillar.

Stephanie dejó caer la sombra de ojos en el lavabo cuando el grito llegó hasta ella. No reconoció la voz. Era lo bastante aguda como para ser la de una mujer, pero no era la de Emily, ni la de Oriana.

De pronto empeoraron los temblores. Se aferró al borde del lavabo para mantener el equilibrio mientras se multiplicaban los ruidos: se habían convertido en aullidos, y carreras. Alguien estaba vociferando órdenes incoherentes. Pensó que era Ottaway, pero no estaba dispuesta a salir y comprobarlo. Lo que ocurriese al otro lado de la puerta (persecución, captura, o incluso asesinato) no le hacía ninguna falta. Apagó la luz del baño por si acaso se filtraba por debajo de la puerta. Alguien pasó corriendo, apelando a Dios: eso sí que era desesperación. Oyó el ruido sordo de alguien que bajaba las escaleras; alguien que caía; puertas que se cerraban de golpe: y los gritos aumentaron.

Se apartó de la puerta y se sentó en el borde de la bañera. Allí, en la oscuridad, empezó a cantar un himno religioso, o lo poco que recordaba de él, en voz muy baja.

Marty también oyó los gritos, aunque no quería. A pesar de la distancia, llevaban una carga de pánico ciego que le provocaba un sudor frío.

Se arrodilló entre los árboles y se tapó los oídos. Percibía el olor de la tierra madura y su mente estaba llena de ideas desagradables, como tumbarse en el suelo boca arriba, quizá muerto, pero en espera de la resurrección. Como un durmiente a punto de despertar, nervioso por el día.

Al cabo de un rato el estruendo se convirtió en esporádico. Se dijo que pronto tendría que abrir los ojos, levantarse y volver a la casa para ver el cómo y el por qué de esa conmoción. Pronto; pero todavía no.

Mucho después de que hubiera cesado el ruido en el pasillo y las escaleras, Stephanie se arrastró hasta la puerta del baño, la abrió y se asomó al exterior. El pasillo estaba sumido en completa oscuridad. Las lámparas estaban apagadas o rotas. Pero sus ojos estaban acostumbrados a la negrura del baño y enseguida penetraron la débil luz que llegaba de las escaleras. La galería estaba vacía en ambas direcciones, pero había un olor en el aire como el de una carnicería mala en un día cálido.

Se quitó los zapatos, y se dirigió a lo alto de las escaleras. El contenido de un bolso estaba desparramado por los escalones, y había algo húmedo bajo sus pies. Bajó la vista: la alfombra estaba manchada, de vino o de sangre. Recorrió el vestíbulo a toda prisa. Hacía frío; la puerta delantera y la del vestíbulo estaban abiertas de par en par. Allí tampoco había señales de vida. Los coches no estaban en el camino de entrada; las habitaciones de abajo, las de recepción y la cocina estaban todas desiertas. Volvió corriendo arriba para recoger sus pertenencias de la habitación blanca y marcharse.

Cuando volvía sobre sus pasos por la galería oyó unas ligeras pisadas detrás de ella. Se volvió. Había un perro en lo alto de las escaleras; seguramente la había seguido hasta arriba. Apenas podía distinguirlo bajo la escasa luz, pero no tuvo miedo.

—Buen chico —dijo, contenta por su presencia viva en la casa abandonada.

El perro no gruñó, ni movió el rabo, se limitó a avanzar hacia ella, cojeando. Entonces Stephanie se dio cuenta de su error al darle la bienvenida. Allí estaba la carnicería, a cuatro patas: retrocedió.

—No… —dijo— yo no… oh, Dios… déjame en paz.

Pero el perro siguió avanzando; y a cada paso que daba ella más veía el estado en que se encontraba: las entrañas que rodeaban su parte inferior; el rostro descompuesto, todo dientes y putrefacción. Se dirigió a la habitación blanca, pero el perro cubrió la distancia que los separaba en tres zancadas. Sus manos resbalaron en el cuerpo del animal cuando este saltó hacia ella, y para su repugnancia, el pelo y la carne se separaron, su presa despellejó los flancos de la criatura. Cayó hacia atrás; el perro avanzó, su cabeza se mecía vacilante sobre su cuello hecho jirones, y cerró las mandíbulas en torno a su garganta y la sacudió. Ella no podía gritar (el perro le estaba devorando la voz), pero hundió el brazo en el cuerpo frío del animal y encontró su columna. La asió por instinto, el músculo se dividió en hilos viscosos, y la bestia la soltó, arqueándose hacia atrás cuando ella le rompió las vértebras. Emitió un siseo prolongado cuando ella retiró el brazo. Stephanie se apretaba la garganta con la otra mano: la sangre hacía un ruido sordo al golpear la alfombra, debía conseguir ayuda o moriría desangrada.

Empezó a arrastrarse otra vez hacia lo alto de las escaleras. Alguien abrió una puerta a kilómetros de distancia. La luz cayó sobre ella. Demasiado insensible para sentir dolor, miró a su alrededor y vio la silueta de Whitehead en una puerta lejana. El perro estaba entre ellos. De algún modo se había levantado, o más bien lo había hecho la parte delantera de su cuerpo, y se arrastraba por la brillante alfombra hacia ella. La mayor parte de su masa ya era inútil, apenas levantaba la cabeza del suelo, pero seguía moviéndose, como habría de moverse hasta que quien lo había resucitado le concediera el descanso.

