—¡Ah, y desde luego se los pararon!
—Por el amor de Dios, Quayle —musitó Woodrow—. Eso no fue así. Eso fue obra de otra clase de gente. Gente que no es de mi mundo, ni del tuyo.
Justin debía de haberse alarmado a sí mismo por su estallido, ya que cuando volvió a hablar, empleó el tono civilizado de un colega defraudado.
—¿Cómo pudiste
pararle los pies
, como tú dices, si tanto la adorabas, Sandy? A juzgar por cómo le escribiste, la veías como tu salvación de todo esto… —Debía de haber olvidado por un momento dónde estaba, ya que el amplio ademán de sus brazos no abarcó los deprimentes símbolos de la prisión de Woodrow, sino manada tras manada de animales tallados, inmóviles en la oscuridad de sus estantes de cristal—. Era tu vía de escape, tu camino a la felicidad y la libertad, o eso le dijiste. ¿Por qué no apoyaste su causa?
—Lo siento —murmuró Woodrow, y bajó la vista a la vez que Justin elegía otra pregunta.
—Así pues, ¿qué quemaste exactamente? ¿Por qué ese documento representaba una amenaza tan grave para ti y Bernard Pellegrin?
—Era un ultimátum.
—¿A quién?
—Al gobierno británico.
—¿Tessa presentó un ultimátum al gobierno británico? ¿Nuestro gobierno?
—Exigiendo que tomara medidas o se atuviera a las consecuencias. Se sentía comprometida con nosotros. Contigo. Por lealtad. Era la esposa de un diplomático británico y había decidido hacer las cosas según las pautas de la diplomacia británica. «El camino más fácil es sortear al Sistema y denunciarlo públicamente. El camino difícil es mover los resortes del Sistema. Yo prefiero el camino difícil». Eso decía. Se aferraba a la patética idea de que los británicos poseían más integridad (virtud en el gobierno) que cualquier otra nación. Idea que, por lo visto, le había inculcado su padre. Dijo también que Bluhm estaba de acuerdo en que los británicos podían solucionarlo siempre y cuando jugaran limpio. Si los británicos tenían tantos intereses en esto, que ellos mismos pasaran el aviso a TresAbejas y KVH. Sin confrontaciones de ningún tipo. Sin situaciones extremas. Se trataba simplemente de convencerlos de que retiraran el fármaco del mercado hasta que se perfeccionara. Y si no lo hacían…
—¿Dio un plazo límite?
—Aceptó que el plazo fuera distinto para cada zona. Sudamérica, Oriente Medio, Rusia, la India. Pero su mayor preocupación era África. Quería pruebas dentro de tres meses de que el fármaco empezaba a desaparecer. Después de eso, si las cosas no habían cambiado, la mierda empezaría a salpicar. No fueron ésas sus palabras exactas, pero sí aproximadas.
—¿Y eso es lo que enviaste a Londres?
—Sí.
—¿Qué hizo Londres?
—Lo hizo Pellegrin.
—¿Qué hizo?
—Dijo que era una sarta de gilipolleces simplistas. Dijo que por nada del mundo consentiría que una renacida esposa británica y su amante negro dictaran la política del Foreign Office. Luego viajó a Basilea. Comió con la gente de KVH. Les preguntó si contemplarían la posibilidad de izar temporalmente la bandera roja. A lo cual respondieron que la alarma era injustificada y no había manera de retirar el fármaco sin despertar serias sospechas. Los accionistas no lo tolerarían. Tampoco iban a consultar a los accionistas, pero si les consultaban se negarían. Por tanto, también se negaría el consejo de administración. Los medicamentos no son recetas de cocina. Las cosas no se arreglan quitando un poco de esto, un átomo o lo que sea, añadiendo otro poco de aquello, probando otra vez. Lo único que puede hacerse es afinar la dosis, reformular, no rediseñar. Quieres cambiarlo, has de empezar de cero, le explicaron, y nadie lo haría en una fase tan avanzada. Después le enseñaron los dientes, amenazándolo con recortar sus inversiones en Gran Bretaña, con el consiguiente aumento del paro.
