Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Luis se vio entre la espada y la pared y decidió que había llegado el momento.
—Martín, escúchame ahora; he de decirte algo muy importante… —Se rascó la barbilla buscando las palabras más adecuadas—. Hemos hecho cosas grandes juntos, algunas muy rentables y nunca hemos discutido, no. Pero ahora ha llegado el momento de separar nuestros destinos, de distanciarnos.
—¿A qué te refieres? —Martín se enderezó en la silla extrañado por el sorprendente comentario.
—Sabes que llevo años detrás de la secretaría del Emperador, nunca te lo he escondido. Pero después de tantear mis posibilidades he llegado a la conclusión de que solo lo conseguiré si gano muchísimo más dinero que ahora. He de comprar ese puesto. Y como bien sabes, la acción que pretendemos con el oro de las Indias me lo puede dar casi de un solo golpe. Y ahí está una parte del problema. Todo lo que hasta ahora se ha hecho lo he ideado, promovido, negociado y encadenado en cada uno de sus pasos yo solo. ¿Es verdad o no?
Martín abrió la boca de par en par imaginándose a dónde iba a llegar con su argumento, pero no pudo dejar de confirmar que estaba en lo cierto.
—Pero…
—Espera y escucha… —Luis lo interrumpió—. Una secretaría como la que quiero me va a exigir estar en negocios y lugares que ni tú ni yo hemos conocido. Ahora somos lo que hemos llegado a ser gracias a nuestro entorno de influencias. Pero ya no puedo comprometerme en actividades menores. He de mirar mucho más arriba, más alto; mi sueño necesita otras aspiraciones y tengo los contactos necesarios.
—¿No estarás dejándome en la estacada? —Sonrió de un modo forzado.
—No es así como quiero verlo, pero debo empezar a actuar ya, sin esperar mucho más.
Tras su respuesta la tensión creció significativamente.
—A ver, un momento. ¿No estarás pensando en nuestro negocio del oro, verdad? —preguntó Martín clavándole la mirada.
—Eres agudo. Siempre lo has sido. En efecto, no cuento contigo para ese menester.
La anterior sonrisa de Martín se transformó en una tensa mueca.
—Me vienes a contar que pretendes romper lazos con tu mujer, con esta tierra, y ¿ahora conmigo?
—Jerez es una ciudad pequeña, y todo lo que se mueve alrededor de ella también lo es… Quiero ver otras cosas, trabajar en otros lugares más cerca de la corte del Emperador, donde de verdad se mueven las influencias y los favores. He de hacerme más conocido por allá, dedicar mis esfuerzos a ello, e ir preparando una buena cantidad de dinero para pagar todo.
—Dinero… Ya… —soltó Martín, lacónico.
—Necesito trescientos mil ducados para ser nombrado secretario del Emperador. Para obtener esa cifra no puedo pensar en negocios pequeños, ni tampoco compartir los beneficios.
—Y todo lo que hemos hecho hasta ahora ¿no supone nada para ti?
Luis quiso aclarar mejor su posición y a la vez rebajar su crudeza.
—Sí, por supuesto; se llama pasado. Pero también presente, si tú quieres. Los tratos y negocios en los que estamos metidos no querría dejarlos. Hasta hoy nos han dado muy buenos resultados, y todavía pueden seguir haciéndolo. Entiéndeme, donde quiero volar solo es en aquellos otros que tengo en mente, y desde luego en el del oro.
Martín se sintió pisoteado, dolido, y su paciencia rozó el límite de lo aceptable. Empezó a dar vueltas y más vueltas alrededor de Luis, resoplando furioso, hasta que de repente se detuvo frente a él.
—Me siento traicionado…
Luis esperaba esa reacción. Lo miró a los ojos y eligió su mejor arma de convicción para dirigirse de nuevo a él.
—¿De verdad crees que te traiciono por querer ver cumplido mi gran sueño?
—No utilices conmigo ese tipo de estratagemas. Te conozco.
—Está bien. Tienes razón. Necesito dar ese paso. Sé que te pido demasiado, pero me gustaría hacerlo contando con tu apoyo. No dejas de ser mi mejor amigo…
Martín bajó la cabeza y se rascó el mentón sintiéndose completamente encerrado. Lo que le pedía era excesivo pero en parte comprensible. Por un lado sentía una profunda decepción que le llevaba a desear a Luis toda suerte de fracasos en su nueva trayectoria, pero cuando buscaba con qué palabras se lo iba a decir, una parte de sí mismo le frenaba. Intentó serenarse y pensar, ponerse en el pellejo de su socio y entender su postura. En esa batalla interior que se libró en no muchos minutos y con un expectante silencio, Martín tomó una decisión. Al volver a mirar a los ojos a Luis se lo dijo todo, sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra.
—Gracias. —Luis se abrazó a él orgulloso de lo que hacía.
—De gracias nada. Vete pensando cómo me lo vas a compensar.
—Lo haré. Créeme que lo haré…
* * *
Llevaba dos meses seguidos sin parar de llover y la isla estaba tan cargada de agua que parecía estar a punto de hundirse.
