Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Al llegar a una plaza de grandes proporciones, luminosa y salpicada por enormes palmeras, los hicieron sentarse uno al lado del otro formando una fila que casi cerraba el paso de todo el que quisiera atravesarla. De ese modo se aseguraban una mayor recaudación. Yago no supo qué debía hacer, pero pronto imitó a los demás; estiró la mano y se puso a cantar con ellos una canción desconocida que rumoreó hasta aprendérsela. Miró al cielo, respiró el aroma a flor de azahar que inundaba los alrededores y se sintió de maravilla. El solo hecho de haber abandonado las sombras del lúgubre hospital y de poder sentir sobre su rostro la brisa templada del mediodía, y con ella unos tímidos pero cálidos rayos de sol, le estaba pareciendo la experiencia más agradable que recordaba en los casi dos meses que llevaba encerrado.
Antes de salir estuvo con su compañero de celda, Sancho, de quien no había conseguido ninguna reacción. Desde hacía cinco días no hablaba, estaba más perdido de lo habitual, como en un mundo aparte, y a diferencia de otras ocasiones no se le veía con intención de regresar. Yago pensó que estaba pasando un momento de desvarío o que se había colado en algún lugar de su mente del que ahora no sabía volver. Nunca había entendido qué sucedía dentro de la cabeza de Sancho, ni qué causaba los cambios tan extremos en su carácter o en sus reacciones. Pero desde el día que apareció con una pequeña herida en la sien, su transformación fue absoluta. Se la había mirado lleno de curiosidad. Tendría el tamaño de un guisante y apenas estaba tapada con una incipiente costra, a dos o tres dedos de una de sus cejas.
—Sancho, ¿me escuchas? —poco antes de su salida se lo repitió una y otra vez sin obtener ninguna respuesta. Comprobó que la herida le supuraba. Se la lavó con su propia saliva, lo único de lo que disponía, pero al limpiarla, y a pesar de guardar el máximo cuidado, se le desprendió la piel y a Yago le pareció que tenía como un agujero. Se apartó ante el fétido olor que desprendía.
—Mírame. —Le sujetó la cara con las dos manos y se enfrentó a su rostro.
Sancho parecía no ver. Su expresión era vacía, como muerta. Además llevaba dos noches volviendo de madrugada después de que el portero lo viniera a buscar al terminar la cena. Yago no sabía a dónde le llevaban o qué hacía, porque Sancho se había quedado mudo. Volvía congelado, tal vez después de haber pasado un buen rato en la calle, y las dos veces con las manos ensangrentadas.
Yago sufría al verlo así. A pesar de sus desvaríos era el único que le transmitía cercanía y afecto dentro del hospital. Empezó a sospechar de Beltrán. No sabía qué le había hecho, pero desde hacía cincos días, y tras la operación a la que le habían sometido, algo grave le sucedía. Llevaba los brazos invadidos de pinchazos, por donde pensó que debían estar introduciéndole las medicinas para sacarle de su enfermedad, según le había dicho el director. Pero Yago tenía la sensación contraria. Cada día Sancho parecía estar atrapado en otra realidad, cerrada al resto y sin salida.
Además apenas comía.
Se fijó desde entonces en el resto de los internos. Al menos contabilizó a otros dos con semejantes heridas en la cabeza, aunque no en el mismo sitio. Parecían absortos, pero sin estarlo hacia nada en concreto. Sus miradas eran similares a la de Sancho. En los tres casos ninguno hablaba, se limitaban a obedecer a lo que se les decía como si fueran máquinas.
Algo muy extraño estaba sucediendo en el hospital. Se pasó toda la mañana en la plaza de la catedral sentado en el suelo junto con el resto de los enfermos. Uno de los porteros con los que iban se encargaba de iniciar un salmo, y a partir de entonces cada uno iba a su ritmo, pocos conocían la letra en su totalidad y el resultado parecía cualquier cosa menos un coro. Pero a la gente le debía de resultar gracioso, porque se les acercaban sonriendo y les lanzaban monedas al interior de un sombrero de ala ancha que se dejaba a los pies del grupo.
Yago pudo escuchar a varias mujeres que pedían a sus maridos que les comprasen uno. Señalaban en especial a los enanos, y aquel día había tres en su grupo. La gente estaba dispuesta a pagar por ellos solo para que amenizaran sus fiestas y para enseñarlos con orgullo a sus amistades. Al parecer se había puesto de moda, entre las clases más altas, y era todo un signo de distinción, imitando lo que hacían los reyes con los bufones de palacio.
Durante las tres horas que se mantuvieron en la plaza, Yago disfrutó sobre todo de las miradas de los niños. Eran inocentes, limpias, sencillas, y él las entendía. De todas las que recibió esa mañana, le impactó la de una niña morena, muy enclenque, que corrió hacia él soltándose de su madre para besarlo en la mejilla, decirle hola y darse media vuelta en busca de su asustada progenitora. Cuando Yago se tocó donde lo había besado, se sintió profundamente feliz. No había recibido muchos besos en su vida, pero el de esa niña lo compensaba, quizá a causa de su espontaneidad. Tenía comprobado que sus diferencias le distanciaban de todo el mundo, aunque quería imaginar que un día sería capaz de atraer a alguien.
