Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—Yago, ¿quieres ver caballos, muchos caballos?
El niño refunfuñó un poco, pero de inmediato se levantó y ayudó a recoger sus escasas pertenencias para seguir a Camilo. Sí quería ver caballos; soñaba con hacerlo desde que los había descubierto en aquel cuadro. Y en la isla no había.
Poco después de subir a la carreta, Yago empezó a imitar los chasquidos que hacía Camilo con la boca para dirigir a la vieja mula. Parecía tranquilo y confiado.
A menos de dos millas de la isla estaba el cortijo de Lomopardo donde Yago iba a vivir de ahora en adelante. Para su cuidado, Camilo había elegido a un matrimonio de plena confianza; ella era una buena mujer, endurecida por el trabajo del campo, con treinta y cuatro años y seis hijos a cuestas. Y él era el mejor yeguarizo que poseía la cartuja, encargado del cuidado de las madres y potrillos hasta los tres años. Aquel hombre era el ideal para enseñar a Yago a cuidar bien a los animales y su mejor aliado si quería estar informado sobre su protegido.
La tarde caía plomiza y cargada de una pegajosa humedad cuando llegaron al arco exterior de la dehesa de Lomopardo, siempre verde y frondosa debido a la proximidad del río.
Aquella era una de las mayores fincas propiedad de la cartuja y también de las más productivas. El río Guadalete bañaba una buena parte de sus tierras y praderas, donde los animales disponían de comida abundante y suave sombra bajo los alcornocales.
La carreta recorrió el camino para alcanzar las dependencias mayores del cortijo repartidas entre dos almacenes, un horno de pan, silos para guardar el cereal y dos cuadras de buen tamaño; una con caballos y otra con vacas para su ordeño, además de cinco viviendas donde dormían los trabajadores y una más grande que había servido de residencia a sus anteriores dueños.
En lo alto de una suave loma divisaron los primeros edificios y sobre su ladera media docena de yeguas pastando. Fray Camilo apenas tuvo tiempo de preguntarse si Yago las habría visto, pues le encontró absorto en ellas, con los ojos muy abiertos y sin pestañear. Su infantil mirada de tan solo doce años parecía desprender luz propia y reflejaba un deseo imposible de contener. Por eso no tuvo tiempo de sujetarlo cuando vio que tiraba de la carreta e iniciaba una alocada carrera en dirección a los animales.
Echó el freno, se bajó de un salto, y con los faldones del hábito remangados pudo correr tras él y presenciar una escena difícil de olvidar.
Yago iba dando brinquitos de felicidad, con un torpe caminar, en busca de aquellas seis hembras, que nada más verlo, a pesar de ponerse en alerta, las orejas estiradas y el cuello alzado, decidieron quedarse quietas y no huir de quien venía hacia ellas.
—Yago, espérame... No te acerques más... Pueden ser peligrosas... —Al tener que subir la pendiente fray Camilo empezó a notarse demasiado acalorado y sin aliento. Pero el niño no hizo caso. Estaba cada vez más cerca de los animales y sin embargo no demostraron extrañeza alguna. La más cercana al chico se puso a comer hierba y otras empezaron a mordisquearse por el cuello, entre relinchos y resoplidos.
Cuando Yago llegó hasta ellas detuvo su caminar, abrió los brazos en cruz y agachó la cabeza. Fray Camilo había ganado algo más de terreno, pero aún le separaban unas cuerdas de él. Consciente de no poder hacer nada en el caso de que lo atacaran, aceleró el paso.
Las yeguas se acercaron al chico, lo rodearon, despacio, y lo olfatearon de arriba abajo recibiendo sus risas. Con una reacción sorprendente bajaron la cabeza a la vez, en actitud sumisa, y dejaron caer su labio inferior para demostrar al chico que era aceptado en el grupo.
Yago bajó los brazos poco a poco y les mostró las palmas de sus manos para que las olieran, una a una, como si supiera desde siempre cómo comportarse con aquellos animales. La última, una hermosa yegua castaña de crines negras, recibió sus dos manos y las sintió corretear por el cuello, después por las orejas y la cara. Su expresión reflejaba placer al sentir la piel del muchacho rozando la suya, o cuando sus dedos se arremolinaban entre sus crines.
Camilo guardó una prudente distancia para no perderse nada ni quebrar la magia del momento. Vio cómo Yago tocaba la espalda del animal y bajaba las manos por sus costillas hacia el pecho, y después por el lomo, en una sucesión de caricias y cosquillas. Lo hacía con los ojos cerrados porque veía a través de sus dedos descubriendo con las yemas los pequeños matices de la fisonomía de la yegua, como hizo en aquel cuadro de la sacristía.
Verlo resultaba gozoso, más aún cuando las yeguas respondieron a sus caricias, unas olisqueándolo, otras con suaves empellones con el morro, como si ellas también entendiesen de la alegría del niño.
