Mickie se había detenido, apoyando suavemente una mano en el brazo de Justin. Abraham estaba a un paso por detrás de él.
—Este es el sitio donde falleció su esposa —musitó Mickie.
Pero no tenía por qué haberse tomado la molestia, ya que Justin lo sabía perfectamente…, aunque no supiera cómo había deducido Mickie que era el marido de Tessa, a no ser que él mismo, Justin, le hubiera informado de ello en sueños. Por allí discurría lo que en apariencia era el lecho de un río seco. Más allá se hallaba el triste montón de piedras erigido por Ghita y sus amigas. Alrededor —pero, por desgracia, dispersa en todas direcciones— podía verse la basura que en la actualidad constituía una presencia ineluctable en el escenario de cualquier acontecimiento ampliamente difundido por los medios: cajas y cintas de vídeo desechadas, paquetes de tabaco vacíos, botellas de plástico y platos de papel. Más arriba, en la pendiente de roca blanca, a unos treinta metros, pasaba el camino de tierra donde el camión de safari de chasis largo se había situado a la par del todoterreno de Tessa y le había disparado a la rueda, obligando al todoterreno de Tessa a salir del camino y descender por esa misma pendiente, seguido de cerca por los asesinos con sus
pangas
y sus pistolas y cualquier otra cosa que llevaran. Y hacia allí —Mickie los señalaba en silencio con un dedo viejo y nudoso— los restos de pintura azul del cuatro por cuatro del Oasis, incrustados en la roca al deslizarse el vehículo por la pendiente. Y ahí, a diferencia de la negra roca volcánica de las inmediaciones, la pared de roca era blanca como una lápida. Y quizá las manchas parduscas que se veían en ella eran de hecho sangre, como Mickie sugería. Pero cuando Justin las examinó de cerca, llegó a la conclusión de que también podían ser liquen. Por lo demás, observó pocas cosas de interés para el observador jardinero, aparte de hierba amarillenta y una fila de datileras que, como siempre, parecían plantadas por el municipio. Unos cuantos euforbios —claro, naturalmente—, viviendo precariamente entre fragmentos de basalto negro. Y una espectral
Commiphora
blanca —¿cuándo echaban la hoja?—, sus ramas largas y delgadas extendidas a ambos lados como las alas de una mariposa nocturna. Eligió una roca de basalto y se sentó en ella. Se sentía un poco mareado, pero lúcido. Mickie le ofreció una botella de agua, y Justin bebió un trago, volvió a enroscar el tapón y la dejó a sus pies.
—Me gustaría quedarme un rato a solas, Mickie —dijo—. ¿Por qué no van usted y Abraham a pescar un rato y ya los llamaré desde la orilla cuando esté listo?
—Preferiríamos esperarle aquí con el bote, señor.
—¿Y por qué no ir a pescar?
—Preferiríamos quedarnos aquí con usted. Tiene fiebre.
—Ya se me está pasando. Será sólo un par de horas. —Consultó su reloj. Eran las cuatro de la tarde—. ¿Cuándo oscurece?
—A las siete.
—Estupendo. Bien, pueden recogerme cuando empiece a oscurecer. —Y con mayor firmeza—: Quiero estar solo, Mickie. Para eso he venido.
—Sí, señor.
No los oyó marcharse. Durante un rato no oyó sonido alguno, salvo algún que otro chapoteo en el lago, y el ruido del motor de alguna embarcación de pesca. Oyó aullar a un chacal, y el murmullo de fondo de una colonia de buitres que se había adueñado de una datilera próxima a la orilla. Y oyó a Tessa decirle que si volviera a vivir seguiría siendo aquél el lugar que elegiría para morir, en África, camino de atajar una gran injusticia. Bebió un poco de agua, se levantó, se desperezó y se dirigió hacia las manchas de pintura porque era allí donde sabía con toda certeza que estaría cerca de ella. No requirió mucho esfuerzo. Apoyando las manos en las marcas, estaba a unos cuarenta centímetros de Tessa si se descontaba la anchura de la puerta del vehículo. O quizá el doble si uno imaginaba a Arnold en medio. Incluso consiguió reír un poco con ella, porque siempre le había insistido en que usara el cinturón de seguridad. En el irregular asfalto de las carreteras africanas, había aducido ella con su acostumbrada terquedad, era mejor ir suelto, así al menos uno se zarandeaba dentro del coche en lugar de verse sacudido como un saco de patatas a cada socavón. Y después bajó por la pendiente hasta el lecho del río seco, con las manos en los bolsillos, donde contempló el punto donde había caído el todoterreno e imaginó al pobre Arnold, sacado a rastras, sin conocimiento, para ser conducido al lugar de su prolongada y terrible ejecución.
