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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (49 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Carys sonrió.

—¿Qué pasa ahora?

Ella no dijo nada; tenía los ojos fijos en el hombre que iba a matarlos; siguió sonriendo.

—Carys. ¿Qué pasa?

Los soldados se habían acercado a la fila, y los tiraron al suelo en mitad del patio. Carys había inclinado la cabeza, para descubrir la nuca.

—Vamos a morir —susurró a su lejano confidente.

En el extremo más alejado de la fila, el verdugo alzó la espada y la descargó con un golpe profesional. La cabeza del prisionero pareció desprenderse del cuello de un salto, impulsada por un torrente de sangre; tenía un color chillón, contra las paredes grises y la nieve blanca. La cabeza cayó boca abajo, rodó un poco y se detuvo. El cuerpo se derrumbó sobre sí mismo. Por el rabillo del ojo Mamoulian observaba lo que sucedía, intentando controlar el castañeteo de sus dientes. No tenía miedo, y no quería que pensaran que lo tenía. El siguiente hombre de la fila había empezado a gritar. Dos soldados se adelantaron cuando el oficial ladró una orden y lo apresaron. De repente, tras una calma en la que se podía oír el sonido de la nieve al caer en el suelo, se produjo un estallido de súplicas y oraciones a lo largo de la fila; el terror del hombre había abierto una compuerta. El sargento no dijo nada. Pensó que tenían suerte al morir así: la espada estaba reservada a los aristócratas y los oficiales. Pero el árbol aún no era lo bastante alto como para ahorcar a un hombre. Observó cómo la espada caía por segunda vez, preguntándose si la lengua se agitaría incluso después de la muerte en el paladar del muerto, mientras se desecaba.

—No tengo miedo —dijo—. ¿Para qué sirve el miedo? No puedes comprarlo ni venderlo, no puedes hacer el amor con él. Ni siquiera puedes ponértelo si te quitan la camisa y tienes frío.

La cabeza del tercer prisionero rodó por la nieve; y la del cuarto. Un soldado se rió. La sangre humeaba. El olor a carne era apetitoso para un hombre al que no habían dado de comer en una semana.

—No pierdo nada —dijo a modo de oración—. He tenido una vida inútil. ¿Y qué, si termina aquí?

El prisionero a su izquierda era muy joven: no tendría más de quince años. Un tamborilero, supuso el sargento. Estaba llorando en silencio.

—Mira eso —dijo Mamoulian—. Si eso no es desertar, que baje Dios y lo vea.

Asintió en dirección a los cuerpos desparramados, de los que ya huían los diversos parásitos. Pulgas y liendres, conscientes de que su anfitrión había dejado de existir, se arrastraban y saltaban de las cabezas y la ropa, deseosos de encontrar una nueva residencia antes de que el frío los atrapase.

El chico miró y sonrió. El espectáculo lo distrajo del momento que tardó el verdugo en situarse y ejecutar el golpe mortal. La cabeza salió despedida; el calor alcanzó el pecho del sargento.

Mamoulian se volvió a mirar al verdugo con desidia. Estaba salpicado por la sangre; por lo demás no llevaba escrita en la cara su profesión. Era un rostro estúpido, con una barba rala que necesitaba recortarse, y unos ojos redondos, como cocidos.
¿Me va a matar este?,
pensó el sargento;
pues no me da vergüenza.
Extendió los brazos a ambos lados del cuerpo, haciendo el gesto universal de sumisión, e inclinó la cabeza. Alguien le tiró de la camisa para descubrirle el cuello.

Esperó. Un ruido parecido a un disparó resonó en su cabeza. Abrió los ojos, esperando ver que la nieve se acercaba, mientras su cabeza saltaba del cuello; pero no. En medio del patio uno de los soldados cayó de rodillas, con el pecho abierto por un disparo procedente de una de las ventanas superiores del claustro. Mamoulian miró detrás de él. Salían soldados de todos los lados del cuadrilátero; los disparos hendían la nieve. El oficial al mando, herido, cayó torpemente contra el brasero, y su abrigo de piel empezó a arder. Dos soldados atrapados perdieron la vida bajo el árbol, y cayeron el uno contra el otro como amantes bajo las ramas.

