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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (30 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Haz que se vayan —dijo Carys.

Pero no tenían intención de retroceder. El torrente de escoria seguía avanzando, y la taza vomitaba una fauna cada vez mayor.

—Encuentra a Toy —propuso la voz al otro lado de la puerta. Las manos sudorosas de la muchacha aferraron el picaporte, pero la puerta se negaba a abrirse. No había escapatoria.

—Déjame salir.

—Di que sí.

Carys se aplastó contra la puerta. La tapa de la taza se levantó con la ráfaga más fuerte hasta el momento, y esta vez permaneció abierta. La marea se hizo más densa y las cañerías crujieron cuando algo que era casi demasiado grande para ellas empezó a abrirse paso hacia la luz. Oyó cómo arañaba las cañerías con sus garras, oyó el rechinar de sus dientes.

—Di que sí.

—No.

Un brazo reluciente asomó por la taza en erupción, y se agitó en el aire hasta que los dedos se fijaron al lavabo. Entonces empezó a izarse; sus huesos podridos por el agua parecían de goma.

—¡Por favor! —gritó.

—Di que sí.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo que sea! ¡Sí!

Cuando escupió las palabras, el picaporte se movió. Le volvió la espalda al horror emergente y apoyó todo su peso en el picaporte, al tiempo que con la otra mano asía la llave. Oyó el sonido de un cuerpo que se contorsionaba para liberarse. Giró la llave en el sentido equivocado, y luego en el correcto. El fango le salpicó la espinilla. Lo tenía casi en los talones. Cuando abrió la puerta unos dedos empapados le agarraron el tobillo, pero salió del baño dando un portazo antes de que pudiese atraparla.

Mamoulian se había ido. Había ganado.

Después de eso, Carys no pudo volver a entrar en el baño. A petición suya el Tragasables le llevó un cubo, que traía y llevaba con reverencia.

El Europeo nunca volvió a hablar del incidente. No hizo falta. Esa noche Carys hizo lo que le había pedido. Abrió su mente y fue en busca de Bill Toy, y en cuestión de minutos lo encontró. Y también, poco después, lo hizo el Ultimo Europeo.

43

Marty no había tenido tanto dinero desde los días felices de sus grandes ganancias en los casinos. Dos mil libras no eran una fortuna para Whitehead, pero elevaban a Marty a alturas vertiginosas. Tal vez la historia del viejo sobre Carys fuese mentira. Si así era, le arrancaría la verdad a su tiempo. Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, como decía Feaver. ¿Qué diría Feaver si lo viera ahora, rebosante de dinero?

Dejó el coche cerca de Euston y tomó un taxi hasta el distrito financiero para cobrar el cheque. Luego fue en busca de un buen traje de noche. Whitehead le había recomendado una tienda en Regent’s Street. Al principio los dependientes lo trataron con cierta brusquedad, pero en cuanto les enseñó el dinero adoptaron una actitud lisonjera. Marty reprimió la sonrisa y se comportó como un comprador caprichoso, y les permitió que lo adulasen y lo mimasen. Le cubrieron de atenciones exageradas hasta que al cabo de tres cuartos de hora encontró al fin algo de su gusto: una elección conservadora, pero de estilo impecable. El traje y el vestuario que lo acompañaba, zapatos, camisas, y una selección de corbatas, resultaron más caros de lo que había previsto, pero dejó que el dinero resbalara entre sus dedos como el agua. Se llevó consigo el traje y un juego de complementos, e hizo que le enviaran el resto al Santuario.

Ya era mediodía cuando salió, y deambuló en busca de un sitio para comer. Había un restaurante chino en Gerard Street que Charmaine y él habían frecuentado cuando el presupuesto se lo permitía, y volvió allí. Habían modernizado la fachada para acomodar un gran letrero de neón, pero el interior era casi el mismo, y la comida era tan buena como recordaba. Se sentó en espléndida soledad, y comió y bebió copiosamente, encantado de comportarse como los ricachones. Después de comer pidió media docena de puros, se tomó varias copas de coñac y dejó una propia millonaria.
Papá estaría orgulloso de mí,
pensó. Harto, borracho y satisfecho, salió a la cálida tarde. Era el momento de obedecer el resto de las instrucciones de Whitehead.

