Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Yago se acurrucó en su camastro, apenas un pellejo sucio de cabra con algo de paja por debajo y más chinches que pelo.
Se dio cuenta de que su vida no le gustaba nada, pensó que estaba siendo demasiado dura y se resumía en un final casi siempre fatal… Se le escapó una lágrima temiéndose que se pasaría el resto de sus días allí dentro, al no saber qué podía hacer para cambiar su funesto destino.
Sancho se le acercó, ya callado, una vez más en su estado normal y se abrazó a él. En aquel mundo de desposeídos, al menos se tenían el uno al otro.
Fabián vio llegado el momento de actuar…
Ante el nuevo crimen de Tarsicio, cuya autoría no dudó en atribuir a la persona de Luis Espinosa, sus deseos de venganza cobraron naturaleza de nuevo junto con la voluntad de hacerle pagar de una vez por todas el mucho mal que había hecho en su vida.
Con la sangre palpitándole en las sienes, un odio profundo movió su determinación para destruir a Luis Espinosa para siempre, pero no a acero, sino con la justicia de su mano. Desde su visita al Pósito, y una vez supo que a Luis se le había visto de vuelta de Jamaica, su detención era lo único que le corría por la cabeza. Con las pruebas que poseía y sus antiguos contactos en la Alcaldía de la Saca, por suerte ajenos a las influencias de aquel veinticuatro, se vio capacitado para solicitar su ayuda y conseguirla.
Junto a tres alguaciles, cuatro días después de que su barco atracara, fue a detenerlo.
La hacienda de los Espinosa no le era del todo desconocida.
Había estado allí en otra ocasión coincidiendo con sus primeras pesquisas. De aquel día recordaba la presencia de Martín Dávalos, de quien sabía menos que de Luis Espinosa, pero sobre el que tenía idénticas sospechas. En aquella ocasión había ido de día y como agente de la Saca, ahora lo hacía al atardecer, como Fabián Mandrago, para cobrarse una larga deuda y con la ley de su lado.
La oscuridad empezó a adueñarse de los edificios cuando llegaron a caballo. Entraron en el patio con deliberada brusquedad y descabalgaron a la vez haciendo sonar sus espuelas contra la piedra del suelo.
Fabián, a la cabeza del grupo, sin poder disimular su cojera, se abrió paso entre dos perplejos empleados que no obtuvieron respuesta alguna a la pregunta de a quién deseaban ver.
—¡Despejad el camino a la justicia! —proclamó de forma contundente uno de los alguaciles.
Fabián atravesó la puerta de entrada de la casa y buscó el salón principal con la esperanza de encontrar a Luis en su interior, pero sobre todo para disfrutar de ver su cara en cuanto le dieran justificación de su presencia a esas altas horas.
Cambió la dirección de sus pasos al ver que se hallaba vacío y ordenó a la servidumbre que no hicieran nada, guardaran silencio y se mantuvieran en todo momento al margen si no querían verse comprometidos o acusados de entorpecer la mano de la ley.
Comprobó en dos salones más que tampoco estaba e imaginó que lo encontraría en su dormitorio. Tomó la escalera que ascendía en curva a la segunda planta, preguntó al mayordomo qué puerta era la de los señores y después de averiguarlo le hizo callar a pesar de sus repetidos intentos por hacerse oír.
Una vez llegado a su destino, repartió a sus hombres a los lados, inspiró una bocanada de aire, se estiró el jubón y entró sin llamar.
—¡Don Luis Espinosa, quedáis detenido por orden de la ley! —Fabián se encontró con una estancia a oscuras, donde solo vio un candelabro que iluminaba una de sus esquinas y, al adaptarse a la escasa luz, a una mujer que se daba la vuelta asustada.
—¿Pero quién sois? —Doña Laura dejó sobre la cómoda un cepillo de marfil y se levantó indignada. Reconoció de inmediato al imprevisto visitante.
—Vengo a… —Fabián recorrió por completo la estancia con la mirada, desconcertado, sin ver a don Luis Espinosa por ninguna parte—. Decidme dónde está vuestro marido —forzó el tono de voz para no evidenciar demasiado su confusión—. Venimos a detenerlo…
—Ya podíais haber venido antes.
—¿Acaso ha salido? —preguntó esperanzado.
—Ha salido, sí, pero de mi vida, de mi hacienda y además para siempre.
—¿Cómo decís? —Fabián no podía creer lo que acababa de escuchar. Sin tener en cuenta dónde estaba, escupió con rabia.
—Don Luis Espinosa ya no es mi marido, me ha repudiado, puede que esté ya fuera de España, ya que dejó Jerez hará dos semanas.
Si lo que acababa de escuchar era cierto, una vez más se le había escapado quien más odiaba en la vida, y de nada habrían servido las complejas gestiones emprendidas para poner en marcha su detención. Sin terminar de creerla endureció su expresión y le exigió su juramento.
Doña Laura respondió ofendida por haberla puesto en duda, pero hizo venir a su dama de compañía y al mayordomo para que ratificaran sus palabras.
Fabián, desolado, se quedó sin habla.