—Vete —Carys susurró la orden con la voz de Mamoulian—. Rápido. Vete.

Se arrastró sobre el vientre por la piedra helada mientras los dos bandos se enfrentaban por encima de su cabeza, apenas capaz de creer que había salvado la vida. Nadie le dedicó una segunda mirada. Desarmado y esquelético, no constituía un peligro para nadie. Cuando salió del patio y se metió en los pasadizos del monasterio, recuperó el aliento. El humo empezaba a espesarse a lo largo de los pasillos helados. Era inevitable que uno de los dos bandos prendiese fuego al lugar: quizás ambos. Todos eran imbéciles: ninguno le inspiraba simpatía. Empezó a recorrer el laberinto del edificio, esperando hallar la salida sin encontrarse a ningún fusilero extraviado.

En un pasillo alejado de la reyerta oyó pasos, de sandalias, no de botas, que lo seguían. Se volvió para enfrentarse a su perseguidor. Era un monje huesudo, con aspecto de asceta, que agarró al sargento por el andrajoso cuello de la camisa.

—Eres un don de Dios —dijo. Estaba sin aliento, pero su presa era fuerte.

—Déjame en paz. Quiero salir.

—La lucha se extiende por todo el edificio; no estarás a salvo en ninguna parte.

—Me arriesgaré —sonrió el sargento.

—Fuiste elegido, soldado —respondió el monje, que seguía sujetándolo—. El azar intervino en tu beneficio. El chico inocente que estaba a tu lado murió, pero tú sobreviviste. ¿No te das cuenta? Pregúntate por qué.

Intentó deshacerse del cura; la mezcla de incienso y sudor viejo era repugnante. Pero el hombre seguía pegado a él, apremiándole:

—Hay unos túneles secretos bajo las celdas. Podemos escapar sin que nos maten.

—¿Sí?

—En efecto. Si me ayudas.

—¿Cómo?

—Tengo que salvar unos escritos; el trabajo de mi vida. Necesito tus músculos, soldado. No te preocupes, obtendrás algo a cambio.

—¿Qué tienes que yo podría desear? —dijo el sargento. ¿Qué podía poseer aquel penitente de ojos desorbitados?

—Necesito un acólito —dijo el monje—. Alguien a quien transmitir mis conocimientos.

—Ahórrame tu guía espiritual.

—Puedo enseñarte muchas cosas. Cómo vivir para siempre, si es lo que quieres —Mamoulian empezó a reír, pero el monje continuó con sus ensoñaciones—. Cómo quitarles la vida a otras personas, y quedártela tú. O si quieres, dársela a los muertos para resucitarlos.

—Imposible.

—Es sabiduría antigua —dijo el monje—. Pero yo he vuelto a encontrarla, escrita en griego común. Secretos que ya eran antiguos cuando las colinas eran jóvenes. Qué secretos…

—Si puedes hacer todo eso, ¿por qué no eres el zar de toda Rusia? —respondió Mamoulian.

El monje le soltó la camisa y entornó los ojos, mirándolo con desprecio.

—¿Qué hombre —dijo con lentitud—, qué hombre con auténtica ambición en su alma se conformaría con ser zar?

La respuesta borró la sonrisa del soldado. Extrañas palabras, cuyo significado le habría costado explicar, si le hubieran preguntado. Pero encerraban una promesa que su confusión no podía negar.
Bueno,
pensó,
a lo mejor es así como se alcanza la sabiduría; y la espada no ha caído sobre mí, ¿verdad?

—Enséñame el camino —dijo.

Carys sonrió: era una sonrisa pequeña, pero radiante. En el espacio de un latido el invierno se derritió. La primavera floreció, el suelo era verde en todas partes, en especial sobre los túmulos funerarios.

