McKenzie esta vez, lacónicamente.
—Lo tenemos, Brandt.
—¿A quién más tenéis?
—¡A mí! —chilla alegremente Jamie por encima del rugido.
—Un periodista, una ninfómana, seis delegados que vuelven —canturrea McKenzie tan calmosamente como antes.
—¿Y qué tal es, amigo mío? El genio, quiero decir.
—Eso dímelo tú —dice McKenzie.
Sonoras carcajadas en la cabina, compartidas por la voz extranjera sin rostro procedente del suelo.
—¿Por qué está tan nervioso? —pregunta Justin.
—Allí abajo todos están nerviosos. Es el final del trayecto. Cuando tomemos tierra, señor Atkinson, no se separe de mí. El protocolo exige que le presente al comisionado antes que al resto del personal.
La pista es una cancha de tenis alargada, parcialmente invadida por la maleza. Perros y aldeanos están saliendo de una masa de bosque y van hacia ella. Las cabañas tienen techos de cañizo y forma cónica. Edsard las sobrevuela a baja altura mientras McKenzie examina la espesura a cada lado.
—¿No hay malos? —pregunta Edsard.
—No hay malos —confirma McKenzie.
El Buffalo se nivela y se impulsa hacia adelante. Toma tierra con el brutal impacto de un cohete. Nubes de llameante polvo rojizo envuelven las ventanillas. El fuselaje se inclina hacia la izquierda, y después se inclina un poco más mientras la carga aúlla en sus amarres. Los motores gritan, el avión se estremece, araña algo, gime y se sacude. Los motores enmudecen. La polvareda empieza a dispersarse. Han llegado. Por entre el polvo que desciende lentamente hacia el suelo Justin contempla a la delegación de dignatarios africanos, niños y un par de mujeres de raza blanca con téjanos sucios, brazaletes y el pelo recogido en trencillas que viene hacia ellos. En el centro de ella, ataviado con un sombrero de fieltro marrón, unos viejos pantalones cortos de color caqui y unos zapatos de ante ya muy gastados, avanza la sonriente, bulbosa, rubicunda e innegablemente majestuosa figura de Markus Lorbeer sin su estetoscopio.
Las sudanesas bajan del avión y se unen a un grupo de compatriotas que han empezado a cantar. Jamie la zimbabuense está abrazando a sus compañeros entre chillidos de placer y asombro mutuo, y también abraza a Lorbeer, acariciándole la cara, quitándole el sombrero y encargándose de alisarle la cabellera pelirroja mientras Lorbeer sonríe de oreja a oreja, le da palmaditas en el trasero y parece tan feliz como un colegial el día de su cumpleaños. Un enjambre de porteadores dinka entra por la cola del fuselaje y empieza a extraer la carga siguiendo las instrucciones de Edsard. Pero Justin tiene que permanecer sentado hasta que el capitán McKenzie le hace señas de que baje los peldaños y lo aleja de la celebración, a través de la pista, llevándolo a lo alto de un pequeño montículo en el que un grupo de ancianos dinka vestidos con pantalones negros y camisas blancas está sentado en un semicírculo de sillas de cocina bajo la sombra de un árbol. El comisionado Arthur está sentado en el centro del semicírculo, un hombre marchito de cabellos grises con un rostro que se diría tallado en piedra y ojos sagaces y penetrantes. Lleva una gorra de béisbol roja con parís bordado en hilo de oro.
—Así que es usted un hombre de letras, señor Atkinson —dice Arthur, con su impecable inglés arcaico, después de que McKenzie haya hecho las presentaciones.
—Así es, señor.
—¿Qué periódico o publicación, si se me permite el atrevimiento, tiene la inmensa fortuna de poder contar con sus servicios?
—El
Telegraph
de Londres.
—¿El dominical?
—El de a diario, básicamente.
—Ambos son periódicos excelentes —declara Arthur.
—Arthur fue sargento en la Fuerza de Defensa sudanesa durante el mandato británico —explica McKenzie.