Entonces, como hombre metódico que era, regresó a la roca de basalto que había elegido para sentarse, y se dedicó a estudiar una diminuta flor azul no muy distinta del polemonio que tenía plantado en el jardín de su casa de Nairobi. Pero el problema era que no estaba muy seguro de si la flor se hallaba donde la veía, o si en su mente la había trasplantado desde Nairobi, o ahora que lo pensaba, desde las praderas que rodeaban su hotel en el Engadina. Por otra parte, su interés en la flora atravesaba momentos bajos. Ya no deseaba cultivar la imagen de un hombre tierno a quien sólo interesaban con verdadera pasión los polemonios, los áster, las fresias y las gardenias. Y reflexionaba aún sobre esta transición en su personalidad cuando oyó el ruido de un motor procedente de la orilla, primero una leve explosión al cobrar vida, luego su ronroneo regular alejándose. Mickie, después de todo, había decidido probar suerte, pensó; para todo pescador que se precie, capturar peces al anochecer era una tentación irresistible. Y después de eso recordó sus intentos por persuadir a Tessa para que lo acompañara a pescar, que invariablemente acababan sin peces pero con mucho sexo indisciplinado, razón por la cual, quizá, se esforzaba él tanto en persuadirla. Y seguía contemplando humorísticamente la logística necesaria para hacer el amor en el fondo de un pequeño bote cuando concibió una interpretación distinta de la expedición pesquera de Mickie, a saber, que no era tal expedición.
Mickie no era un hombre dado a cambiar de idea o regirse por caprichos.
Eso no era propio de él en absoluto.
Si algo adivinaba uno en Mickie tan pronto como le ponía la vista encima, y Tessa le había comentado lo mismo, era que tenía todos los rasgos del criado doméstico nato, que era el motivo, para ser sinceros, por el que se lo confundía fácilmente con Mustafa.
Así que Mickie no se había ido de pesca.
Pero se había ido.
Si se había llevado consigo al peligroso Abraham, era ya más discutible. Pero Mickie se había ido, y el bote se había ido. A través del lago, y el ruido del motor se había desvanecido cada vez más.
¿Y por qué se había ido, pues? ¿Quién le había dicho que se fuera? ¿Quién le había
pagado
para que se fuera? ¿
Ordenado
que se fuera? ¿
Amenazado
en caso de que no se fuera? ¿Qué mensaje había recibido Mickie por la radio del bote, o cara a cara desde otra embarcación, o por alguien en la orilla, que lo había convencido, contra la inclinación natural reflejada en su rostro, para que abandonara a medias un trabajo que aún no había cobrado? ¿O acaso Markus Lorbeer, el Judas compulsivo, había decidido congraciarse un poco más con sus amigos de la industria farmacéutica? Consideraba aún esta posibilidad cuando oyó otro motor, esta vez procedente del camino. Oscurecía ya rápidamente, y siendo la luz tan débil, cabía esperar que cualquier coche que circulara por allí a esa hora llevaría encendidas como mínimo las luces de posición, pero éste —coche o lo que fuera— no las llevaba encendidas, lo cual le pareció incomprensible.
Una posibilidad que concibió —probablemente porque el coche se movía a paso de tortuga— fue que se tratara de Ham, conduciendo como siempre a diez kilómetros por debajo del límite de velocidad, presentándose allí para comunicarle que las cartas de Justin a su feroz tía de Milán habían llegado bien, y que la gran injusticia de Tessa pronto sería reparada conforme a su convicción de que el Sistema debía ser obligado a enmendarse desde dentro. Luego pensó: no es un coche, me he equivocado. Es un pequeño avión. Entonces el ruido se interrumpió, lo cual casi lo llevó a convencerse de que había sido una ilusión desde el principio, de que estaba oyendo, por ejemplo, el todoterreno de Tessa, y de un momento a otro se detendría en el camino, justo encima de él, y ella saltaría desde allí con sus botas Mephisto y resbalaría por la pendiente para felicitarlo por tomar el relevo en su tarea donde ella la había dejado. Pero no era el todoterreno de Tessa, no era de nadie que él conociera. Lo que veía era la forma esquiva de un todoterreno o cuatro por cuatro de chasis largo —no un camión de safari—, azul oscuro o verde oscuro, en la luz cada vez más tenue del crepúsculo era difícil precisarlo, y había parado exactamente en el punto donde él había estado observando a Tessa poco antes. Y si bien esperaba algo así desde su regreso a Nairobi, e incluso lo deseaba vagamente, y por tanto había considerado superflua la advertencia de Donohue, acogió aquella visión con extraordinaria exultación, por no decir con una sensación de misión cumplida. Había descubierto a las personas que traicionaron a Tessa, naturalmente: Pellegrin, Woodrow, Lorbeer. Había reescrito el memorándum vergonzosamente descartado, aunque fuera de un modo poco sistemático, lo cual era inevitable. Y ahora, por lo visto, iba a compartir con ella el último de sus secretos.
Un segundo camión se había detenido detrás del primero. Oyó unos pasos sigilosos y distinguió las siluetas en rápido movimiento de hombres en buena forma física, vestidos con ropa gruesa, que corrían agachados. Oyó silbar a un hombre o una mujer y otro silbido de respuesta a sus espaldas. Imaginó, y quizá era real, el olor del humo de un cigarrillo Sportsman. La oscuridad se acentuó de pronto cuando varias luces se encendieron alrededor, y la más intensa lo localizó y lo mantuvo enfocado.