—¿Adónde vas? —le preguntó Marty. Era evidente por su expresión risueña que las circunstancias habían cambiado. Durante unos minutos había escupido indicios de la vida que compartía en la cabeza del Europeo. Marty apenas había comprendido lo esencial de lo ocurrido. Esperaba que pudiera explicarle los detalles más adelante. En qué país estaba; en qué guerra.

De repente, la muchacha dijo:

—He terminado. —Su voz era liviana; casi juguetona.

—¿Carys?

—¿Quién es Carys? Nunca he oído hablar de él. Es probable que esté muerto. Están todos muertos menos yo.

—¿Qué has terminado?

—De aprender, claro. Todo lo que podía enseñarme. Y era cierto. Todo lo que había prometido: todo cierto. Sabiduría antigua.

—¿Qué has aprendido?

Ella alzó la mano quemada y la extendió.

—Puedo robar la vida sin esfuerzo —dijo—. Sólo tengo que encontrar el lugar, y beber. Es fácil quitarla; es fácil concederla.

—¿Concederla?

—Durante el tiempo que me convenga —extendió un dedo: Dios a Adán—. Que se haga la vida.

Empezó a reírse de nuevo dentro de ella.

—¿Y el monje?

—¿Qué pasa con él?

—¿Sigue contigo?

El sargento meneó la cabeza de Carys.

—Lo maté, cuando me enseñó cuanto podía. —Alargó las manos y apretó el aire—. Lo estrangulé una noche, mientras dormía. Por supuesto, se despertó cuando sintió mi presa en su cuello. Pero no se resistió; no hizo el menor intento de salvarse. —El sargento sonreía al describir el acto—. Me permitió asesinarlo. Me costaba creer la suerte que había tenido; lo había planeado durante semanas, aterrorizado por si me leía el pensamiento. Cuando se rindió tan fácilmente, estaba extasiado… —La sonrisa se desvaneció de repente—. Estúpido —murmuró en la garganta de Carys—. Muy, muy estúpido.

—¿Por qué?

—No me di cuenta de que me había tendido una trampa. No me di cuenta de que lo había planeado desde el principio, de que me había criado como a un hijo sabiendo que yo sería su verdugo cuando llegase el momento. Nunca comprendí, ni una sola vez, que yo era solo su instrumento. Quería morir. Quería transmitirme su sabiduría —pronunció la palabra con desprecio— y que luego acabase con él.

—¿Por qué quería morir?

—¿Es que no ves lo terrible que es vivir cuando todo lo que te rodea perece? ¿Y que cuantos más años pasan, más te aterra la idea de la muerte, porque cuanto más la evitas, peor imaginas que debe de ser? Y empiezas a desear, oh, cómo deseas, que alguien se apiade de ti, te abrace y comparta tu terror. Y que al final, alguien se adentre contigo en la oscuridad.

—Y elegiste a Whitehead —dijo Marty, en voz muy baja— igual que te eligieron a ti; al azar.

—Todo es azar; y nada lo es —declaró el durmiente: luego volvió a reírse, de sí mismo, con amargura—. Sí, lo escogí, con una partida de cartas. Y luego hice un trato con él.

—Pero te engañó.

Carys asintió, muy lentamente, describiendo un círculo en el aire con la mano.

—Una y otra vez —dijo—, y otra y otra.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Encontrar al Peregrino. ¡Encontrarlo, dondequiera que esté! Y llevármelo. Juro que no le dejaré escapar. Me lo llevaré, y le enseñaré.

—¿Qué le enseñarás?

No hubo respuesta. En cambio, suspiró, se desperezó, y movió la cabeza de izquierda a derecha. Marty se dio cuenta, con súbito asombro, de que le estaba viendo repetir los movimientos de Mamoulian: el Europeo había dormido todo el tiempo, y habiendo recuperado ya su energía, se preparaba para despertar. Le espetó una vez más la pregunta anterior, decidido a obtener una respuesta a aquella última y vital cuestión.

—¿Qué le enseñarás?