—¿Y qué pasa con TresAbejas?
—Eso fue en otra comida. Caviar y cerveza en el Gulfstream de Kenny. Bernard y Kenny coincidieron en que se organizaría un caos en África si corría el rumor de que TresAbejas estaba envenenando a la gente. La única opción era dar largas mientras los científicos de KVH depuraban la fórmula y ajustaban la dosis. A Bernard le faltan sólo un par de años para retirarse. Tiene puesta la mira en el consejo de administración de TresAbejas. También en el de KVH, si lo admiten. ¿Por qué conformarse con un solo cargo directivo si pueden ser dos?
—¿Cuáles eran las pruebas que KVH refutó?
Dio la impresión de que Woodrow, al oír la pregunta, se estremecía de dolor de la cabeza a los pies.
Se irguió, se agarró la cabeza entre las manos y se frotó vigorosamente el cuero cabelludo con las yemas de los dedos. Se dejó caer otra vez hacia adelante, aún con la cabeza entre las manos, y susurró:
—Dios.
—Prueba con agua —recomendó Justin, y lo guió por el pasillo hasta un lavabo, quedándose junto a él, igual que en el depósito de cadáveres mientras vomitaba.
Woodrow ahuecó las manos bajo el grifo y se remojó la cara.
—Las pruebas eran muchas —masculló Woodrow, de vuelta en su silla—. Bluhm y Tessa habían ido de aldea en aldea, de dispensario en dispensario, hablando con los pacientes, los padres, los familiares. Curtiss tenía ya noticia de sus actividades y había preparado una maniobra para encubrir el problema. Encargó a Crick que lo organizara. Pero Tessa y Bluhm recogieron información también sobre la maniobra. Regresaron a los sitios y preguntaron por las personas con quienes habían hablado antes. No las encontraron. Lo incluyeron todo en el informe, denunciando que TresAbejas no sólo envenenaba a la gente sino que, además, después destruían las pruebas. «Este testigo se encuentra en paradero desconocido. Este testigo ha sido acusado de delitos graves. Esta aldea ha sido desalojada». Hicieron un trabajo excelente. Deberías estar orgulloso de ella.
—¿Aparecía esa mujer, Wanza, en el informe?
—Ah, la tal Wanza era la estrella. Pero le pusieron también la mordaza a su hermano.
—¿Cómo?
—Lo detuvieron. Le arrancaron una confesión voluntaria. El juicio fue la semana pasada. Diez años por atracar a un turista blanco en el parque nacional de Tsavo. El turista blanco no declaró, claro, pero muchos africanos muy asustados lo vieron hacerlo y con eso bastó. El juez lo condenó a trabajos forzados y veinte azotes de regalo.
Justin cerró los ojos. Vio a Kioko sentado en el suelo junto a su hermana, vio su cara arrugada. Notó la mano arrugada de Kioko en la suya ante la tumba de Tessa.
—Aun así, ¿no sentiste la necesidad…, al leer el informe por primera vez, sabiendo que poco más o menos era verdad…, no sentiste la necesidad de advertir a las autoridades kenianas?
Una vez más la agresividad.
—Por Dios, Quayle. ¿Cuándo te has puesto tu mejor traje, te has presentado en la jefatura de policía y has acusado a los azules de organizar una maniobra orquestada y aceptar dinero de Kenny K. por las molestias? Ésa no es manera de ganarse amigos y ejercer influencia sobre la gente en la soleada Nairobi. Justin se apartó un paso de la puerta, se contuvo y volvió a mantener la distancia que se había impuesto.
—Habría también pruebas clínicas, es de suponer.
—Que si había ¿qué?
