El juego de las maldiciones (36 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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—¿Siempre ganaba cuando jugaba con él?

—Nunca volví a jugar con él, esa fue la primera y la única vez. Sé que suena improbable. Él era un jugador y yo también. Pero como te he dicho, no le interesaban las cartas por las apuestas.

—Era una prueba.

—Sí. Para ver si yo era digno de él. Si podía levantar un imperio. Después de la guerra, cuando empezaron a reconstruir Europa, solía decir que no quedaban auténticos europeos, que habían sido exterminados por algún holocausto, y que él era el último de la línea. Yo le creía. Tanta palabrería de imperios y de tradiciones. Me halagaba que me tuviera en un pedestal. Tenía más cultura, y era más persuasivo y más penetrante que nadie que yo hubiese conocido antes, o después. —Whitehead estaba perdido en esta fantasía, hipnotizado por el recuerdo—. Ahora solo queda el cascarón, por supuesto. No puedes hacerte una idea de la impresión que causaba. No había nada que no pudiese hacer, o ser, si se concentraba en ello. Pero cuando le decía: «¿Por qué te molestas con gente como yo, por qué no te metes en política, en alguna esfera en la que puedas ejercer el poder directamente?», me miraba de un modo extraño, y decía: «Es lo mismo de siempre». Al principio pensé que quería decir que esas vidas eran predecibles. Pero creo que quería decir otra cosa. Creo que me estaba diciendo que ya había sido esas personas, que ya había hecho esas cosas.

—¿Cómo es posible? Solo es un hombre.

—No lo sé. Nada más son conjeturas. Fue así desde el principio. Y aquí estoy, cuarenta años más tarde, todavía sopesando rumores.

Se levantó. Por su expresión era obvio que estar sentado le había causado rigidez en las articulaciones. Cuando se irguió, se inclinó contra la pared, y echó hacia atrás la cabeza mirando al techo vacío.

—Tenía un gran amor. Una pasión que lo consumía todo. El azar. Le obsesionaba. Toda vida es azar, solía decir, lo difícil es aprender a usarlo.

—¿Y todo eso tenía sentido para usted?

—Me llevó algún tiempo; pero llegué a compartir su fascinación al cabo de unos años, sí. No por interés intelectual, nunca he tenido mucho de eso. Sino porque sabía que podía reportar poder. Si puedes hacer que la Providencia trabaje para ti… —bajó la vista hacia Marty— averiguar cómo funciona, por así decir, el mundo se pone a tus pies. —La voz de Whitehead se agrió—. Si no, mírame a mí. Mira lo bien que me ha ido… —Emitió una risa breve y amarga—. Hizo trampas —dijo, volviendo al principio de la conversación—. Desobedeció las reglas.

—Esta iba a ser la Última Cena —dijo Marty—. ¿Me equivoco? Iba a escaparse antes de que viniese a por usted.

—Algo así.

—¿Cómo?

Whitehead no respondió, sino que empezó de nuevo la historia, donde la había dejado.

—Me enseñó muchas cosas. Después de la guerra viajamos durante algún tiempo, acumulando una pequeña fortuna. Yo con mis habilidades, y él con las suyas. Luego vinimos a Inglaterra, y me metí en los productos químicos.

—Y se hizo rico.

—Más que en los sueños de Creso. Pasaron algunos años, pero llegó el dinero, llegó el poder.

—Con su ayuda.

Whitehead frunció el ceño ante esa desagradable observación.

—Apliqué sus principios, sí —respondió—. Pero él prosperó tanto como yo. Compartió mis casas, a mis amigos. Incluso a mi mujer.

Marty se disponía a hablar, pero Whitehead lo interrumpió.

—¿Te he hablado del teniente? —dijo.

—Lo ha mencionado. Vasiliev.

—Murió, ¿te lo había dicho?

—No.

—No pagó sus deudas. Encontraron su cuerpo en las alcantarillas de Varsovia.

—¿Lo mató Mamoulian?

—No personalmente. Pero creo que sí… —Whitehead se interrumpió en mitad de su discurso e inclinó la cabeza, escuchando—. ¿Has oído algo?

—¿El qué?

—No. No es nada. Me lo habré imaginado. ¿Qué estaba diciendo?

—El teniente.

—Oh, sí. Esta parte de la historia… no sé si tendrá significado para ti…, pero tengo que explicarla, porque sin ella el resto no tiene sentido. Verás, la noche que encontré a Mamoulian fue una tarde increíble. Es inútil intentar describirla, de verdad, pero ya sabes cómo el sol llega a la cima de las nubes; tenían el color del rubor, el color del amor. Y yo era tan arrogante, estaba tan seguro de que no podía ocurrirme nada malo… —Se detuvo y se humedeció los labios antes de continuar—. Era un imbécil. —El desprecio que sentía por sí mismo hería sus palabras—. Caminé a través de las ruinas, el olor de la putrefacción estaba en todas partes, el fango bajo mis pies, y no me importaba, porque no era mi ruina, mi putrefacción. Pensaba que estaba por encima de todo eso: especialmente esa noche. Me sentía victorioso, porque estaba vivo y los muertos estaban muertos —Las palabras cesaron de aflorar por un momento. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz tan baja que escucharlo era doloroso para los oídos—. ¿Qué sabía yo? Nada en absoluto. —Se cubrió el rostro con una mano temblorosa, y susurró—: Oh, Dios.