Oyó el sonido de unos pies deslizándose por la roca blanca.
Me apresuro a salir en defensa de la embajada británica de Nairobi. No es el lugar que aquí he descrito, ya que nunca he estado en ella. El personal allí destinado no es la gente que aquí he descrito, ya que no conozco a sus miembros ni he hablado con ellos. Conocí al embajador hace un par de años, y tomamos juntos una cerveza de jengibre en la terraza del hotel Norfolk, y eso fue todo. No tiene el menor parecido, ni externo ni de ninguna otra clase, con mi Porter Coleridge. En cuanto al pobre Sandy Woodrow…, en fin, si realmente hubiera en la actualidad un jefe de cancillería en la embajada británica de Nairobi, pueden estar seguros de que sería un hombre o una mujer íntegro y diligente que jamás codiciaría a la esposa o el marido de un colega, ni destruiría documentos poco convenientes. Pero no lo hay. En Nairobi, como en muchas otras legaciones británicas, los jefes de cancillería han perecido bajo el hacha del tiempo.
En estos tiempos que corren, en que los abogados rigen el universo, he de insistir en estos descargos de responsabilidad, que además se ajustan a la verdad. Salvo por una excepción, gracias a Dios, ninguna de las personas, organizaciones o empresas aquí mencionadas se basa en gente o entidades del mundo real, ya sea que nos refiramos a Woodrow, a Pellegrin, a Landsbury, a Crick, a Curtiss y su temida casa de las TresAbejas, o a la firma Karel Vita Hudson, también conocida como KVH. La excepción es el gran y buen Wolfgang, del hotel Oasis, un personaje tan grabado en el recuerdo de cuantos lo visitan que sería absurdo tratar de crear un equivalente en la ficción. En su soberanía, Wolfgang no presentó reparo alguno a mi difamación de su nombre y su voz.
La Dypraxa no existe, ni ha existido ni existirá jamás. No conozco ninguna cura milagrosa para la tuberculosis que se haya introducido recientemente en el mercado africano ni en ningún otro —o que vaya a introducirse en breve—, así que, con suerte, no pasaré el resto de mis días en los juzgados o algún sitio peor, aunque hoy por hoy uno nunca tiene la total certeza. Pero sí puedo afirmar algo. Al adentrarme en la jungla farmacéutica, llegué a la conclusión de que mi relato, comparado con la realidad, era tan inocuo como una postal de vacaciones.
En un tono ya más desenfadado, deseo expresar mi cordial agradecimiento a quienes me han ayudado y desean que se mencionen sus nombres, así como a quienes me han ayudado y, por alguna buena razón, no lo desean.
Ted Younie, veterano y compasivo observador de la vida africana, fue quien primero susurró a mi oído el asunto farmacéutico y más tarde expurgó el texto, enmendando varias incorrecciones.
El doctor David Miller, un médico con experiencia en África y el tercer mundo, fue el primero en sugerir la tuberculosis como cauce central, y quien me abrió los ojos a la costosa y sutil campaña de seducción librada por las compañías farmacéuticas contra la clase médica.
El doctor Peter Godfrey-Faussett, profesor adjunto de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, me dio valiosos consejos, tanto al principio como una vez completado el manuscrito.
Arthur, hombre polifacético e hijo de Jack Geoghegan, mi difunto editor en Estados Unidos, me contó horrendas anécdotas de su etapa como representante farmacéutico en Moscú y la Europa del Este. El benévolo espíritu de Jack estuvo presente en nuestras conversaciones.
Daniel Berman, de Médicins Sans Frontières de Ginebra, me concedió una reunión informativa de extraordinario valor, que por sí sola justificaba sobradamente el viaje.
BUKO
Pharma-Kampagne de Bielefeld, Alemania —que no debe confundirse con la organización Hipo de mi novela— es un grupo de personas muy sensatas y altamente cualificadas, con financiación independiente y menos personal del necesario, que lucha por sacar a la luz las fechorías de la industria farmacéutica, especialmente en sus relaciones con el tercer mundo. Si se sienten ustedes predispuestos a la generosidad, mándenles un poco de dinero para ayudarlos a continuar con su labor. Dado que la opinión médica sigue viéndose insidiosa y metódicamente tergiversada por los gigantes del sector farmacéutico, la supervivencia de buko adquiere, si cabe, mayor importancia. Y buko no sólo me proporcionó una inestimable ayuda. De hecho, me instó a encomiar las virtudes de las compañías farmacéuticas con una actitud responsable. Por consideración a ellos, he intentado hacer aquí y allá como me decían, pero no era ése el tema de la novela.
Tanto el doctor Paul Haycock, un veterano de la industria farmacéutica internacional, como Tony Allen, un especialista en farmacología de buen corazón y mejor vista, me asesoraron gratuitamente, haciéndome partícipe de sus conocimientos y su buen humor, y soportaron dignamente mis ataques contra su profesión; como también hizo el hospitalario Peter, que en su humildad prefiere permanecer en el anonimato.