Una vez terminó con la primera, después de haber llegado hasta sus cascos y de acariciar la tersa piel que recubría sus cañas, repitió el proceso con otra; un ejemplar precioso, de capa casi blanca y de escasas manchas rodadas sobre sus ancas. Con un perfil acarnerado aquella otra yegua le recibió mordisqueándole la camisola, para poco después sentir el recorrido de sus dedos.
Cuando terminó con todas, caminó despacio en busca de fray Camilo. Tras él, los seis animales lo seguían como si se tratase de una procesión, relinchando de gozo.
El asombro que la escena produjo en el monje fue tal que le costó moverse. Con los músculos tensos y todavía impresionado por la increíble comunicación establecida entre los animales y el muchacho, suspiró. Él había convivido desde pequeño con caballos, yeguas y sus crías, pero nunca había visto nada parecido.
Con la respiración contenida y Yago de nuevo a su lado, se emocionó y una lagrima resbaló por su mejilla cuando vio en la cara del niño una expresión nueva; la de la felicidad.
Antes de emprender viaje a Córdoba Camilo quiso compartir con Yago la especial naturaleza de su segunda pasión en la vida.
La tarde anterior a su salida lo recogió de Lomopardo para ir hasta la iglesia del convento donde unos meses antes le había enseñado a encontrar a Dios, en aquella cúpula, puente entre lo divino y lo humano.
Yago no había subido antes a lomos de ningún caballo y nunca imaginó poder vivir una experiencia tan hermosa como aquella.
Recorrieron al paso la ribera del río, entre un rumor de aguas crecidas por la primavera y una intensa fragancia a hierba fresca. Con los ojos muy abiertos y la respiración agitada, Yago sintió, a cada paso del caballo, un desconocido pero intenso placer sobre su espalda. La propia marcha del animal repercutía en sus músculos, los estimulaba y le regalaba un sinfín de sensaciones tan agradables que provocaron en él una risa desatada.
Camilo lo ayudó a bajar de la montura tras hacerlo él y dejó al animal atado a un árbol, a media milla del recinto de la cartuja. Su idea era entrar con discreción.
—Deja de reírte ahora, por favor… Como nos vean juntos por aquí, me voy a meter en serios problemas.
—Yago… y Camilo.
Al escuchar su nombre por primera vez el fraile sintió una intensa emoción. Una vez más veía ratificado el positivo efecto que ejercían los caballos sobre el chico y estaba gratamente asombrado.
—Lo importante es aprender, aunque sea poco a poco… ¡Eso está bien, muy bien! —Le dio un pescozón en la cabeza.
Entraron sin hacer ruido y Camilo comprobó primero que estaban solos. A esa hora, cada tarde y antes de las vísperas, ensayaba unas horas quebrando el silencio de la clausura. Buscó el órgano en el fondo del templo, expectante, deseando ver la reacción del chico, consciente de que tal vez esa fuese la primera vez que Yago iba a recibir en su interior los efectos de la música.
—Verás lo que tengo preparado para ti…
Sentados sobre una banqueta, uno al lado del otro, accionó los fuelles para llenar de aire las cámaras, colocó los pies sobre los pedales y las manos en cada uno de los teclados.
—Yago, te presento a la música.
Apretó cuatro teclas a la vez y surgió una mezcla de sonidos que hizo levantar la cabeza al chico, que no sabía de dónde salía aquella curiosa vibración.
Volvió a tocar, ahora una secuencia rápida ascendente y descendente y sintió cómo a Yago se le erizaban los pelos de los brazos. El niño respiró profundamente y miró las manos que se apoyaban en el órgano, y luego las teclas. Cuando fray Camilo empezó a acariciarlas de nuevo, de los tubos surgió una hermosa mezcla de sonidos. Dio un respingo, posó su mano sobre la del monje y la dejó encima para que volaran juntas en aquella alocada carrera por el teclado, que se hundía y ascendía a una velocidad cada vez mayor.
Fray Camilo empezó a reírse al ver cómo se producía en Yago una inmediata reacción ante cada estímulo. Cuando tocaba las notas más graves se encogía, como si le pesasen, y al subir a las agudas estiraba el cuello, como si pretendiera que no se le escaparan hacia el techo.
El muchacho temblaba. Por momentos parecía estar borracho de sensaciones, en un torbellino de risas, sacudidas de brazos y pies, entre carreras; ahora en busca del sonido que surgía desde uno de los tubos, o cuando no lanzando su mano para recibir el aire que salía por otro.
Fray Camilo asistió a la escena conmocionado.
Estaba decidido a no perderse ni un solo instante de su turbulenta reacción infantil, tan hermosa e intensa como esperanzadora.
Yago era otro.
Frente al entramado de tubos de diversos grosores, que a diferentes alturas abrían sus bocas para emitir toda la gama de sonidos, empezó a tocarlos todos. Ponía sus manos y acariciaba sus contornos, como si pudiera absorber la esencia de cada acorde. Y se reía. No paraba de saltar, encantado.
