El jinete del silencio (35 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Nada más entrar crujió el suelo.

Cuando echó la llave por dentro suspiró azorada. La oscuridad era casi absoluta, pero a pesar de ello se puso a escudriñar a su alrededor sintiendo que el corazón se le iba a salir del pecho. Trató de relajarse y adaptar sus ojos a la escasa luz que había hasta que consiguió distinguir el borroso contorno de la estancia.

Lo primero que notó con más intensidad fue aquel extraño olor, como a rancio, o quizá a podrido. Se tapó la nariz y pensó que podía deberse a que llevaba demasiado tiempo cerrada.

Por un ventanal, al fondo, entre sus pesados cortinones, un rayo de sol se filtraba perezoso invitando a descorrerlos. Fue hacia ellos y los abrió con decisión. La luminosa mañana penetró de golpe en la habitación dejándola cegada unos instantes.

Allí dentro todo estaba muy desordenado.

Vio una mesa bastante grande cubierta de papeles y en cada extremo dos grandes velones casi gastados.

Había también un gran armario que contenía con bastante desorden abundante ropa de mujer, trozos de tela y algunas prendas íntimas. En otra de las esquinas vio un baúl de madera tallada con formas vegetales y cabezas de animales. Estaba bien cerrado. A su alrededor encontró tirados varios pedazos de tela muy sucia plagados de moscas.

De las paredes de la habitación colgaban extrañas pinturas que despertaron una inquietante sensación en Carmen. Describían escenas diabólicas; en una se encontraban varios hombres y mujeres de piel negra desnudos, bailando alrededor de un fuego, algunos con aves decapitadas en sus manos, otros con los ojos pintados de blanco; en un primer plano aparecían unas mujeres untando sus cuerpos con la sangre de los animales. En otra de las telas, la más oscura de todas, se veía a una especie de brujo con los ojos muy abiertos y medio vientre fuera, sujetándose las tripas con ambas manos y desgarrándoselas con un gesto furibundo. Las demás le parecieron igual de horrendas.

Carmen se sintió como mareada ante tan tétrico escenario. Fue hacia el armario y en respuesta a un espontáneo reflejo se llevó alguno de los vestidos a la nariz. Olían a mujer, pero no a la misma mujer y desde luego no a ella. Estaban impregnados de un desagradable olor a sudor, propio de una persona descuidada.

Con una creciente sensación de asco, y sin entender para qué querría aquellas ropas su marido, localizó entre ellas una prenda interior suya que creía haber perdido. La recogió del suelo y comprobó con espanto que estaba manchada de sangre y también rota, como si hubiera sido arrancada con violencia hasta desgarrar sus costuras.

Empezó a sentirse confusa e incapaz de imaginar qué extrañas y perversas actividades podían ocupar a su marido allí dentro. En medio de un torbellino de oscuras ideas, comprendió que solo un hombre con una mente enferma podía dedicarse a coleccionar aquellas rarezas.

Se acercó al baúl y espantó a los centenares de moscas que revoloteaban a su alrededor. Desprendía un hedor nauseabundo que a punto estuvo de provocarle una arcada. Armada de valor, levantó la cubierta empujada por la necesidad de descubrir de una vez por todas cómo era de verdad su marido. Y lo que encontró allí dentro tardaría mucho tiempo en poder ser borrado de su memoria.

Sobre una superficie dividida en compartimentos no demasiado grandes, vio pequeños restos humanos a medio descomponer; algunos secos, otros de colores repugnantes. Allí había dedos, muchos, cada uno identificado con un papel donde se señalaba una fecha y un nombre, siempre de mujer. También reconoció, asqueada, trozos de orejas, de nariz, estos últimos con la referencia de un día de cacería. Vio ojos, uñas, restos de pelo con nombres como Yasira, Umea, Gaseli, Misori, nombres que eran comunes entre las esclavas africanas.

Al ver todo aquello Carmen no pudo aguantarse las ganas y de puro asco vomitó en una esquina. Un miedo horrible le asaltó temiendo ser sorprendida por Blasco. Tembló de pánico solo de imaginarlo. Su marido estaba enfermo y había enloquecido; allí tenía las pruebas, los restos de centenares de actos atroces.

Entre unos y otros pensamientos no dejaba de mirar a la puerta aterrorizada hasta que decidió huir de esa cámara de torturas. Pero la angustia que padecía hizo que su caminar fuera torpe, tenía las piernas agarrotadas y se sentía mareada.

Lamentó que Volker no estuviese en esos momentos en la plantación; nunca lo había necesitado tanto. Tenía que contarle lo que acababa de ver, hacerle saber los espantosos rituales a los que Blasco habría estado sometiendo a no sabía cuántas mujeres, seguramente vistiéndolas con esos trajes para luego violarlas y después mutilar sus cuerpos. Recordó la fea herida en la mano de una de sus esclavas.

Salió despavorida de la habitación sin tener cuidado de dejarla bien cerrada. Carmen acababa de descubrir que se había casado con un repugnante maniaco.