Llegó hasta el Soho, y dio un corto paseo hasta encontrar una casa de apuestas. Cuando entró en el interior cargado de humo la culpa lo asaltó, pero le dijo a la aguafiestas de su conciencia que se fuese a paseo. Obedecía órdenes entrando allí.

Había carreras en Newmarket, Kempton Park y Doncaster (cada nombre evocaba una asociación agridulce), y apostó sin freno en todas en el tablero. El antiguo entusiasmo acabó enseguida con cualquier vestigio de culpabilidad. Ese juego era como la vida, pero tenía un sabor más fuerte. Las ganancias que prometía, las pérdidas tan fáciles, dramatizaban la noción que de niño había tenido sobre cómo debía ser la vida adulta. Sobre cómo, cuando uno al crecer dejaba atrás el aburrimiento y se adentraba en el mundo secreto, barbudo y eréctil de los adultos, cada palabra debía estar cargada de riesgo y de promesa, cada aliento exhalado debía ser un triunfo frente a extraordinarias adversidades.

Al principio perdió dinero, no apostaba mucho, pero perdía con tanta frecuencia que sus fondos empezaron a menguar. Luego, al cabo de tres cuartos de hora de sesión, las cosas mejoraron; los caballos que escogía al azar llegaban a la meta uno detrás de otro a pesar de sus ridículas posibilidades. En una sola carrera recuperó lo que había perdido en las dos anteriores, y aún más. El entusiasmo se convirtió en euforia. Esa era precisamente la sensación que tanto se había esforzado por describirle a Whitehead: estar al cargo de la suerte.

Al fin empezó a aburrirse de ganar. Se metió las ganancias en el bolsillo sin contarlas debidamente y se fue. Tenía un grueso fajo de billetes en la chaqueta que se moría por gastar. Por instinto, deambuló entre la multitud hasta Oxford Street, eligió una tienda cara y le compró a Charmaine un abrigo de piel de novecientas libras, y luego paró un taxi para llevárselo. El viaje fue lento; los esclavos del salario estaban empezando a escaparse y las carreteras estaban congestionadas. Pero estaba de buen humor y no podía irritarse.

Se bajó del taxi en la esquina de la calle porque quería recorrerla. Las cosas habían cambiado desde que estuviera allí por última vez, hacía dos meses y medio. La primavera incipiente se había convertido en el verano incipiente. Ya eran casi las seis de la tarde y la calidez del día no se había disipado; todavía tenía tiempo para crecer. Marty se dijo que la estación no era lo único que había avanzado y madurado; él también lo había hecho.

Se sentía real. Dios del cielo, eso era. Por fin se sentía capaz de volver a operar en el mundo, de cambiarlo y darle forma.

Charmaine llegó a la puerta con aspecto nervioso. Se puso aún más nerviosa cuando Marty entró, la besó y le puso la caja del abrigo en las manos.

—Toma. Te he comprado una cosa.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué es, Marty?

—Echa un vistazo. Es para ti.

—No —dijo ella—. No puedo.

La puerta delantera seguía abierta, y Charmaine lo estaba empujando de nuevo hacia ella, o por lo menos lo estaba intentando. Pero él no estaba dispuesto a irse. Había algo bajo la expresión de embarazo de su rostro; rabia, incluso pánico. Le devolvió la caja, sin abrirla.

—Vete, por favor —dijo.

—Es una sorpresa —le dijo, decidido a que no lo rechazara.

—No quiero sorpresas. Vete. Llámame mañana.

