El jinete del silencio (60 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Había una tarea previa que hacer, cimentar ese animal, tomar la medida de lo que se quería conseguir; y para saber cómo hacerlo se puso a leer.

Repasó todos los tratados sobre caballos que fue encontrando en las diferentes bibliotecas de amigos y, sobre todo, en la del virrey.

La primera conclusión a la que llegó, que pudo compartir con Pignatelli, fue que solo en la antigua sabiduría, y más en concreto en los autores griegos, hallarían las bases necesarias para conseguir mejorar su actual casta de caballos. La segunda, de índole más práctica, fue que el trabajo les llevaría años. Necesitarían de tres a cuatro generaciones para conseguir fijar los caracteres seleccionados, y eso siempre que no errasen.

Supo por Pignatelli que este había encargado a Tiziano dibujar al idílico animal, su perfil, la altura que podría tener, y a Juan Bautista, como arquitecto, le pidió una maqueta del mismo. En un ejercicio de imaginación colectiva, entre los tres habían descrito, una a una, cómo habrían de ser sus nuevas formas y medidas hasta conseguir tener su patrón, como una especie de plano con el que construir después.

Cuando tuvo en su poder los diseños, Pignatelli los dejó en manos de Volker, quien tendría que decidir dónde buscar los sementales y hembras necesarias para darle una mayor calidad al caballo de estirpe napolitana que Pignatelli ya tenía. El alemán quedó encargado de buscar entre las castas más famosas de Europa, Yemen y el norte de África aquellos detalles que faltaban a los actuales caballos.

Sin embargo, Volker, y a pesar del empeño que le ponía al asunto, cada vez estaba menos seguro de lo que hacía. De hecho, ni las circunstancias ni sus capacidades habían actuado en su ayuda. Las circunstancias, porque había tenido que ausentarse de Nápoles algo más de un mes, bajo encargo del virrey, en una delicada misión que le tuvo en Siena, lo que supuso un primer retraso. Pero sobre todo, porque a su vuelta empezó a reflexionar sobre sus verdaderas posibilidades y no se vio capaz de conseguir el fin que se le había requerido.

Sabía cómo ganar fortaleza en un animal, qué características debía tener un semental para darle una mayor velocidad a su descendencia, y lo mismo respecto a la resistencia u otras cualidades, pero Pignatelli le había hablado de arte, de sensibilidad, de alma, y él no sabía cómo conseguir esas facultades.

Por ese motivo, el ambicioso encargo, compartido por varios artistas y bendecido por don Pedro Álvarez de Toledo, por el momento se encontraba detenido.

El tiempo que Yago llevaba vivido en Nápoles no había sido todo lo bueno que había imaginado. Su deseada visita a Camilo se retrasó una vez más debido a la larga ausencia de Volker de la ciudad, y en relación con su trabajo las cosas tampoco le habían ido demasiado bien.

Coser el cuero, moldearlo o confeccionar las diferentes piezas que Giacomo le confiaba eran labores interesantes y muy entretenidas, pero tardaba el triple de tiempo en hacerlas y casi nunca le quedaban perfectas. Por esos dos motivos, vistos los resultados, se le había encargado otra actividad más sencilla y acorde con sus posibilidades: la limpieza del guadarnés.

Cada mañana engrasaba los cueros, enganches y colleras hasta dejarlos en perfecto estado para uso de los continuos, los nobles que constituían la tropa más selecta del virrey. A medida que iban viniendo a por sus caballos, su tarea consistía en elegir qué arreos ponerles.

Uno de los primeros en venir aquel día fue Volker, su capitán.

Lo vio entrar por la puerta ancha, a la vez que lo hacía uno de los continuos, un noble napolitano que a Yago no le gustaba nada. Era un tipo oscuro, nunca hablaba, y casi siempre terminaba riñéndolo por algún motivo. Dado su extraño carácter, prefirió atenderlo primero.

—¿Señor, rienda corta… o… o larga?

Yago solía tener todo preparado, monturas, arneses o cualquier otro elemento que se necesitase. De entre las guarniciones con las que estaba dotada la caballeriza, elegía el equipo más adecuado a cada jinete. En concreto sabía que a ese hombre le gustaban muy adornados y solía querer los cueros más oscuros, casi negros. Eligió un filete ligero con una muserola cargada de borlas de lana y seda, trenzada en negro, y una montura con faldones ribeteados con abundantes relieves.

—Esta vez corta, hoy estreno caballo y puede que la necesite.

A Yago le extrañó su respuesta por ser más extensa de lo habitual.

Volker descabalgó de Azul y se dispuso a observar lleno de interés lo que acontecía entre ellos, manteniéndose a cierta distancia. Nunca había visto trabajar a Yago y sintió curiosidad. Se preguntaba cómo respondería delante de la gente, qué hablaría o cómo se comportaría con ellos; y esa podía ser una buena oportunidad para descubrirlo.

El caballero, a pesar de las muchas ocasiones que había visto al muchacho, se fijó en él como si fuera la primera vez. Sobre todo en su expresión; encontró un aire curioso en ella, como si al mirarlo no mirara.