Cerró con llave su dormitorio y lloró amargamente tumbada sobre la cama. Necesitaba pensar, estudiar cómo escapar de esa mansión, de su marido y de la isla.

* * *

Blasco Méndez de Figueroa apareció con una herida en la cabeza, el gesto iracundo y fuera de sí. Entró como un torbellino en la mansión llamando a voces a su capataz. En menos de un suspiro el empleado apareció para recibir sus órdenes.

—¿Ha vuelto don Luis de su viaje?

—Sí, mi señor, no hace mucho rato.

—¡Perfecto! Decidle de mi parte que esté preparado frente a las cuadras en media hora… —De un jirón de la camisa improvisó una venda para contener la sangre que le caía por la frente, y enfiló las escaleras para subir a cambiarse.

—¿Cuántos hombres queréis que os acompañen?

Blasco lo miró de forma fugaz, agradecido por contar con alguien capaz de pensar por sí mismo, incluso de adelantarse a sus pensamientos.

—Con tres más será suficiente. Mandad que me ensillen el alazán de crines blancas. —Se decidió por un caballo que a pesar de tener siete años era el único capaz de aguantar más de dos jornadas seguidas sin descansar.

—¿Y víveres?

Blasco dudó un momento, pero se decidió por los necesarios para tres días.

—Preparad arcos, flechas de acero reforzado, cordajes, redes y un par de garfios. —Se arrancó la camisa y la tiró por la escalera. Le siguieron las calzas—. ¿Sabéis dónde está doña Carmen?

—Creo que la encontraréis en vuestros aposentos, mi señor. —Recogió la ropa que iba tirando y se fue para asegurarse de que se cumplieran las órdenes.

Blasco, antes de pasar por el dormitorio, fue a buscar en su habitación privada un poco de adormidera y una daga turca con hoja perforada y dentada, ideal para prolongar la muerte.

Al llegar a la puerta se extrañó de que estuviera abierta. Entró sin hacer ruido para sorprender al posible intruso, pero pronto vio que no había nadie. Revisó al detalle su interior y tampoco echó nada en falta, pero sin embargo captó un olor que le era familiar. Trató de reconocerlo sin acertar en un principio.

Dudó si se debía a un despiste suyo, tal vez se hubiese dejado la puerta abierta, pero cambió de inmediato su opinión cuando vio un resto de vómito cerca del baúl. Con esa evidencia repasó una vez más toda la habitación, pero tampoco encontró nada que fuera extraño, nada que estuviese fuera de sitio, solo aquel olor a… No podía recordar…

Arrastró con sus manos un puñado de aire y se lo llevó a la nariz. Cerró los ojos y se concentró. Y fue entonces cuando distinguió un sutil perfume mezcla de jazmín y rosas, el mismo que usaba Carmen.

—Maldita sea —exclamó en voz alta—. Esto lo complica todo…

De un palmetazo hizo volar los papeles que había sobre la mesa; estaba furioso pero tenía que pensar. Algo debía hacer. Desde luego, aquello supondría el final de su matrimonio y el riesgo de ser denunciado. Dada la trascendencia, del asunto no le quedaban demasiadas alternativas… Eliminar a Carmen le pareció una idea horrible. La amaba como nunca había amado a una mujer. Ella era perfecta, dulce, su compañera ideal, a la que habría respetado y cuidado hasta el final de sus días. Pero cómo iba a explicarle por qué hacía esas cosas cuando la gente tendía a simplificar ese tipo de comportamientos tachándolos sencillamente de anormales. Cómo explicar que hallaba placer cada vez que quebraba la integridad de un cuerpo y que guardaba esos trofeos como homenaje a las mujeres que un día le habían regalado su sexo, porque en realidad le importaban bastante más de lo que ellas incluso podían imaginarse…

Carmen no lo entendería.

—¿Querida?

Al no escuchar respuesta alguna Blasco abrió la puerta de la alcoba y entró en la habitación. La encontró en la cama, dormida. Carmen estaba tan agotada que ni se despertó con su entrada.

Él se acercó con sigilo. Sacó una daga de la cintura y se la colocó sobre el pecho.

—Lo mereces —susurró en voz muy baja—; por mirar donde no debías, por no obedecerme, por ser demasiado curiosa…

Ella cambió el ritmo de su respiración ajena a cualquier peligro.

Blasco la observó sobrecogido una vez más por su belleza, admirando el brillo de sus cabellos, de su piel sedosa, y sintió su aroma. La hoja buscó su corazón para darle muerte, pero no pudo. La amaba demasiado para terminar así, sin haber mirado sus ojos una última vez, sin haber besado sus labios. Le temblaron las manos. Dudaba. Clavarle aquel acero resolvería sus problemas, y sin embargo, la idea de matarla en ese momento le pareció un error. Sería como destruir una obra de arte que no ha recibido su debido reconocimiento. Quería escenificar el sacrificio convenientemente y encontrar la manera de que, una vez muerta Carmen, su hermosura lo acompañara para siempre.