En el silencio que siguió, a Marty le pareció oír algo al otro lado de la puerta: un movimiento en el pasillo. Pero el sonido era demasiado leve para estar seguro, y la atmósfera del cuarto exigía toda su atención. Moverse entonces, hablar, arruinaría la confesión, y Marty, como un niño enganchado por un experto cuentacuentos, quería oír el final de la narración. En ese momento le parecía más importante que cualquier otra cosa.

Whitehead intentó llorar, ocultando el rostro con la mano. Al cabo de un momento retomó el hilo de la historia, con cuidado, como si pudiese matarlo.

—Nunca le he contado esto a nadie. Pensaba que si guardaba silencio, si dejaba que se convirtiera en otro rumor, antes o después desaparecería.

Hubo otro ruido en el pasillo, un quejido como el del viento a través de una pequeña abertura. Y luego, un arañazo en la puerta. Whitehead no lo oyó. Estaba de nuevo en Varsovia, en una casa con una hoguera y un tramo de escaleras y una habitación con una mesa y una llama trémula. Era casi como la habitación en la que se encontraban, de hecho, pero olía más a fuego antiguo que a vino agrio.

—Recuerdo —dijo— que cuando acabó la partida Mamoulian se levantó y me estrechó la mano. Tenía las manos frías. Heladas. Luego la puerta se abrió tras de mí. Miré por encima del hombro. Era Vasiliev.

—¿El teniente?

—Horriblemente quemado.

—Había sobrevivido —susurró Marty.

—No —fue la respuesta—. Estaba bien muerto.

Marty pensó que quizá se había perdido algo de la historia que justificase esa absurda afirmación. Pero no; la locura se presentaba como la pura verdad.

—Mamoulian era el responsable —continuó Whitehead. Estaba temblando, pero las lágrimas habían cesado, consumidas por el resplandor del recuerdo—. Había resucitado al teniente de entre los muertos. Como a Lázaro. Supongo que necesitaba sirvientes.

Cuando le tembló la voz, volvieron a oírse los arañazos en la puerta, una inconfundible petición de paso. Esta vez Whitehead los oyó. Al parecer su momento de debilidad había pasado. Levantó la cabeza bruscamente.

—No respondas —ordenó.

—¿Por qué no?

—Es él —dijo con los ojos desorbitados.

—No. El Europeo se ha ido. Le he visto marcharse.

—El Europeo no —respondió Whitehead—. Es el teniente. Vasiliev.

Marty parecía incrédulo.

—No —dijo.

—No sabes lo que puede hacer Mamoulian.

—¡No sea ridículo!

Marty se levantó y se abrió paso a través del cristal. Detrás de él, oyó que Whitehead repetía: «No, por favor, Dios, no», pero giró el picaporte y abrió la puerta. La exigua luz de la vela cayó sobre el recién llegado.

Era
Bella,
la madona de las perreras. Vacilaba en el umbral, dedicándole a Marty una mirada torva con lo que le quedaba de los ojos; y la lengua, un jirón de músculo infestado de gusanos, le colgaba de la boca como si no tuviera fuerzas para retirarla. Exhaló un suave silbido desde algún lugar en la profundidad de su cuerpo, el aullido de un perro que buscaba el cariño humano.

Marty retrocedió dos o tres pasos, tropezando.

—No es él —dijo Whitehead, sonriendo.

—Dios mío.

—No pasa nada, Marty. No es él.

—¡Cierre la puerta! —dijo Marty, incapaz de moverse y hacerlo él mismo. Los ojos de
Bella
y su olor espantoso lo mantenían a raya.

—No quiere hacernos daño. Solía subir aquí a veces a por algo de comer. Era la única en quien confiaba. Son una especie despreciable.

Whitehead se alejó de la pared y se dirigió a la puerta, apartando botellas rotas a su paso.
Bella
movió la cabeza para mirarlo, y empezó a mover el rabo. Marty se apartó, asqueado, esforzándose por encontrar una explicación cuerda, pero no había ninguna. La perra estaba muerta: la había enterrado él mismo. Era imposible que hubiese sido un entierro prematuro.

Whitehead miraba fijamente a
Bella,
al otro lado del umbral.

—No, no puedes entrar —le dijo, como si fuera un ser vivo.

—Échela —gruñó Marty.

—Se siente sola —respondió el viejo reprendiéndolo por su falta de compasión. Marty pensó que Whitehead había perdido el juicio.

—No puedo creer que esto esté ocurriendo —dijo.

—Los perros no son nada para él, créeme.

Marty recordó cuando había observado a Mamoulian en el bosque, con la mirada fija en la tierra. No había visto a ningún enterrador porque no lo había habido. Los perros se habían exhumado solos; retorciéndose para salir de sus sudarios de plástico y abriéndose paso con las patas hacia el aire libre.