Ese beso lo ayudó a entender que la felicidad tenía que ver con la voluntad, con el hecho de darse a los demás. Pensó de inmediato en su amigo Sancho y se propuso hacer algo por él, lo que fuera para que no siguieran perjudicándolo más.
Horas después, en el despacho del director, escuchó una conversación, que le inquietó, entre Beltrán Dávalos y el barbero. Yago extendía el brazo para su habitual sangría. Parecía abstraído, pero no lo estaba.
—Mi técnica no es compleja pero requiere mucha precisión para perforar el hueso. —Marcos llevaba en sus manos un cráneo con dos agujeros de diferente grosor por encima de la cuenca ocular—. Como pudisteis ver, el primero al que se lo hicimos perdió la visión y el habla.
—Taladré donde me señalasteis —se justificó Beltrán, quien ya se atrevía a practicar la operación solo después de haberlo visto hacer seis veces, la última de ellas a Sancho.
—Lo sé. Es cierto. Algunos tumores son tan pequeños que cuesta localizarlos desde fuera. Me visteis golpear el hueso con el martillo pero apenas conseguí detectar un cambio de sonido. Fue tan débil la diferencia que por eso erré el lugar —comentó Marcos a la vez que le clavaba a Yago la lanceta en la vena sin ningún cuidado. El chico se quejó.
Beltrán abrió un libro y buscó una ilustración de un cráneo seccionado en dos, en la que se indicaba en qué parte del cerebro residía cada función del cuerpo. Lo puso en manos de Marcos.
—Se duda sobre la existencia de un centro específico donde se forme la voluntad, y por tanto donde poder anularla. Pero yo creo haberlo encontrado. —Señaló en el libro un punto por encima de la oreja, a dos dedos de ella y un poco a la izquierda, el lugar que había probado con Sancho.
—Los mejores médicos que han estudiado el cerebro afirman que en sus cuatro ventrículos residen la memoria, la imaginación y el intelecto —explicó Marcos—. Tal vez en uno de los cuatro se encuentre la voluntad… Lo desconozco, pero sí sé por experiencia que al extraer un fragmento de determinadas zonas, se provocan cambios inmediatos en las funciones del individuo, incluso la pérdida de alguno de los sentidos. Por tanto, me da la impresión de que hay funciones del cuerpo, y no solo de la mente, que dependen del cerebro.
Beltrán miró el tomo de otro libro que hablaba de las insanias y buscó con rapidez una página, pero antes hizo que se llevaran a Yago a otra sala para que le administraran unos vahos que iba a probar con él por primera vez. El chico se quedó a medias de la conversación pero ellos siguieron.
—Con Sancho creo que he localizado el lugar, o al menos me he acercado porque desde entonces ha cambiado su forma de ser de un modo radical. He de observarlo más, antes de llegar a una conclusión, sin embargo, parece que ha perdido la capacidad de pensar por sí mismo. —Los ojos de Beltrán brillaban de emoción.
Marcos lo miró con cierta frustración.
A veces llegaba a pensar que estaba más loco que los mismos residentes. Vivía obsesionado con conseguir hombres sin pensamiento, más parecidos a animales que a personas, para luego mandárselos a su hermano.
El solo hecho de participar en los experimentos, poniendo de su parte el amplio conocimiento que poseía, le parecía un acto detestable y se culpaba por ello. Y a pesar de eso, después de su pasado fracaso y de haber sido expulsado de la profesión por el Tribunal del Protomedicato, no le quedaba más remedio que seguir haciendo lo que el director del hospital le pedía, aunque su tormento era cada día más profundo.
Enseñaba a Beltrán a operar cuando no debía hacerlo y conocía cuáles eran las terribles consecuencias del más mínimo error en ese tipo de cirugías.
Había hecho un juramento médico.
Cada día se prometía dejar de ayudarle, fugarse del hospital y no colaborar en ese despropósito, pero le podía más el orujo, el vino o cualquier licor que cayera en sus manos, y también la comodidad. Como Beltrán lo sabía, se encargaba de que nunca le faltara en su habitación algo de beber.
Un comentario del director le devolvió a su despacho.
—Entre los siguientes que quiero trepanar estará ese muchacho, Yago. Es fuerte, de buena constitución y está visto que con los métodos tradicionales no se consigue nada. Si le rebajo la presión que causa el exceso de bilis negra en su cabeza y de paso consigo eliminar su pensamiento, mi hermano sabrá sacarle el mejor partido… Me ayudaréis ¿verdad?
Marcos no contestó. Decidió que sus devaneos habían llegado demasiado lejos. En solo una semana llevaba hechas seis operaciones y los resultados habían sido nefastos, algunos ni lo podían contar porque habían muerto.