La besó sin despertarla.

—A la vuelta de mi cacería conseguiré que formes parte de esta casa para siempre, querida, sí…

XIV

Los dos chicos ascendían por la ladera de la montaña, entre una espesa vegetación que apenas les permitía ir en línea recta. Cada poco tiempo tenían que sortear un descomunal arbusto o una estrecha fila de árboles, cuando no un riachuelo de abundante corriente.

Además estaba la lluvia.

Hiasy, empapada, se rasgó la falda para ganar agilidad en una zona que presentaba un pronunciado desnivel donde para ascender debían levantar mucho las piernas. Ladearon un salto de agua de enorme caudal y estruendo, y corrieron después por una suave llanura que precedía a la parte más escarpada y peligrosa, donde solo con mucho cuidado podrían salvar las afiladas rocas.

Su huida era rápida, pero no tanto como deseaba Hiasy, pues el paso de Yago no permitía mucho más. Aunque pusiera toda su voluntad en ello, que lo hacía, el chico se tropezaba cada poco y su correr era un tanto aturullado.

A poca distancia, cinco jinetes atravesaban el frondoso bosque que habían superado ellos apenas cuatro horas antes. Dos de los perseguidores, armados con machetes y ligeramente más adelantados, se abrían camino entre las interminables ramas y lianas que les salían al paso. Luis Espinosa, a escasas cuerdas de distancia, cabalgaba al lado de Blasco pendientes ambos de cualquier pista que hubieran dejado los muchachos.

Nada más abandonar la hacienda y a preguntas del jerezano, Méndez de Figueroa había explicado qué razones le habían llevado a acometer la persecución, que en ningún momento había nombrado como cacería. El objetivo era hacer justicia en respuesta a un frustrado intento de asesinato del que había sido objeto pocas horas antes.

—Son peores que bestias salvajes, Luis. Crees que los tratas bien y mira… Y si no, fíjate en el chico ese, el que es medio tonto, lo saqué de la cantera para trabajar en las caballerizas y ha estado a punto de matarme. —La ira se adueñó de su rostro.

—Señor, han pasado por aquí. —Uno de los que iban en avanzadilla se retrasó para informar sobre unas huellas que acababan de ver.

—Perfecto, perfecto. —Blasco se sonrió con maldad—. Si seguimos a este ritmo los alcanzaremos antes de los grandes desfiladeros.

Para don Luis Espinosa aquellas eran suficientes razones para justificar su persecución. Lo que no podía imaginar era el placer que Blasco estaba sintiendo en esos momentos, pues para él no solo se trataba de la captura de unos fugitivos, sino también de un excitante juego. Cada vez que lo había practicado disfrutaba con la sensación de acariciar un poder casi absoluto. Se veía dueño y señor de las vidas de sus presas, juez, cuando las sentenciaba a muerte una vez eran alcanzadas, y hasta un poco Dios, si la misericordia las bendecía y les perdonaba la vida.

Llegaron a una zona más escarpada donde tuvieron que aminorar el paso. La lluvia no les daba respiro ni un segundo y los peñascos estaban demasiado resbaladizos como para no poner extremo cuidado.

Unos pasos más adelante empezaron a escuchar un ronco rugido que aumentó en intensidad, anulando cualquier otro sonido, a medida que se acercaban. Al superar un recodo descubrieron una fabulosa cascada que se precipitaba entre dos desfiladeros. El agua golpeaba las dos paredes y producía un eco curioso y continuo.

Luis Espinosa se quedó maravillado.

—El salto del oso —le explicó Blasco—. Su sonido es incomparable, ¿verdad? Es el salto de agua más importante de la isla y toda una hermosura dado el enorme caudal que siempre lleva.

—Señor, han pasado por aquí hace muy poco. Los tenemos a un tiro de flecha.

—Azuzad a los caballos… Si mantenemos nuestro ritmo caeremos sobre ellos en la explanada de los cedros. Hemos de adelantarnos antes de que salven los desfiladeros, si lo consiguen los habremos perdido.

Apretaron el paso para salir de aquella zona de difícil marcha, entre musgos resbaladizos y aristas de peligroso aspecto, y poder ascender después por una empinada cuesta que se abriría finalmente en un llano que se encontraba a tan solo veinte cuerdas por encima de sus cabezas.

* * *

Volker llegó a la plantación media hora después de la salida de Blasco y Espinosa. Al entrar en la mansión notó una actitud extraña en la servidumbre; como una especie de tensión que nadie pudo justificar a pesar de sus preguntas.

—¿Dónde puedo encontrar a la señora? —le requirió al ayudante de cámara de Blasco.

—Suponemos que en su dormitorio, pero el señor nos ha prohibido entrar bajo ningún concepto, y también a vos.

—¿Pero qué tontería es esa? —La actitud de Blasco le inquietó. Al preguntar dónde podía encontrar a su patrón, el hombre bajó la cabeza y guardó un inexplicable silencio.

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