Fray Camilo probó a tocar la misma melodía varias veces para ver qué hacía. Y se asombró cuando en la tercera ocasión, Yago dirigía su mano a la boca de cada tubo un instante antes de que saliera el aire, sin equivocarse en ninguno.
—Eso está muy bien, sí, señor, muy bien.
Durante una hora el chico se mantuvo asombrosamente quieto y tranquilo, sin aquellos espasmos que sacudían su cuerpo con demasiada frecuencia. Escuchó todas las piezas que fray Camilo iba a tocar en el siguiente oficio con la cara pegada a los tubos, queriendo recibir el aire y las vibraciones que surgían de ellos.
Terminado el ensayo y durante unos minutos más, Camilo descansó en silencio, casi sin respirar. En aquella quietud, Yago levantó la mirada hacia el monje y vio que tenía los ojos cerrados, y que lloraba. Luego, alzó la cabeza y observó el techo del templo donde le había dicho que vivía Dios.
—Intenta inspirar, oler los restos que han quedado en el aire del tedeum que acabas de escuchar. Tal vez lo consigas… Si fuera así, sabrás que la música nunca se pierde, no se volatiliza, no.
Camilo trataba de explicar sus sentimientos con palabras sencillas a pesar de que él los vivía en forma de sensaciones complejas.
—Cuando las notas surgen desde la emoción, son capaces de quedarse suspendidas en el aire o pegadas a las paredes de piedra, quizá acariciando los frescos y las esculturas que las embellecen.
La expresión de Yago, además de reflejar una serenidad recién descubierta, hizo feliz al religioso, que se sentía muy satisfecho de haber tomado aquella decisión. Con los caballos primero, y ahora con la música, Yago estaba abriendo las primeras puertas de comunicación con él.
—Yo amo la música porque me acerca a Dios. Las notas vuelan libres a su encuentro. Salen de aquí —se tocó el corazón—, y viajan hasta los oídos de nuestro Señor. Lo unen al hombre a través de un hilo casi invisible.
Al mirarlo a los ojos, por primera vez Yago no apartó la mirada.
—Si ahora tomas aire, sentirás como los acordes entrarán en ti, corretearán por dentro, y tal vez hasta te ayuden a encontrar a Dios, como me sucedió a tu edad.
Yago inspiró una larga bocanada, despacio, dirigió sus manos al teclado y apretó varias de sus teclas a la vez. El efecto no resultó tan interesante al oído, pero se rio de todos modos. Lo volvió a repetir, esta vez con todos los dedos de la mano y correteó por el teclado, en una alocada sucesión de sonidos que parecían volverle loco.
Fray Camilo le dejó hacer, con el convencimiento de que, después de tantos meses de haberlo visto como una crisálida, atrapado en su envoltura, acababa de romperla para salir.
Sentía irse a Córdoba y dejarlo solo, justo en ese momento en el que empezaba a abrirse, pero su corazón estaba alegre.
Yago había empezado a ser alguien.
En aquel Hospital de Locos e Inocentes de Sevilla hasta las sombras daban miedo.
Nada más entrar, su sórdido ambiente transportaba al visitante a un mundo de espanto, grilletes e inmundicia. Se sentía un hediondo olor por doquier y una sucesión de hombres, meros recuerdos de lo que algún día fueron, deambulaban cabizbajos por los pasillos.
A Martín Dávalos le repugnaba aquel lugar.
Cada vez que lo recorría se juraba no volver a hacerlo, pero siempre regresaba. Beltrán Dávalos, su hermano, dirigía esa institución con mano despiadada, tal vez la única manera que existía de sobrevivir en aquel infierno.
Hacía frío para estar en marzo. Martín agradeció a su hermano que cerrase la ventana del despacho antes de tomar asiento frente a él.
—¿Qué tal los dos últimos que te mandé?
—Como casi todos… Empiezan trabajando bien y cumplen con lo que se les pide, pero antes o después terminan abrazados al alcohol o acuchillados en una esquina… Quizá no debería quejarme. Para lo que me cuestan…
Martín estudió a su hermano y no pudo evitar sentirse orgulloso; era un hombre único. A pesar de pasarse el día entero en la institución menos deseable de Sevilla, su aspecto era tan impecable que no se sabía si estaba trabajando o a punto de acudir a una fiesta en alguno de los muchos palacios de la ciudad. Repasó de una mirada su despacho asombrado del lujoso cambio que había experimentado; estanterías de caoba, hermosos libros de lomos cuidados, sedas en sillas y cortinas, una soberbia mesa de trabajo, y en general un ambiente refinado.
—¿Te apetece una infusión? Acabo de recibir una especialidad persa que puede ser de tu gusto.
Tomó dos tazas de fina porcelana flamenca y repartió un puñado de hojitas de variados colores sobre el agua hirviendo. Le pasó la suya a la espera de saber el motivo de su visita.
—¿Tienes algún interno que no esté tan ido de cabeza como los anteriores?