—Dígame una cosa, señor. ¿Acertaría si dijese que ha venido aquí para nutrir su mente?
—Y también la mente de mis lectores, espero —dice Justin con diplomática unción, mientras por el rabillo del ojo ve a Lorbeer y su delegación empezando a cruzar la pista.
—En ese caso, señor, le ruego que nutra también las mentes de mi gente enviándonos libros ingleses. Las Naciones Unidas cuidan de nuestros cuerpos pero rara vez de nuestras mentes. Nuestros autores preferidos son los maestros de la narrativa inglesa del siglo xix. Su periódico tal vez podría tomar en consideración la posibilidad de contribuir financieramente a semejante empresa.
—Tenga la seguridad de que se lo propondré —dice Justin. Por encima de su hombro derecho, Lorbeer y su grupo se aproximan al montículo.
—Bienvenido, señor. ¿Durante cuánto tiempo podremos disfrutar del placer de su distinguida compañía?
McKenzie se encarga de responder por Justin. Debajo de ellos, Lorbeer y su grupo se han detenido al pie del montículo y están esperando a que McKenzie y Justin desciendan de él.
—Hasta mañana a esta hora, Arthur —dice McKenzie.
—Pero no más, por favor —dice Arthur, con una mirada de soslayo a sus cortesanos—. No nos olvide cuando se vaya de aquí, señor Atkinson. Estaremos esperando sus libros.
—Hace calor —observa McKenzie mientras bajan del montículo—. Estaremos a cuarenta y dos y subiendo. Aun así, para usted es como el Jardín del Edén. Mañana a la misma hora, ¿de acuerdo? Hola, Brandt. Aquí tienes a tu lumbrera del periodismo.
Justin no ha contado con tan abrumadora jovialidad. Los ojos agudos y sagaces que se habían negado a verlo en el hospital de Uhuru irradian un espontáneo deleite. El rostro de niño, escaldado por el sol cotidiano, es una ancha y contagiosa sonrisa. La voz gutural que enviaba sus nerviosos murmullos a las vigas de la sala de Tessa es vibrante e imperiosa. Los dos hombres se están estrechando la mano mientras Lorbeer habla, una mano de Justin para las dos de Lorbeer. Su apretón es afable y confiado.
—¿Le pusieron al corriente allá abajo en Loki, señor Atkinson, o me han dejado la parte más difícil?
—Me temo que no he dispuesto de mucho tiempo para que me informaran —replica Justin, sonriendo a su vez.
—¿Por qué los periodistas siempre están corriendo de un lado a otro, señor Atkinson? —se queja Lorbeer alegremente, soltando la mano de Justin el tiempo estrictamente necesario para darle una palmada en el hombro mientras lo lleva de vuelta a la pista—. ¿Tan deprisa cambia la verdad hoy en día? Mi padre siempre me enseñó que si algo es verdad, es eterno.
—Ojalá le hubiera dicho eso a mi editor —dice Justin.
—Pero su editor tal vez no crea en la eternidad —le advierte Lorbeer, encarándose con Justin y alzando un dedo delante de su cara.
—Tal vez no —admite Justin.
—¿Y usted?
Las cejas de payaso se elevan para formar una curva de interrogación sacerdotal.
El cerebro de Justin deja de funcionar durante unos momentos.
¿Qué estoy fingiendo ser? Este hombre es Markus Lorbeer, el que te traicionó.
—Me parece que esperaré a haber vivido un poco más antes de responder a esa pregunta —replica torpemente.
—¡Pero no demasiado, hombre! ¡De lo contrario la eternidad vendrá y se lo llevará! ¿Ha visto algún lanzamiento de comida? —Una súbita disminución del tono mientras coge del brazo a Justin.
—Me temo que no.
—Entonces yo le enseñaré uno, amigo mío. Y después creerá en la eternidad, se lo prometo. Aquí, recibimos cuatro lanzamientos al día y cada uno es el milagro de Dios.