La situación era de lo más violenta. Su presencia allí, que antes estaba completamente justificada e iba a suponer ver cumplida su venganza, de pronto resultaba desproporcionada.
Sus acompañantes se disculparon sin más demoras y salieron del dormitorio casi con prisa. Pero ese no era el caso de Fabián, que todavía era incapaz de mover un músculo.
La mujer ordenó que salieran todos de sus dependencias y le acercó una silla para que se sentara. Tomó en su mano un abanico y le ofreció un poco de aire, por si así conseguía recuperar un tono más normal en sus mejillas o al menos rebajar su lividez.
—Os recuerdo… —doña Laura rompió el silencio.
—Y yo a vos —contestó él en un tono lacónico—. No sé cómo pediros disculpas. Pensé que esta vez...
—Por entonces buscabais cómo encausar a mi marido en otros delitos que yo no parecía querer ver, pero ahora han cambiado las circunstancias y estaría dispuesta a ayudaros…
La inesperada declaración de doña Laura Espinosa despertó en Fabián nuevas esperanzas.
—¿Podría contar con vos?
—Ahora es tarde, demasiado tarde para que las emociones y las palabras tengan el suficiente peso como para seros de utilidad, pero venid mañana y hablemos. Quizá podamos encontrar cómo resolver vuestras intenciones y a la vez conseguir hacerle pagar el engaño que ha destrozado mi vida.
Cuando esa misma noche dejaba atrás la hacienda de los Espinosa, pensó que antes de entrevistarse con doña Laura a la mañana siguiente visitaría la cartuja para saber de Camilo. Desconocía si habría conseguido sus propósitos y le suponía allí. Habían pasado casi dos meses desde la última vez que se habían visto y deseaba actualizar sus noticias.
En la cartuja fue informado del nuevo destino de Camilo, supo que había vuelto con Yago y que el joven había desaparecido el mismo día que el fraile había partido de viaje. El prior que le informó era nuevo en su cargo.
—¿Y qué ha sido de don Bruno de Ariza?
—Mi antecesor tuvo muchos problemas con la ciudad de Jerez y sus dirigentes, demasiados litigios, demasiadas quejas de sus veinticuatros. —Se retiró unas gafas de gruesos vidrios y siguió hablando con voz queda—. La verdad es que para el buen destino de nuestra orden, en cualquier lugar es esencial mantener buenas relaciones con el poder civil, y el hermano Ariza no lo hizo. Ahora está en Sevilla, donde vive como un padre cartujo más.
Fabián se rascó la barbilla imaginando hasta dónde llegaban las influencias de los nobles en aquella ciudad; ni un prior cartujo era ajeno a su poder.
* * *
—Doña Laura ha indicado que la esperéis en la puerta del almacén general. Acompañadme.
Fabián siguió al sirviente hasta un edificio de grandes proporciones, agradeció su cortesía y esperó mientras observaba el interior de la nave. Allí dentro había más de cincuenta personas trabajando en las más variadas tareas; unos recogían el hollejo y los rabillos de la uva que sobraban para luego dárselos a comer al ganado, otros empujaban unas enormes cubas y al fondo vio a unos mozos que cargaban tres carros con cajones de madera llenos de botellas.
—¿Fabián?
Al escuchar su nombre se volvió. Doña Laura le estrechó la mano.
—Ayer comenté que os conocí no hará más de…
—Puede que ya haga diez años —apuntó él.
—Hemos cambiado un poco desde entonces, ¿verdad? —Se percató de su cojera al invitarlo al interior del almacén—. Veo señales en vos que dan a entender que el tiempo no os ha tratado demasiado bien. Pero recuerdo aquel día, como también el motivo que os trajo a esta casa.
Fabián le agradeció la cita después de su bochornosa aparición la pasada noche.
—¿Querríais acompañarme por los viñedos mientras hablamos? Y no me agradezcáis nada, pues lo hago de buena gana.
—Será un placer.
Doña Laura mandó ensillar dos caballos para recorrer las interminables hileras de vides que poseía la hacienda y, sin dar más rodeos, se animó a preguntar algo que le reconcomía de curiosidad.
—¿Ha tenido que ver mi marido en vuestra desgracia? —Le señaló la pierna enferma.
—¡Todo! Ha sido su responsable.
—Entiendo… —Luchó contra un rebelde mechón de pelo que no le dejaba ver, se vistió con un delantal anudándoselo a la espalda y se metió unas gruesas tijeras en los bolsillos.
A pesar de conocerse poco, ella veía en Fabián a alguien con quien había compartido una misma desgracia; a Luis Espinosa. Lo observó hasta que llegaron los caballos y le pareció que era una buena persona, a diferencia de su primera percepción. Lo pensó una vez más, suspiró, dudó si sería lo más adecuado, y tras un prolongado silencio se decidió a hablar.
—Hace pocas semanas mi marido volvió de Jamaica y rompió nuestra relación supongo que para empezar otra…
—He de felicitaros por ello —sentenció Fabián para su sorpresa, mientras montaba una preciosa yegua castaña.
—¿Cómo decís?