—Con los perros es fácil —dijo Whitehead—. ¿Verdad,
Bella
? Estáis entrenados para obedecer.

Bella
se estaba olisqueando, satisfecha por haber visto a Whitehead. Su Dios seguía en el cielo, y todo iba bien en el mundo. El viejo dejó la puerta entreabierta, y se volvió a Marty.

—No hay nada que temer —dijo—. No va a hacernos daño.

—¿Él los trajo a la casa?

—Sí; para disolver mi fiesta. Puro despecho. Fue su forma de recordarme lo que es capaz de hacer.

Marty se agachó y levantó otra silla. Estaba temblando con tal violencia que temía caerse si no se sentaba.

—El teniente era peor —dijo el viejo—, porque no obedecía como
Bella.
Sabía que lo que le habían hecho era una abominación. Eso lo enfurecía.

Bella
se había despertado con apetito. Por eso había subido a la habitación que recordaba con mayor cariño; donde un hombre que sabía cuál era el mejor sitio para rascarle detrás de la oreja la arrullaría con palabras suaves, y le daría las sobras de su plato. Pero esa noche había encontrado las cosas cambiadas. El hombre se comportaba de un modo extraño con ella, su voz era discordante, y había alguien más en la habitación, alguien cuyo olor conocía vagamente, pero no podía ubicar. Todavía estaba hambrienta, muy hambrienta, y había un olor apetitoso muy cerca de ella. De carne tirada en la tierra, como a ella le gustaba, todavía en el hueso y medio podrida. Olisqueó, casi ciega, buscando el origen del olor, y cuando lo encontró empezó a comer.

—No es una visión muy agradable.

Bella
estaba devorando su propio cuerpo, arrancando bocados grises y grasientos del músculo descompuesto de la pata. Whitehead la observó mientras tiraba. La pasividad del viejo frente a este nuevo horror quebrantó a Marty.

—¡No la deje! —Empujó al viejo a un lado.

—Pero es que tiene hambre —respondió él, como si ese horror fuese lo más natural del mundo.

Marty levantó la silla en la que se había sentado y la estrelló contra la pared. Pesaba, pero sus músculos rebosaban, y la violencia fue una grata liberación para ellos. La silla se rompió.

La perra levantó la vista de su comida; la carne que estaba tragando cayó por su garganta cortada.

—Demasiado —dijo Marty levantando una pata de la silla y atravesando la habitación hacia la puerta antes de que
Bella
advirtiese lo que se proponía. En el último momento pareció entender que pretendía hacerle daño, e intentó levantarse. Una de las patas traseras estaba casi devorada y ya no la sostenía, y se tambaleó, enseñando los dientes cuando Marty descargó sobre ella su arma improvisada. La fuerza del golpe le fracturó el cráneo. Los gruñidos cesaron. El cuerpo retrocedió, arrastrando la cabeza hundida sobre un jirón de cuello, con el rabo entre las piernas de miedo. Se retiró dos o tres pasos, y ya no pudo continuar.

Marty esperó, rogando no tener que golpearla por segunda vez. Mientras observaba, el cuerpo pareció desinflarse. El pecho abultado, los restos de la cabeza, los órganos que colgaban de la cúpula del torso hundidos en una abstracción en la que era imposible distinguir una parte de otra. Cerró la puerta para mantenerla fuera, y dejó caer el arma ensangrentada a su lado.

Whitehead se había refugiado al otro lado de la habitación. Tenía el rostro tan gris como el cuerpo de
Bella.

—¿Cómo lo ha hecho? —dijo Marty—. ¿Cómo es posible?

—Tiene poder —observó Whitehead. Al parecer era así de simple—. Puede arrebatar la vida, y puede concederla.

Marty buscó en su bolsillo el pañuelo de lino que había comprado especialmente para esa noche de cena y conversación. Lo sacudió, los bordes estaban impolutos, y se limpió el rostro. El pañuelo acabó sucio y con motas de carne podrida. Se sintió tan vacío como el saco que había en el pasillo.

—Una vez me preguntó si creía en el Infierno —dijo—, ¿lo recuerda?

—Sí.

—¿Es eso lo que cree que es Mamoulian? ¿Algo… —quiso reírse— algo infernal?

—He tenido en cuenta esa posibilidad. Pero por naturaleza no creo en lo sobrenatural, el Cielo y el Infierno; toda esa parafernalia me subleva.

—Si no es un demonio, ¿qué es?

—¿Acaso es tan importante?

Marty se limpió las palmas sudorosas en los pantalones. Se sentía contaminado por esta obscenidad. Tardaría mucho en lavarse el horror, si es que alguna vez lo conseguía. Había cometido el error de indagar demasiado, y la historia que había oído, así como la perra que había al otro lado de la puerta, eran la consecuencia de ello.

—Pareces enfermo —dijo Whitehead.

—Nunca pensé…

—¿Qué? ¿Que los muertos pudieran levantarse y andar? Vamos, Marty, te tomaba por un cristiano, a pesar de tus protestas.

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