—El Infierno —dijo Mamoulian—. ¡Me engañó! Malgastó mis enseñanzas, mis conocimientos, los derrochó por codicia, por poder, por la vida del cuerpo. ¡El apetito! Todo por el apetito. ¡Todo mi precioso amor, desperdiciado! —Marty escuchaba en esa letanía la voz de un puritano (¿la de un monje, quizá?), la rabia de una criatura que quería que el mundo fuese más puro y vivía atormentada porque solo veía vicio y carne sudorosa, que a su vez engendraba más carne y más vicio. ¿Qué esperanza de cordura había en un sitio así? Únicamente encontrar un alma con quien compartir el tormento, un amante con quien odiar al mundo. Whitehead había sido tal compañero. Y ahora Mamoulian era fiel al alma de su amante: al final, quería ir al encuentro de la muerte con la única criatura en quien había confiado en su vida—. Iremos al encuentro de la nada… —susurró, y el susurro era una promesa—. Todos nosotros, al encuentro de la nada. ¡Abajo! ¡Abajo!

Se estaba despertando. No había tiempo para hacer más preguntas, por mucha curiosidad que tuviese Marty.

—Carys.

—¡Abajo! ¡Abajo!

—¡Carys! ¿Me oyes? ¡Sal de ahí! ¡Rápido!

La cabeza de Carys giraba sobre el cuello.

—¡Carys!

Ella gruñó.

—¡Rápido!

En la cabeza de Mamoulian los patrones habían vuelto a empezar, tan encantadores como siempre. Chorros de luz que sabía que dentro de un rato se convertirían en imágenes. ¿Qué serían esta vez? Pájaros, flores, árboles en flor. Qué lugar tan maravilloso.

—Carys.

La voz de alguien que había conocido en el pasado la llamaba desde algún lugar remoto. Pero las luces también. Se estaban precisando en ese mismo instante. Esperó con expectación, pero esta vez lo que explotó ante sus ojos no fueron recuerdos…

—¡Carys! ¡Rápido!

Sino el mundo real, que apareció cuando el Europeo abrió los párpados. Su cuerpo se tensó. Marty alargó la mano y asió la suya. Ella exhaló lentamente, el aliento escapó como un débil quejido entre sus dientes, y de pronto se dio cuenta del peligro inminente que corría. Proyectó su mente fuera de la cabeza del Europeo y recorrió los kilómetros que la separaban de Kilburn. Durante un instante agónico sintió que su voluntad flaqueaba, y que caía hacia atrás, hacia su cabeza, que aguardaba su regreso. Aterrorizada, jadeó como un pez fuera del agua mientras su mente se esforzaba por ganar impulso.

Marty la obligó a ponerse de pie, pero sus piernas se doblaban. La sostuvo rodeándola con los brazos.

—No me dejes —murmuró, enterrando la cara en su pelo—. Dios bendito, no me dejes.

De repente, Carys parpadeó.

—Marty —farfulló—. Marty.

Era ella: conocía demasiado su mirada para que el Europeo lo engañase.

—Has vuelto —dijo él.

No se hablaron durante unos minutos, tan solo se abrazaron. Cuando hablaron, ella no tenía fuerzas para revivir lo que había experimentado. Marty reprimió su curiosidad. Le bastaba saber que no los perseguía ningún diablo.

Tan solo un ser humano, viejo y privado de amor, dispuesto a derrumbar el mundo sobre su cabeza.

63

Así pues, tal vez tuvieran una posibilidad de sobrevivir, después de todo. Mamoulian era un hombre, a pesar de sus facultades antinaturales. Tal vez tuviera doscientos años, pero ¿qué eran unos cuantos años entre amigos?

Lo prioritario era encontrar a papá y avisarle de lo que se proponía Mamoulian, y luego trazar el mejor plan que pudieran contra la ofensiva del Europeo. Si Whitehead no los ayudaba, esa era su prerrogativa. Por lo menos, Marty lo habría intentado, por los viejos tiempos. Y a la luz del asesinato de Charmaine y de Flynn, las fechorías de Whitehead no eran más que faltas de cortesía. Era sin duda el mal menor.

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