—Es usted muy amable.
Lorbeer se dispone a soltar un discurso. El diplomático que hay en Justin, ese otro sofista, lo oye venir.
—Aquí intentamos ser eficientes, señor Atkinson. Intentamos llevar comida a las bocas que la necesitan. Puede que se nos vaya un poco la mano a la hora de traer suministros. Cuando los clientes se están muriendo de hambre, eso nunca me ha parecido un crimen. Puede que nos mientan un poco, a cuántos tienen en sus aldeas, cuántos se están muriendo. Puede que estemos creando unos cuantos millonarios en el mercado negro de Aweil. Pues qué se le va a hacer, digo yo. ¿Está de acuerdo?
—Estoy de acuerdo.
Jamie acaba de aparecer junto al hombro de Lorbeer, acompañada por un grupo de africanas que llevan tablillas de anotaciones.
—Puede que a los dueños de los puestos de comida no les caigamos demasiado bien porque les estamos jodiendo el negocio. Puede que los pobres lanceros y médicos brujos de la sabana digan que los estamos arruinando con nuestras medicinas occidentales. Puede que estemos creando una dependencia con nuestros lanzamientos de comida. ¿Está de acuerdo?
—Estoy de acuerdo. —Una sonrisa gigantesca descarta todas esas imperfecciones—. Oiga, señor Atkinson. Dígale esto a sus lectores. Dígaselo a todos los apoltronados de la ONU en Ginebra y Nairobi. Cada vez que mi centro de comida mete una cucharada de nuestras gachas en la boca de un niño que se estaba muriendo de hambre, he hecho mi trabajo. Esa noche duermo en el seno de Dios. Me he ganado mi razón para haber nacido. ¿Se lo dirá?
—Lo intentaré.
—¿Tiene un nombre de pila?
—Peter.
—Brandt.
Vuelven a estrecharse la mano, esta vez más tiempo que antes.
—Pide lo que quieras, ¿de acuerdo, Peter? No tengo secretos para Dios. ¿Hay algo en particular que quieras preguntarme?
—Todavía no. Quizá más tarde, cuando haya tenido ocasión de tomarle el pulso a la situación.
—Eso está bien. Tómate tu tiempo. Lo que es verdad es eterno, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ha llegado el momento de rezar.
Ha llegado el momento de tomar la Sagrada Comunión.
Ha llegado el momento de los milagros.
Ha llegado el momento de compartir la Hostia con toda la humanidad.
O eso está declarando Lorbeer, y eso finge escribir Justin en su cuaderno de notas, en un vano esfuerzo por escapar a la opresiva jovialidad de su guía. Ha llegado el momento de presenciar cómo «el misterio de la humanidad del hombre corrige los efectos de la maldad del hombre», que es otro de los desconcertantes lemas de Lorbeer, declamado mientras sus agudos ojos se entrecierran devotamente para contemplar el cielo abrasador, y la gran sonrisa llama a la bendición de Dios, y Justin siente cómo el hombro de aquel que traicionó a su esposa se roza afectuosamente con el suyo. Una fila de espectadores es rápidamente atraída. Jamie la zimbabuense y el comisionado Arthur y sus cortesanos son los más próximos. Perros, grupos de tribeños con túnicas rojas y una silenciosa multitud de niños desnudos se disponen alrededor del límite de la pista.
—Hoy vamos a alimentar a cuatrocientas dieciséis familias, Peter. Para una familia tiene que multiplicar por seis. Al comisionado, ese de ahí, le doy el cinco por ciento de todo lo que lanzamos. Eso es extraoficial. Tú eres un tipo decente y por eso te lo cuento. Oyendo hablar al comisionado, cualquiera diría que la población de Sudán asciende a cien millones de personas. Otro problema que tenemos son los rumores. Basta con que alguien diga que vio a un jinete con un fusil y diez mil personas ponen pies en polvorosa, abandonando sus cosechas y aldeas.