—Ese muchacho no se corregirá con esa operación… —Las manos le sudaron con exageración y se sintió mareado. De pronto, recordó con enorme dolor lo sucedido con aquel otro joven de idénticos síntomas a Yago, hijo de un importante hombre de Estado. Le había practicado esa misma intervención y como resultado el chico se quedó ciego, mudo, sin ninguna capacidad de controlar sus esfínteres y con un permanente temblor en brazos y piernas. La trepanación practicada le dejó inútil para el resto de su vida, lo que su padre nunca llegó a perdonarle, y supuso su expulsión de la medicina.
—¿Queréis entonces que le opere solo? —insistió Beltrán.
Marcos suspiró sin saber qué decir. Su corazón se aceleró. Sintió lástima por Yago. Llevaba semanas observándolo y sabía con toda certeza que no era un demente, no quería repetir el mismo error, pero al final, nunca se atrevía a contrariar a Beltrán.
—Bueno, tal vez os ayude, sí —el tono de voz no demostraba demasiado convencimiento.
—Perfecto. Marcos, ahora mandaré que os vuelvan a traer a Yago para que terminéis con su sangría. Yo he de salir. —Beltrán se enfundó en su gabán y le dio una palmada en la espalda.
—Terminaré pronto —comentó Marcos.
Apenas le sacó una ampolla pequeña de sangre antes de devolverlo a su celda. Una sombra de preocupación recorrió su mente. En solo cuatro días iba a tener que enfrentarse a una operación que no deseaba hacer. Tenía que pensar algo…
Aquella noche Yago durmió mal. Le dolían el brazo por la sangría y la nariz al haber respirado un apestoso humo, pero sobre todo fue la preocupación por la ausencia una noche más de Sancho, y por lo que había oído hablar a Beltrán y al barbero.
Su extrañeza aumentó aún más al no ver aparecer a su compañero en los dos días siguientes. Desesperado, preguntó a un vigilante, pero este le mandó al infierno.
No sabía qué pensar.
Esa tarde vinieron a por él y lo llevaron en volandas al despacho de Beltrán. Quedó atado a la silla y esperó inquieto, más bien atacado de miedo, a que apareciese ese hombre. Entró secándose las manos con una toalla.
—Mi buen Yago… —El chico sintió un respingo al escucharlo a su espalda—. Me han contado que andas preguntando por Sancho, ¿verdad?
El muchacho se lo confirmó con la cabeza.
—El pobre murió hace tres días —soltó de sopetón la noticia.
Yago sintió una enorme pena y empezó a notarse como ahogado, incapaz de hablar.
—¿No dices nada? —Beltrán acercó su cara hasta rozar la suya y estudió su reacción—. Pero ¿cómo te costará tanto expresarte? Eres un tipo curioso… Supongo que te sientes afectado, pero no puedes demostrarlo.
—Le hab… habéis matado… —Yago consiguió hablar.
—No lo veas de ese modo, no. Gracias a Sancho he podido sacar conclusiones muy interesantes que beneficiarán a otros, tal vez a ti. Míralo mejor así, él ha dado su vida por los demás.
Yago asoció el agujero en el cráneo de Sancho con su muerte y sintió pánico. Buscó a su alrededor qué instrumento le serviría para ello, horrorizado al imaginarse en la misma situación. Trató de soltarse de las ataduras, pero al serle imposible suspiró con resignación. Beltrán salió del despacho y él se temió lo peor.
Cuando Beltrán volvió llevaba entre las manos varios utensilios que Yago estudió con ansiedad, pero no eran sino los comunes para una sangría.
—Hoy te sangraré yo mismo y mañana también. Pero la próxima vez te mantendremos en ayuno desde la noche anterior, y una vez acabe la operación, empezará para ti una nueva vida. Te va a ayudar, ya lo verás…
* * *
Llegado el día, Yago fue atado al asiento con más firmeza de lo normal, le pusieron un gran paño de algodón que le tapaba todo el cuerpo, y entre Beltrán y un ayudante consiguieron fijarle la cabeza con unas piezas metálicas hasta obtener su completa inmovilidad.
Sin dar más explicaciones, el director empezó a colocar una preocupante variedad de instrumentos metálicos sobre unas bandejas, al lado del sillón. Iba y venía silbando una repetitiva melodía a la espera de Marcos, a quien acababa de avisar para que lo guiase en la compleja trepanación que iba a practicar a Yago, una de las más delicadas.
—¿Se le ha enfriado ya la cabeza? —preguntó el director a su segundo ayudante.
—Se ha resistido como nunca, pero ha estado dentro del agua como poco diez veces, y un par de minutos cada una. El agua estaba helada, pues apenas podían soportarlo mis manos.
—Perfecto, perfecto… —Beltrán volvió a silbar feliz y se plantó delante de Yago—. No temas nada, muchacho. ¡Un día me lo agradecerás!
Como lo único que podía mover eran los ojos, los dirigió hacia él aterrorizado. Sabía qué iba a sucederle, se imaginaba la misma herida que la de Sancho, e idéntico final. Una lágrima se le escapó al saber que se estaban consumiendo sus últimas horas de vida. Nunca había sentido tanto miedo como en esos momentos.