Él no quiso aceptar la caja, y esta cayó entre ambos y se abrió. El destello suntuoso del abrigo se desbordó; ella no pudo evitar inclinarse a recogerlo.

—Oh, Marty… —susurró.

Mientras él miraba el brillo de su pelo alguien apareció en lo alto de las escaleras.

—¿Cuál es el problema?

Marty levantó la vista. Flynn estaba en el descansillo, solo llevaba ropa interior y calcetines. Iba sin afeitar. Durante unos segundos no dijo nada, mientras sopesaba sus opciones. Luego una sonrisa, su solución para todo, inundó su rostro.

—Marty —exclamó—, ¿qué pasa contigo?

Marty miró a Charmaine, que a su vez estaba mirando al suelo. Sostenía el abrigo en los brazos como si fuera un animal muerto.

—Ya veo —dijo Marty.

Flynn descendió algunos peldaños. Tenía los ojos inyectados en sangre.

—No es lo que parece. De verdad que no —dijo deteniéndose a medio camino, esperando a ver la reacción de Marty.

—Es exactamente lo que parece, Marty —dijo Charmaine en voz baja—. Lamento que te hayas enterado así, pero es que no me has llamado. Te dije que me llamaras antes de venir.

—¿Cuánto tiempo? —murmuró Marty.

—Dos años, más o menos.

Marty miró a Flynn. Habían jugado juntos con esa chica negra (Úrsula, ¿verdad?) hacía tan solo unas semanas, y cuando todo hubo acabado Flynn se había escabullido. Había vuelto a casa con Charmaine. Marty se preguntó si se habría lavado antes de acostarse junto a ella en su cama de matrimonio. Probablemente, no.

—¿Por qué él? —preguntó—. ¿Por qué él, por amor de Dios? ¿No podías encontrar nada mejor?

Flynn no dijo nada en su defensa.

—Creo que deberías irte, Marty —dijo Charmaine, intentando torpemente volver a meter el abrigo en la caja.

—Es un mierda —dijo Marty—. ¿Es que no ves que es un mierda?

—Él estaba aquí —le respondió ella con amargura—. Tú no.

—¡Es un puto chulo, por el amor de Dios!

—Sí —dijo ella dejando la caja en el suelo y levantándose al fin, con una mirada furiosa en los ojos, para soltar toda la verdad—. Sí, es cierto. ¿Por qué crees que empecé con él?

—No, Char…

—Son tiempos difíciles, Marty. No se puede vivir del aire y de cartas de amor.

Se había prostituido para él; el cabrón la había convertido en una puta. En las escaleras, Flynn había adoptado un color enfermizo.

—Espera, Marty —dijo—. No le obligué a hacer ni una puñetera cosa que no quisiera.

Marty llegó al pie de las escaleras.

—¿No es cierto? —le preguntó Flynn a Charmaine—. ¡Díselo, mujer! ¿Te he obligado a hacer algo que no quisieras?

—No lo hagas —dijo Charmaine, pero Marty ya estaba empezando a subir las escaleras. Flynn se mantuvo firme durante solo dos escalones, y luego empezó a retroceder.

—Venga, vamos… —decía con las palmas vueltas hacia arriba, para evitar los golpes.

—¿Has convertido a mi esposa en una puta?

—¿Cómo iba yo a hacer eso?

—¿Has convertido a mi esposa en una jodida puta?

Flynn se volvió y trató de alcanzar el rellano. Marty subió las escaleras a trompicones, persiguiéndolo.

—¡Cabrón!

La táctica de la fuga funcionó: Flynn estaba a salvo en el dormitorio y había atrancado la puerta con una silla antes de que Marty llegase al rellano. Lo único que podía hacer era aporrearla, exigiéndole en vano a Flynn que lo dejase entrar. Pero solo hizo falta una pequeña interrupción para malograr su rabia. Cuando Charmaine llegó a lo alto de las escaleras, había dejado de gritarle a la puerta, y estaba apoyado en la pared. Le escocían los ojos. Ella no dijo nada; no tenía los medios ni el deseo de cruzar el abismo que los separaba.