Jamaica era así en tiempo de lluvias.
Pero ni el agua ni el viento huracanado del norte parecían importarle a un hombre que caminaba a diario por la orilla de la bahía de Caguaya, recuperándose de las heridas sufridas tan solo hacía dos semanas.
La puñalada de Luis Espinosa había seccionado un tendón de su pierna izquierda y como recuerdo le había quedado una cojera que ya tendría para siempre. Le costaba flexionarla, y aunque no fuera muy exagerado, su caminar no era normal.
Su cuerpo poseía un amplio muestrario de cicatrices, pero la peor de ellas no se veía, vivía en su interior y se llamaba ira; un sentimiento que apenas le dejaba vivir y que no hacía más que crecer.
Fabián acarició la arena, recogió un puñado y se la guardó en un bolsillo. Decidió que le serviría como recuerdo permanente para saber quién era, a quién le debía la vida y también a quién se la quitaría.
Pensaba que la libertad, su libertad, solo sería completa cuando viera a Luis Espinosa pagar el justo precio de sus pecados. La impotencia de no poder actuar durante su convalecencia le había embargado de tal manera que su sangre reclamaba un solo alimento: venganza.
Esa misma tarde, como tantas otras había sucedido, se arrodilló en el mismo lugar que había podido ser su último destino cuando por suerte apareció aquel hombre en el preciso momento en que Luis iba a darle muerte, y miró al cielo agradecido, un día más, con la convicción de que el cambio en su suerte le acarrearía una nueva tarea, y un compromiso por cumplirla.
Al caminar por la playa, poco antes del anochecer, con el efecto de las olas batiendo sobre sus pies, recordó lo que su padre le había repetido cada vez que las contrariedades habían empañado su vida. Aún podía escuchar sus palabras… «Nunca dejes que el odio supere a tu voluntad. Sé más inteligente que tu contrario, domínalo en sus debilidades, no busques el frente abierto, y ganarás.» Al meditar en ello supo que tenía razón.
Y así, entre algas, arena, y un cielo roto en colores ocres y rojos, Fabián entendió que para derrotar a Luis Espinosa y vengar todo el dolor que le había producido debía despojarse primero de aquella costra de resentimiento y buscar su derrota no con puñales o flechas, sino con cabeza y haciendo que la justicia le impusiera su definitivo castigo.
Cuatro semanas después se enroló en una carraca que transportaba tabaco y cacao a Sevilla.
Viajaba sin más equipaje que la ropa puesta, su disposición a actuar contra Luis en su propio terreno, y muchas ganas de volver a Jerez.
Algunos días antes de embarcar, se percató de que un hombre lo había estado siguiendo. Una tarde lo esperó agazapado en un callejón, y al neutralizarlo primero y amenazar su cuello con una daga después, supo a qué venía; el tipo trabajaba para un tal Hugo de Casina, militar allegado al gobernador, y sus órdenes eran liquidarlo. No llegó a entender qué motivos tendría aquel desconocido para desearle esa suerte y quiso imaginar la mano de Luis detrás, pero no lo pudo confirmar… Cuando el sicario se negó a dar más detalles que Fabián le exigía, dejó su vida allí, entre dos barriles vacíos y unas cajas de pescado.
A partir de entonces anduvo con más cuidado sin dejar su espalda desprotegida en ningún momento. Preguntó en el puerto a quien parecía estar más al corriente de los movimientos de barcos y viajeros, pero nada le supieron decir sobre Camilo o Luis Espinosa. No sabía si seguían en la isla o habían embarcado.
Sin dinero, y con poco más que hacer por allí, buscó quién le podía dar trabajo. Tuvo suerte, pues coincidió la repentina indisposición de un cocinero con la inmediata salida de su embarcación hacia el Puerto de Santa María. A su maestre le mintió cuando aseguró que conocía bien el oficio, y pudo así conseguir trabajo, viajar gratis, y poner por fin rumbo a tierra firme.
* * *
Yago pudo saber en persona cómo conseguía el director del hospital, llamado de Locos e Inocentes, sacar a sus internos de los silencios. Le arreó una vez más con una fusta entre la nuca y las orejas, causándole un enorme dolor.
Protestó, pero solo escuchó a Beltrán Dávalos decirle a otro hombre que estaba a su lado que no había otra cosa mejor que la fusta para valorar el grado de sensibilidad y el umbral de dolor en los nuevos pacientes, algo imprescindible para decidir sus tratamientos posteriores y saber contra qué mal se enfrentaba.
—Los hay que ni se inmutan. Este creo que padece de melancolía —resolvió Beltrán—. Pero vos, Marcos, como buen médico que fuisteis y ahora mi barbero, seguramente tendréis vuestra propia opinión.