—Estoy preguntándote por las pruebas clínicas contenidas en el memorándum escrito por Arnold Bluhm y Tessa Quayle y destruido por
ti
a petición de Bernard Pellegrin. Una copia del cual fue, no obstante, presentada por Bernard Pellegrin a los responsables de KVH, que la echaron por tierra durante un almuerzo.
El eco de esta descarga resonó en los estantes de cristal. Woodrow aguardó a que remitiera.
—Las pruebas clínicas pertenecían al área de Bluhm. Constaban en el anexo. Tessa las había incluido en un anexo aparte. Siguió tu ejemplo. Tú tienes debilidad por los anexos. O tenías. Ella también.
—¿Y en qué consistían esas pruebas clínicas?
—Eran historiales. Treinta y siete. Punto por punto, con todo lujo de detalle. Nombres, direcciones, tratamiento, lugar y fecha de inhumación. Los mismos síntomas en todos los casos. Somnolencia, ceguera, hemorragias, insuficiencia hepática y… premio.
—Con eso de «premio», ¿quieres decir
muerte
?
—En cierto modo. Por así decirlo. Sí, supongo. Sí.
—¿Y KVH refutó esas pruebas?
—Eran inductivas, no científicas, sesgadas, tendenciosas…, emocionalizadas. Esta última no la había oído nunca. Emocionalizadas. Significa que no eres de fiar porque las cosas te afectan demasiado, imagino. Yo soy el polo opuesto. Desemocionalizado. Inemocionalizado. Extraemocionalizado. Cuanto menos sientes, más fuerte gritas. Mayor es el vacío que tienes que sentir. No tú. Yo.
—¿Quién es Lorbeer?
—La bestia parda de Tessa.
—¿Por qué?
—Es la fuerza motriz que ha impulsado el fármaco. Su principal defensor. Convenció a KVH para que lo desarrollara y luego fue a predicar la verdad a TresAbejas. Un megamierda, como Tessa decía.
—¿Mencionaba Tessa en algún punto que Lorbeer la traicionó?
—¿Por qué iba a hacerlo? Todos la traicionamos. —Woodrow lloraba desconsoladamente—. Y tú ¿qué? Ahí estabas, cruzado de brazos, cultivando flores mientras ella andaba por ahí, haciéndose la santa.
—¿Dónde está Lorbeer ahora?
—No tengo la más remota idea. Nadie lo sabe. Vio en qué dirección soplaba el viento y se escabulló. TresAbejas lo buscó durante un tiempo, pero luego se aburrieron. Tessa y Bluhm iniciaron la cacería. Querían a Lorbeer como testigo principal. Querían encontrarlo.
—¿Emrich?
—Una de las inventoras del fármaco. Estuvo aquí una vez. Intentó llamar a capítulo a KVH. Se la quitaron de en medio sin pensárselo dos veces.
—¿Kovacs?
—El tercer miembro de la banda. Propiedad exclusiva de KVH. Una buscona, según parece. No la conozco personalmente. Vi a Lorbeer una vez, creo. Un bóer grande y gordo. Ojos saltones. Pelirrojo.
De pronto Woodrow se dio la vuelta, horrorizado. Justin se hallaba junto a su hombro. Había colocado una hoja de papel sobre el cartapacio y ofrecía un bolígrafo a Woodrow, con la punta hacia él, tal como entrega las cosas la gente educada.
—Es una autorización de viaje —explicó Justin—. Una de las tuyas. —Leyó el texto de viva voz en atención a Woodrow—. «El viajero es súbdito británico actuando bajo los auspicios de la embajada del Reino Unido en Nairobi». Fírmala.
Woodrow la escrutó con los ojos entornados, acercándola a la vela.
—Peter Paul Atkinson. ¿Quién demonios es?
—Lo que dice en el impreso, un periodista británico. Escribe para el
Telegraph
. Si alguien telefonea a la embajada para pedir referencias, es un periodista auténtico y bien considerado. ¿Lo recordarás?