—Él —era lo único que podía decir—. De toda la gente.

—Ha sido muy bueno conmigo —respondió ella. No tenía intención de explicarse; Marty era el intruso allí. No le debía ninguna disculpa.

—Lo dices como si yo te hubiese abandonado.

—Es culpa tuya, Marty. Perdías por los dos. Yo nunca tuve nada que decir en aquella historia. —Vio que temblaba, no de furia sino de tristeza—. Apostabas cuanto teníamos. Todo. Y perdías por los dos.

—No estamos muertos.

—Tengo treinta y dos. Me siento como si tuviera el doble.

—Él te cansa.

—Eres un estúpido —dijo ella, impasible; su frío desprecio lo abatió—. Nunca te diste cuenta de lo frágil que era todo: seguiste siendo como te convenía. Estúpido y egoísta.

Marty se mordió el labio superior, mirando su boca, mientras ella le contaba la verdad. Quería golpearla, pero no por ello tendría menos razón; tendría un moratón y la razón. Meneando la cabeza, pasó junto a ella y bajó tronando las escaleras. Ella permaneció en silencio arriba.

Pasó junto a la caja, el abrigo tirado. Pensó que podían follar encima si querían; a Flynn le gustaría. Recogió la caja que contenía su traje, y se fue. La fuerza del portazo hizo temblar el cristal de la ventana.

—Ya puedes salir —le dijo Charmaine a la puerta cerrada del dormitorio—. Ha pasado el peligro.

44

Marty no podía quitarse de la cabeza una idea en particular: que ella le había contado a Flynn todo sobre él, divulgado los secretos de su vida en común. Se imaginaba a Flynn tumbado en la cama con los calcetines puestos, acariciándola y riéndose mientras ella sacaba a la luz todos los trapos sucios. Cómo Marty se había gastado todo el dinero que tenía en los caballos o el póquer; cómo nunca había tenido una buena racha que durase más de cinco minutos (
tendrías que haberme visto hoy,
quería decirle,
las cosas han cambiado, ahora soy cojonudo
); cómo solo era bueno en la cama las pocas veces que ganaba, y el resto del tiempo no le interesaba; cómo Macnamara le había ganado primero el coche, luego la televisión, luego casi todos los muebles, y cómo aún le debía una pequeña fortuna. Cómo entonces había intentado robar para saldar sus deudas, y hasta en eso había fracasado miserablemente.

Revivió la persecución con detalle. El coche que olía a la escopeta de Nygaard; el sudor que punteaba los poros del rostro de Marty, enfriándose con la brisa que entraba por la ventana y acariciaba su rostro, como pétalos. Era todo tan vivido como si hubiera sucedido el día anterior. Todo lo que había ocurrido desde entonces, a lo largo de casi una década de su vida, giraba en torno a esos escasos minutos. Pensar en ello le puso casi físicamente enfermo. Una pérdida de tiempo. Todo había sido una pérdida de tiempo.

Era hora de emborracharse. El dinero que le quedaba se mantenía en las cuatro cifras, y le quemaba en el bolsillo exigiéndole que lo gastara o lo apostara. Anduvo hasta Commercial Road y paró a otro taxi, sin saber a ciencia cierta lo que haría a continuación. No eran más que las siete; tenía que planear con cuidado la noche que tenía por delante.
¿Qué es lo que haría papá?,
pensó. Traicionado y ultrajado, ¿qué haría el gran hombre?

Lo que le diera la gana, fue la respuesta; lo que le diera la puta gana.

Fue a Euston Station y se pasó media hora en los lavabos, lavándose y cambiándose, poniéndose la camisa nueva y el traje nuevo, y salió transformado. Le dio las ropas que había llevado al empleado, así como un billete de diez libras.

BOOK: El juego de las maldiciones
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