El hombre de ojillos vivarachos y melena recogida en una trenza no quiso responder para no contrariar su diagnóstico. Aunque reconoció de inmediato el tipo de trastorno que Yago sufría, pues lo había visto en otros pacientes que compartían esa peculiar manera de mirar o las mismas dificultades para expresarse, no quiso confesarlo a su nuevo jefe. Llevaba poco tiempo con él y todavía no se había acostumbrado a su nueva condición. Años atrás había tenido una prestigiosa consulta en Granada, estaba considerado por entonces como una de las mayores eminencias en dolencias mentales, y la gente acudía a él. Pero la suerte cambió cuando tuvo aquel gravísimo problema, eso lo trastocó todo.
Su trabajo en el Hospital de Locos e Inocentes se lo debía a Beltrán, quien le había aceptado en su institución cuando en ningún otro sitio le daban ninguna oportunidad, ni para ejercer tareas menores.
Los conocimientos que poseía eran muy superiores a los de su patrón, pero trataba por todos los medios de que no se notase mucho y así no desagradarle más de la cuenta. Por eso, como acababa de hacer con el nuevo muchacho, siempre le daba la razón.
—Tenéis buen ojo clínico, sí —respondió con rotundidad para orgullo de Beltrán.
—Vos, que sois siempre muy benévolo conmigo. —Sonrió sin disimulo.
El despacho del director Beltrán Dávalos estaba siempre limpio e impecable y era el único espacio ordenado y con cierta clase en todo el edificio. Yago se fijó en cada uno de los objetos que lo decoraban sin saber qué iban a hacer con él ni entender para qué estaba allí.
Había pasado un mes desde que vio partir a Camilo; varias semanas tirado en la calle recogiendo limosna para aquellos hombres que lo maltrataban a pesar de que les hacía ganar dinero, y tres jornadas que llevaba en ese lugar.
—Y ahora respóndeme, ¿serías capaz de decirme los días de la semana?
Yago lo miró de reojo y se acurrucó en el sillón sin ninguna gana de contestar.
Beltrán se le acercó tanto que sintió el aliento sobre su mejilla.
—¿No lo sabes o no quieres hablar?
Yago refunfuñó.
El director cogió la fusta impertérrito y le sacudió tres golpes en las manos con todas sus fuerzas. El forzado movimiento hizo que al hombre se le desparramara un penacho de pelo por la frente, que de inmediato se dispuso a colocar con presunción. Le recomendó a Yago que si sabía hablar lo hiciera en ese justo momento.
—No lo sé…
La contestación pareció tranquilizarle. Se dirigió al barbero, a Marcos, quien miraba la escena con interés profesional.
—Dejadme algo de dinero, si lo lleváis encima.
El barbero dejó caer sobre la mesa una bolsa con diez ducados que tintinearon al chocar con la madera. Beltrán sacó las monedas, se las enseñó primero a Yago y pidió que las contara.
El muchacho las empezó a mover en su mano, pero no supo decir cuántas había. Recordaba que algo parecido le había ocurrido en la isla de la Camacha, en la escuela de la cartuja, pero como por entonces no había prestado demasiada atención, no sabía contar en orden.
—Siete, dos… uhmmm, dos, cinco…
Beltrán explicó a Marcos que esa prueba le iba a ayudar a clasificar su trastorno y decidir dónde colocarle con los residentes más parecidos. Marcos no solía estar presente en esas sesiones, por eso se le hacía nuevo.
—He comprobado que así no se hieren tanto entre ellos.
El barbero conocía cuáles eran los orígenes de muchos de aquellos trastornos y los inconvenientes de poner a esos enfermos juntos, pero guardaba un prudente silencio… Él estaba allí para realizar sangrías y algún tratamiento sencillo. Además, conocía los planes que ejecutaba con ciertos internos, los más fuertes, a quienes, una vez que había conseguido anular su voluntad, enviaba a su hermano a Jerez.
Tenía claro que Beltrán Dávalos sabía bien lo que quería. Las preguntas que hacía eran las más adecuadas para valorar el estado mental del chico y su gravedad; él mismo las había repetido en innumerables ocasiones.
Miró con ansiedad la botella de licor que el director guardaba para las visitas debajo del ventanal que daba a la calle Real. La bebida había sido la más leal compañera y casi la única que había tenido para hacer frente a sus adversidades; gracias a ella su vida era medio agradable.
—Dime nombres de alguien de tu familia, o si lo prefieres, de tus más allegados.
Después de diagnosticarle la melancolía, Beltrán sospechaba que también estaba
salido de su memoria
, pues era esa la denominación que se hacía en el Código de las Siete Partidas a alguien con sus mismos síntomas, libro que acariciaba en ese momento, orgulloso de disponer de él en su rica biblioteca privada.
Yago tartamudeó un poco, pero consiguió nombrar a tres.
—Caballo… Hiasy… y Camilo.
Aquello fue suficiente y a la vez definitivo para Beltrán. El joven no usaba bien los nombres y su respuesta era del todo incoherente. Aparte de Camilo, el otro nombre no existía en el santoral, y había confundido el tercero con un animal. Pero además de ese detalle, no había coordinado bien los números y tampoco reconocía en qué día vivía.