—Nunca te he preguntado tu nombre.

—Yago…, Yago de Jerez.

—Jerez, ya… Creo que es una ciudad hermosa, rica en palacios, iglesias, y también dicen que en caballos, aunque yo sigo prefiriendo los napolitanos.

Un mozo de cuadras entró llevando de la mano a su nuevo ejemplar.

El noble se hizo con su cabezada y lo forzó a dar un par de vueltas, para que se enseñara mejor. El animal resopló inquieto. Yago se le acercó, le rascó el cuello para que se tranquilizara, pero a cambio sintió una extraña tensión. Lo miró a los ojos y descubrió en ellos una sombra de miedo.

—Tú que andas siempre entre caballos, dime qué te parece este.

Yago conocía su raza muy bien, como todas las que estaban presentes en las cuadras de Castel Nuovo. Se trataba de un caballo napolitano, de cabeza acarnerada y formas redondeadas, tozudo para la doma y bueno para el paseo. Pero en las caballerizas del virrey, esa no era la raza que más abundaba, sino la de las Murgues, una raza de animales duros y briosos, que Volker había seleccionado para el ejercicio militar, nacida de una mezcla entre caballo español, napolitano y oriental. Y también disponían de otra estirpe de precioso perfil y bello nombre, la de San Fratelano, muy abundante en Sicilia y por cuyas venas corrían sangres húngaras, marismeñas y de nuevo un poco de napolitana.

—Es bello… —Yago respondió con parquedad, pero sin querer parecer descortés. El animal tenía grandes defectos que saltaban a la vista, sin embargo, prefirió callar mientras le ajustaba la montura.

—Se nota que tienes buen ojo, muchacho. —El hombre tomó apoyo en el estribo y lo montó. Sujetó la brida con una mano y chasqueó la boca para hacerlo andar. El caballo respondió a su deseo y en unos segundos desaparecieron de la cuadra.

Volker se acercó hasta Yago y le repitió la misma pregunta, seguro de que no había dicho lo que pensaba de verdad sobre el animal.

—Era grande, ancho…, pero no… estaba… —se le trabó la lengua— pro… proporcionado.

Su apreciación despertó la curiosidad en Volker.

—¿Me podrías explicar por qué piensas eso? ¿Y a qué proporciones te refieres?

Yago buscó a Azul. Sin explicarse rozó con su mano el cuello del animal y la desplazó muy despacio hasta tocar su pecho. De allí subió hasta la cruz, y en un recorrido suave, sin levantarla en ningún momento, la llevó hasta el maslo de la cola. Luego bajó por su muslo, y con los dedos extendidos, buscó uno de los cascos.

Volker recordó la primera vez que le había visto hacer algo parecido en Jamaica, con los caballos de Blasco, pero nunca había entendido qué significaba para Yago ese proceder. Se hacía evidente que no se trataba de caricias, parecía medir, calibrar con sus manos. Recordó un pequeño manual sobre caballos procedente de la biblioteca privada del virrey, cuya lectura le había fascinado. En él, se daba a entender que en el caballo, al igual que sucedía con la escultura y arquitectura, la belleza dependía de un cierto equilibrio en sus proporciones. Su autor defendía que el caballo era una de las criaturas más bellas de la naturaleza debido a una relación única entre su altura, profundidad y ancho, y destacaba que era en esas proporciones donde radicaba la clave de su estética. Distancias, ejes y puntos de referencia. El libro contenía varios dibujos donde estaban plasmadas ciertas líneas que recorrían la anatomía del caballo que, según cómo se relacionaban después entre sí, establecían unos grados de valoración. Una de ellas partía desde la base de las orejas y terminaba en la cruz, otra tomaba como inicio el punto más alto de la espalda y bajaba hasta el casco de la pata delantera, y como esas había muchas más.

Pero tratándose de Yago, lo curioso era que Volker veía que con los movimientos de sus manos dibujaba alguna de esas mismas líneas, y nadie se lo había enseñado. Le acarició la cabellera en un gesto de cariño.

—Cada día estoy más seguro de que ahí dentro —señaló su cabeza con un dedo— posees un maravilloso mundo que todavía no conocemos, y también que, por algún motivo que todavía soy incapaz de interpretar, cuando lo haces asomar al exterior suele deberse a la influencia de un caballo.

Yago escuchaba con atención sus palabras aunque pareciese estar distraído mientras cepillaba a Azul.

Volker expresó en voz alta un pensamiento que acababa de tener.

—Con tu anterior trabajo no hemos acertado y si consideramos el que haces ahora, no creo que tampoco te enriquezca demasiado… ¿Te gustaría colaborar conmigo en un difícil encargo que tengo entre manos? Quizá podrías ayudarme, y mucho.

—Yago ayudar…, sí. —Miró feliz a Volker.

—Perfecto, pero antes de hacer nada, tenemos que conseguir que te conozca una persona… Lo organizaré todo para mañana mismo.