—¿Para qué demonios quiere ir a Loki? Es el culo del mundo. Ghita estuvo allí hace poco. Se supone que la autorización ha de llevar una foto.
—La llevará.
Woodrow firmó, Justin dobló la hoja, se la guardó en el bolsillo y regresó con displicencia a la puerta. Una hilera de relojes de cucú taiwaneses anunció que era la una de la madrugada.
Mustafa aguardaba junto al bordillo con su linterna cuando Justin apareció en el pequeño coche de Ghita. Debía de estar pendiente, en espera de oír el ruido del motor. Woodrow, sin darse cuenta de que lo habían devuelto a su casa, permanecía inmóvil en el asiento, mirando al frente a través del parabrisas, con las manos cruzadas sobre el regazo. Justin se inclinó sobre él para abrir la ventanilla del acompañante. Habló en inglés, entrelazado con las pocas palabras de kiswahili que conocía.
—El señor Woodrow no se encuentra bien, Mustafa. Lo has acompañado aquí afuera para que tome el aire fresco. Debería subir a su habitación y acostarse hasta que la señora Woodrow pueda cuidar de él. Por favor, dile a la señorita Ghita que voy a marcharme.
Woodrow se dispuso a apearse, pero antes de salir, se volvió hacia Justin.
—Muchacho, no le contarás esto a Gloria, ¿verdad? No ganarías nada, ahora que ya lo sabes todo. Ella no posee nuestra sutileza, ¿comprendes? Antiguos colegas y todo eso. ¿De acuerdo?
Como un hombre acarreando un bulto de algo que le repugnaba aunque intentara disimularlo, Mustafa tiró de Woodrow para sacarlo del coche y lo acompañó hasta la puerta de su casa. Justin se había puesto otra vez el anorak y el gorro de lana. Haces de luz de color escapaban del entoldado. La banda tocaba sin tregua a ritmo de rap. Sentado aún en el coche, Justin echó un vistazo a su izquierda y creyó ver la sombra de un hombre alto, de pie frente a los rododendros de la acera, pero cuando miró con detenimiento, ya había desaparecido. Aun así, siguió mirando con atención, primero los arbustos, luego los coches aparcados a uno y otro lado. Oyendo una pisada, se volvió a tiempo de ver una silueta que corría hacia él, y era Ghita con un chal sobre los hombros, con los zapatos de baile en una mano y una linterna de bolsillo en la otra. Deslizándose por la puerta del acompañante, ocupó el asiento cuando Justin arrancaba.
—Empezaban a echarlo de menos —comentó.
—¿Estaba Donohue ahí dentro?
—No lo creo. No estoy segura, pero no lo he visto.
Ghita se disponía a preguntarle algo, pero decidió no hacerlo.
Justin conducía despacio, escudriñando los coches aparcados, echando continuas ojeadas a los retrovisores exteriores. Pasó por delante de su propia casa pero apenas la miró. Un perro amarillo comenzó a perseguir el coche, lanzando dentelladas a las ruedas. Reprendiendo en voz baja al animal, giró sin apartar la vista de los espejos. Bajo la luz de los faros, los socavones surgían ante ellos como lagos. Ghita escrutó la noche por la luna trasera. La calle estaba totalmente a oscuras.
—Mira al frente —ordenó Justin—. Podría perderme en cualquier momento. Indícame el camino.
Conducía ya a mayor velocidad, esquivando los baches, notando las sacudidas en los abultados parches de alquitrán, virando hacia el centro de la calzada cuando los lados no le inspiraban confianza. En susurros, Ghita decía: ahora a la izquierda, otra vez a la izquierda, se acerca un bache enorme. Aminoró bruscamente la marcha y un coche los adelantó, seguido de un segundo.
—¿Has reconocido a alguien? —preguntó Justin.
—No.
Accedieron a una avenida arbolada. Un maltrecho cartel donde se leía ayuda voluntarios les cortó el paso. Detrás había una hilera de niños desmedrados con palos y una carretilla sin rueda.