Fabián se colocó a su derecha y sin dejarla hablar le contó lo que sabía de su marido, en qué crímenes había participado, en qué sucios negocios andaba metido y hasta dónde llegaban los desmanes. Entre ellos, incluyó los dos intentos de asesinato de que había sido víctima.
—Tal vez no debería contaros esto, pero parecéis una buena mujer que ha vivido ajena a sus excesos. Confío así en abriros un poco más los ojos, si es que cabe, sobre su auténtica personalidad. Por eso os felicito por vuestra ruptura; espero que lo entendáis…
Bajaron al paso una suave ladera hasta llegar a las primeras cepas. Ella no eludió seguir hablando sobre Luis, pero con las primeras viñas y una vez descabalgaron, quiso explicarle cómo reconocía el estado de madurez de las uvas, las virtudes de una buena poda, la mejora del vino cuando se despejaban de la cepa más de la mitad de sus racimos. A Fabián le impresionó la pasión que sentía por aquel oficio que ella definió como el más bello de los posibles; le habló de cómo se extraía de la tierra su esencia, su sangre. Mientras explicaba cuáles eran las enfermedades que estropeaban las cepas, y a la vez que cortaba pequeños brotes verdes en alguna de ellas, volvió al asunto que les traía a vueltas.
—¿Cómo os podría ayudar para hacerle pagar todo el daño que ha causado?
—Una vez que no he conseguido su detención, lo que pretendo ahora es destruirlo de otro modo. —Fabián fue tan aseverativo que la dejó parada y con las tijeras en la mano—. Quiero deshacer su imperio de maldad.
—¡Si es para eso, contad conmigo! —Se retiró el guante, le extendió la mano y sonrió amable.
Acababa de darle una gran alegría. El hecho de poder hacer algo en contra de su marido era lo mejor que le podían proponer. Vista su predisposición, Fabián dio un primer paso y preguntó si sabía dónde podía estar.
—No lo sé con certeza, pero me ha llegado el rumor de que tal vez esté cortejando a una mujer, una tal Christine de Habsburgo en Génova.
Fabián memorizó el nombre, la ciudad, y le pidió que recordase cualquier otro detalle que facilitara su localización.
Laura se enfundó de nuevo los guantes y siguió podando por aquí y por allá, dándole vueltas a una idea.
—Si un día os cruzarais con él, ¿lo mataríais?
—Os confieso que en más de una ocasión lo he deseado, más de lo que imagináis, y tal vez bastante más de lo que debiera.
—No me parecéis un asesino. Vos no…
—Quizá tengáis razón, pero resulta demasiado tentador.
—Os entiendo, pero tal vez no sea necesario mancharse de sangre. —Ella esbozó una sonrisa muy especial—. Seamos más listos que él…
—¿Pensáis en algo concreto?
—Yo no, pero estoy segura de que vos sí. No podéis ocultar que poseéis un gran talento, sois astuto y taimado. La venganza que se destila en vuestro deseo de llevar a mi marido a su derrota, tal y como me habéis dicho hace poco, ha de apoyarse en un plan. Me agrada saberos tan inteligente, y sí; es cierto que he pensado en algo. Me propongo embaucarlo en una gran trampa, la peor trampa. ¿Os complace la idea?
Yago iba vestido de colores, con una caperuza que parecía un embudo, unas sandalias atadas a los tobillos que le quedaban grandes, y una pesada cadena al cuello que le unía a otros diez locos. Habían salido desde la calle Real, de la puerta principal de su hospital, y ahora se dirigían hacia el centro recorriendo una de las vías de mayor tránsito por ser la de entrada a la ciudad de los que venían del norte.
Sevilla veía cada semana esas procesiones de limosna que solían terminar en una plaza vecina a la catedral, la llamada de los Cantos, pero no a todos les gustaba. La mayoría se apartaban de ellos por miedo a unos individuos que en ocasiones eran violentos, de rostros quebrados y miradas vacías, seres que en opinión de muchos no deberían estar fuera del hospital.
Aquella iba a ser su primera salida después de haber pasado por una nueva sangría a primera hora de la mañana y otro baño de agua helada. Beltrán le aseguraba que pronto mejoraría, pero Yago no sabía de qué y, por eso, tampoco era capaz de apreciar si el tratamiento funcionaba o no.
Lo que sí notaba era que, a medida que pasaban los días, se encontraba más débil y le costaba cumplir con el trabajo que llevaba haciendo las últimas tres semanas; transportar unos pesados bloques de piedra desde unos carros hasta el interior de uno de los patios del hospital, para el arreglo de un muro.
En esos pensamientos estaba cuando en medio de la calle tropezó con quien le precedía en la fila de inocentes, un hombre encorvado que, además de oler fatal, le estaba pisando a cada dos pasos. Recibió de su parte un bofetón al que no pudo responder ante la amenaza del portero, que los estaba vigilando de cerca. Por detrás llevaba a otro de los residentes, este algo más normal; un chico de su edad que lo único que parecía tener era una desviación de los ojos. El defecto impedía saber hacia dónde miraba, pero por lo demás era alegre y caminaba sin dar tantos trompicones.