—¿Y Camilo? —su voz surgió con un tono suplicante, desde el mismísimo corazón.

Volker sintió la responsabilidad de tan doloroso retraso, y prometió llevarlo una vez volviera de un viaje a Sicilia que tenía comprometido hacer con el virrey.

—Lo verás en menos de dos semanas; tienes mi palabra.

VI

Carmen apareció a la mañana siguiente con un precioso vestido de color verde, la sonrisa más bonita del mundo y una mirada limpia, alegre y grande.

Buscaba a Yago, pero también a Volker.

Sus preciosos ojos ejercían un irresistible poder de atracción sobre todo el que se asomaba a ellos, pero cuando lo hacía Volker, se sentía el hombre más afortunado del mundo.

El tiempo transcurrido y sobre todo las diferentes circunstancias de sus actuales vidas les habían hecho cambiar.

Su relación ya no se sustentaba en un compromiso de deber como en Jamaica, y Volker había dejado de refrenar sus emociones hacia ella. Su espontaneidad le deshacía, quebraba su rigidez mental y tenía poco que ver con la mentalidad estricta, a veces inflexible, que le caracterizaba. Pero sin duda, era su sonrisa lo que le dejaba más desprotegido y sin su coraza de hombre recio, hasta llegar a desear perderse en su mundo.

Desde muy pronto Carmen fue consciente de ello, y aunque le echó de menos en su viaje a Siena, empleó esa ausencia para analizar sus propios sentimientos y pensar.

La realidad es que Volker le agradaba, pero tenía miedo, miedo a no ser capaz de ofrecerle lo que se merecía y que su corazón no hubiese curado todavía las heridas de sus dolorosos recuerdos. Se veía como una mujer vencida por su pasado e incapaz de entregarse de nuevo a un hombre. Consciente del pesado lastre que arrastraba, decidió ocultarle sus sentimientos y dejarlo libre. Libre para encontrar a otra mujer que le hiciera más feliz, una persona sin un pasado como el suyo y sin tantas turbulencias emocionales.

Encontró a Yago abrillantando un hermoso carruaje en una de las dependencias anexas a las caballerizas de Castel Nuovo. Acababan de traerlo, todavía no había sido usado, y aparte de su notable tamaño llamaba la atención por la calidez de su madera y la profusión de adornos en faroles y puertas, así como las incrustaciones de cobre y los magníficos terciopelos que enriquecían sus asientos e interiores.

—Hoy te noto más feliz, ¿se puede saber por qué?

Yago recibió con una sonrisa el beso de Carmen en su mejilla.

—Yago… ver pronto a Camilo… Contento.

El empeño de Carmen por Yago había sido poco comprendido por sus amistades y menos aún por sus padres. Unos y otros habían demostrado tener una escasa sensibilidad con la difícil realidad del muchacho, y desde luego ni la más mínima comprensión hacia ella después de lo sucedido en Jamaica. Su padre, incluso, la había hecho culpable de la locura de Blasco. El recuerdo de sus últimas palabras le hería el alma hasta el extremo.

—¡Todas las mujeres sois iguales! —le llegó a decir—. Dejáis de admirar a vuestro hombre cuando aparece otro que se fija un poco en vosotras, y termináis volviendo locos a unos y a otros.

Además de lo difícil que suponía asumir que esas palabras saliesen de la boca de un padre, para Carmen el comentario en sí era humillante y falso; ojalá la demencia de Blasco se hubiera debido a un ataque de celos y no al efecto de su cerebro enfermo.

Miró a Yago. Estar pendiente de él no era ninguna tarea ingrata, todo lo contrario. Pasaban las semanas y cada día lo veía mejor, más tranquilo. Sin embargo, ella no estaba pasando por sus mejores momentos. La casa familiar se parecía cada día más a una cárcel, y los agrios comentarios sobre sus posibilidades sentimentales empezaban a saberle peor que una irritante condena. Su madre pensaba que no iba a encontrar a nadie que volviera a quererla, y su padre sencillamente no terminaba de perdonarle su fracaso. Ambos la tachaban de perfecta artífice de su nefasto destino, y atribuían sus errores a su espíritu caprichoso e inmaduro. Según le decían, si se hubiese comportado como una mujer de verdad, habría hecho feliz a su marido y seguiría con él.

Carmen, ante el tono de las apreciaciones que hacían sobre su desgracia, no podía dejar de sentirse en su propia casa como una intrusa; dependiente de un padre que no terminaba de bendecir su presencia, y de una madre que, si no lo compartía, tampoco hacía mucho por defenderla.

Frente a tan incómodo trance, sentía un enorme alivio cada vez que iba a ver a sus amigos. Era uno de los pocos consuelos que le quedaban frente al infierno de vivir en su casa.

En esos pensamientos estaba cuando apareció Volker.

—Dentro de unos minutos empezaremos a entrenar por primera vez a los potros que trajimos de Córdoba —comentó sonriente—. Os espero en la carpa, he invitado a un personaje que me gustaría que conocieras, Yago…

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