Stephanie levantó el brazo para indicarle a Whitehead su presencia, pero este si la vio en la penumbra no dio muestras de ello.

Había llegado a lo alto de las escaleras. No le quedaban fuerzas. La muerte se acercaba con rapidez.
Ya basta,
dijo su cuerpo,
ya basta.
Su fuerza de voluntad se doblegó, y se desplomó. La sangre manaba de su cuello herido, resbalando por las escaleras mientras ella observaba. Sus ojos se oscurecían. Un escalón, dos escalones.

Contar era un remedio perfecto para el insomnio.

Tres escalones, cuatro.

No vio el quinto escalón, ni ningún otro del sigiloso descenso.

Marty se resistía a volver a entrar en la casa, pero lo que hubiese ocurrido en el interior seguro había terminado, y se estaba enfriando allí de rodillas. El traje caro se había echado a perder sin remedio; la camisa estaba sucia y desgarrada, los zapatos inmaculados cubiertos de barro. Parecía un mendigo. La idea casi le agradó.

Volvió reptando por el césped. Veía las luces de la casa en algún punto frente a él, ofrecían una luz tranquilizadora, pero sabía que dicha tranquilidad era engañosa. Las casas no siempre eran refugios. A veces era más seguro estar en el exterior, bajo el cielo, donde nadie viniese a buscarte, donde el techo no se derrumbase sobre tu cabeza confiada.

A mitad de camino entre la casa y los árboles, un avión rugió sobre su cabeza, muy alto, sus luces eran como estrellas gemelas. Marty se detuvo a observarlo en su cenit mientras pasaba sobre él. Quizá fuese uno de los aviones de vigilancia que según había leído sobrevolaban Europa constantemente (uno americano, otro ruso), cuyos ojos eléctricos vigilaban las ciudades dormidas; gemelos acusadores de cuya benevolencia dependían las vidas de millones de personas. El sonido del avión se desvaneció hasta convertirse en un murmullo, y luego en silencio. Se había ido a espiar a otros. Al parecer, los pecados de Inglaterra no serían fatales esa noche.

Empezó a caminar en dirección a la casa con una nueva resolución, tomando una ruta que lo llevaría hasta la parte delantera y el día artificial que proporcionaban los focos. Cuando atravesaba el escenario hacia la puerta delantera el Europeo salió de la casa.

No había modo de evitar que lo viera. Marty se detuvo mientras salía Breer y los dos improbables compañeros se alejaban de la casa. Fuera cual fuese el trabajo que habían venido a hacer, estaba claro que había terminado.

Mamoulian avanzó algunos pasos por el sendero de gravilla y miró a su alrededor. Su mirada encontró a Marty de inmediato. Durante un largo momento el Europeo se limitó a mirarlo fijamente a través de la extensión de hierba brillante. Luego asintió, con un movimiento súbito y breve que era simple reconocimiento. «Te veo —decía—, ¡y mira! No te hago daño». Luego se volvió y se alejó, hasta que el enterrador y él desaparecieron más allá de los cipreses que bordeaban el camino.

Cuarta parte

El relato del ladrón

«Las civilizaciones no degeneran por el miedo, sino porque olvidan que el miedo existe.»

—Freya Stark,
Perseus in the Wind

48

Marty se detuvo en el pasillo y aguzó el oído para oír pasos o voces. No los había. Era evidente que las mujeres se habían marchado, al igual que Ottaway, Curtsinger y el Rey Ogro. Quizá también el viejo.

Había pocas luces encendidas en la casa, y las que lo estaban le conferían un aspecto casi bidimensional. Allí se había desatado energía. Sus huellas eran visibles en los objetos de metal; el aire tenía un matiz azulado. Ascendió las escaleras. El segundo piso estaba a oscuras, pero encontró el camino por instinto, apartando fragmentos de porcelana al caminar, los restos de algún tesoro destrozado. Pero había más que porcelana bajo sus pies. Cosas húmedas, cosas desgarradas. No bajó la mirada, sino que siguió adelante hacia la habitación blanca. La expectación aumentaba a cada paso.

La puerta estaba entreabierta, y en el interior había una luz encendida, que no era eléctrica, sino la de una vela. Atravesó el umbral. La llama solitaria ofrecía una luz intranquila, su misma presencia la hacía temblar, pero podía ver que todas las botellas de la habitación estaban rotas. Se adentró en un pantano de vidrios rotos y vino derramado: la habitación tenía el olor acre de las sobras. La mesa estaba volcada y varias sillas reducidas a astillas.

El viejo Whitehead estaba en el rincón. Tenía el rostro salpicado de sangre, pero era difícil saber si era suya. Parecía la imagen de un hombre después de un terremoto, con los rasgos lívidos debido a la conmoción.

—Ha venido antes de tiempo —dijo con incredulidad en cada sílaba queda—. Quién lo hubiera dicho. Pensaba que creía en los pactos. Pero ha venido antes de tiempo para cogerme desprevenido.

—¿Quién es?

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