Se calla. Junto a él, Jamie señala el cielo con un brazo mientras su mano libre descubre la de Lorbeer y le administra un disimulado apretón. El comisionado y su séquito también lo han oído, y su reacción consiste en levantar las cabezas, entrecerrar los ojos y estirar los labios en tensas y radiantes sonrisas. Justin oye el lejano rugido de un motor y entrevé un punto negro perdido en un cielo bruñido. Lentamente el punto se convierte en otro Buffalo como el que lo ha traído hasta aquí, blanco, solitario y valiente como la caballería del mismísimo Dios, sobrevolando las copas de los árboles a un palmo por encima de ellas, temblando y bamboleándose mientras enfila la pista en busca de la altura adecuada. Luego se desvanece, para no volver nunca. Pero la congregación de Lorbeer no pierde la fe. Las cabezas siguen levantadas, pidiéndole que vuelva. Y aquí viene de nuevo directamente hacia ellos, a baja altura y lleno de decisión. A Justin se le hace un nudo en la garganta y los ojos se le llenan de lágrimas cuando la primera lluvia blanca de sacos de comida brota de la cola del avión como una estela de escamas de jabón. Al principio flotan juguetonamente, y después adquieren velocidad y se desperdigan sobre la zona de lanzamiento en un húmedo redoble de fuego de ametralladora. El avión describe un círculo para repetir la maniobra.
—¿Has visto eso?
Lorbeer está susurrando. En sus ojos también hay lágrimas. ¿Llora cuatro veces al día o sólo cuando tiene un público?
—Lo he visto —confirma Justin. Al igual que lo viste tú y como yo, sin duda, te convertiste en un miembro instantáneo de su Iglesia.
—Escucha, amigo mío. Necesitamos más pistas. Escribe eso en tu artículo. Más pistas y que estén más cerca de las aldeas. Para ellos el trayecto es demasiado largo, demasiado peligroso. Las violan, les cortan el cuello. Les roban a los niños mientras no están en casa. Y cuando llegan aquí, se encuentran con que la han cagado. No es el día correspondiente a su aldea. Así que vuelven a casa y se sienten aturdidos y desorientados. Muchos de ellos mueren a causa de la confusión. Sus hijos también. ¿Vas a escribir eso?
—Lo intentaré.
—Loki dice que más pistas significa más control. Y yo digo que de acuerdo, que tendremos más supervisores. Y entonces Loki pregunta que dónde está el dinero. Yo digo que empiecen por gastarlo y que luego ya encontrarán el dinero. ¿Qué demonios importa eso?
Un silencio distinto se adueña de la pista. Es el silencio de la inquietud. ¿Hay merodeadores acechando en el bosque, esperando para robar el regalo de Dios y salir corriendo con él? La manaza de Lorbeer vuelve a estrujar el brazo de Justin.
—Aquí no tenemos armas, amigo mío —está explicando, en respuesta a la pregunta no formulada que flota en la mente de Justin—. En las aldeas tienen armalites y kalashnikovs. El comisionado Arthur, ese de ahí, se los compra con su cinco por ciento y se los da a su gente. Pero aquí en el centro de comida sólo tenemos una radio y la plegaria.
El momento de crisis se da por terminado. Los primeros porteadores entran tímidamente en la pista para empezar a recoger la carga. Tablillas en mano, Jamie y las otras ayudantes ocupan sus puestos entre ellos, una para cada montón. Algunos de los sacos han reventado. Mujeres con escobas barren celosamente el grano desperdigado. Lorbeer sigue estrujando el brazo de Justin mientras lo familiariza con «la cultura del saco de comida». Después de que Dios hubiera inventado el lanzamiento de comida, dice con una sonora carcajada, inventó el saco de comida. Rotos o enteros, esos sacos blancos de fibra sintética marcados con las iniciales del Programa Mundial de Alimentos son tan apreciados en el sur del Sudán como la comida que traen.