—¿Ghita?
Justin llamaba a la puerta.
—Puedes pasar —contestó y se puso en pie.
—Me gustaría que mandaras esto por correo, Ghita —dijo Justin, entregándole un grueso sobre dirigido a una mujer de Milán—. No es una novia, por si tienes curiosidad. Es la tía de mi abogado —una rara sonrisa—, y esto es una carta para Porter Coleridge, dirigida a su club. No utilices la oficina de correo de la embajada, si no te importa. Ni ningún servicio de mensajería. El correo ordinario de Kenia es bastante fiable. Muchísimas gracias por toda tu ayuda.
En cuyo punto, Ghita no pudo contenerse más y echó los brazos alrededor del cuello de Justin, y se abalanzó y se quedó aferrada a él como si se aferrara a la vida misma, hasta que él se desprendió.
El capitán McKenzie y su copiloto Edsard están sentados en la cabina del Buffalo, y la cabina es una plataforma elevada en el morro del fuselaje del Buffalo, sin ninguna puerta divisoria que resguarde a la tripulación de su carga o, ya puestos, a la carga de la tripulación. Y directamente debajo de la plataforma, a la distancia de un peldaño, un alma considerada se ha encargado de suministrar un sillón Victoriano de color rojizo, como el que un viejo criado doméstico colocaría delante del fuego de la cocina en una noche de invierno, y ha sujetado sus patas a la cubierta mediante unos improvisados calces de hierro. Y ahí es donde está sentado Justin, con unos auriculares en las orejas y, ciñéndole el abdomen, deshilachadas cintas de nailon que recuerdan el arnés de un andador de un niño alrededor de su estómago, mientras es obsequiado con la sabiduría del capitán McKenzie y Edsard, y de vez en cuando se quita los auriculares para atender a las preguntas de una joven zimbabuense de raza blanca llamada Jamie que se ha acomodado entre una montaña de cajas marrones sujetas con cuerdas. Justin ha intentado ofrecerle su sitio pero McKenzie lo ha detenido con un firme «Usted, aquí». En la cola del fuselaje, seis sudanesas envueltas en túnicas permanecen agazapadas en diversas actitudes de estoicismo o absoluto terror. Una de ellas vomita en un cubo de plástico depositado allí con esa finalidad. Paneles acolchados de un gris reluciente recubren el techo del avión y, de un cable, cuelgan las cuerdas de salto rojas con las puntas recubiertas de metal, bailoteando al atronador compás de los motores. El fuselaje gruñe y tiembla como una vieja locomotora sacada de su retiro para una guerra más. No hay indicios de aire acondicionado ni de paracaídas. Una cruz roja medio descascarillada pintada en un panel indica el sitio de los suministros médicos. Por debajo de ella se extiende una hilera de bidones con el rótulo queroseno, unidos mediante un cordel. Este es el viaje que hicieron Tessa y Arnold y éste es el hombre que pilotó su avión, piensa Justin. Éste fue su último viaje antes de su último viaje.
—Así que usted es el amigo de Ghita —había observado McKenzie cuando Sudan Sarah llevó a Justin a su
tukul
allá en Loki y los dejó a solas.
—Sí.
—Sarah me ha dicho que tenía un documento de viaje expedido a su nombre por la delegación del sur de Sudán en Nairobi, pero que lo ha extraviado. ¿Es así?
—Sí.
—¿Le importaría dejarme ver su pasaporte?
—En absoluto.
Justin le tiende su pasaporte a nombre de Atkinson.
—¿Y a qué se dedica usted, señor Atkinson?
—Soy periodista del
Telegraph
de Londres. Estoy escribiendo un artículo sobre la Operación Salvamento de Sudán, organizada por la ONU.
—Vaya, justo cuando la OSS necesita la mayor publicidad. No deberíamos permitir que un insignificante papel se interpusiera en su camino. ¿Sabe dónde lo perdió?
—Me temo que no.
—Hoy transportamos básicamente aceite de soja. Más unos cuantos paquetes para los chicos del campamento. Digamos que es la habitual ronda del lechero, por si le interesa.
—Me interesa.
—¿Tiene algo que objetar a la perspectiva de pasar una o dos horas sentado en el suelo de un todoterreno debajo de un montón de mantas?
—Absolutamente nada.
—En ese caso me parece que hemos cerrado el trato, señor Atkinson.
Y desde ese momento McKenzie se ha atenido al pie de la letra a esta ficción. A bordo del avión, como podría hacer cualquier periodista, describe el funcionamiento de lo que él llama orgullosamente la operación antihambre más cara de la historia. Su información llega en ráfagas metálicas que no siempre consiguen elevarse por encima del estruendo de los motores.
—En el sur de Sudán tenemos ricos en calorías, una clase media en calorías, pobres en calorías y gente que pura y simplemente se muere de hambre, señor Atkinson. El trabajo de Loki consiste en determinar las bolsas de hambre. Cada tonelada métrica que lanzamos le cuesta mil trescientos dólares a la ONU. En las guerras civiles, los ricos son los primeros en morir, porque si alguien les roba el ganado son incapaces de adaptarse a la nueva situación. Los pobres se quedan más o menos igual. Para que un grupo sobreviva, la tierra que hay alrededor tiene que ser suficientemente segura para que pueda ser cultivada. Desgraciadamente, por aquí no hay mucha tierra segura. ¿Voy demasiado deprisa para usted?
—Lo está haciendo admirablemente, gracias.
—Por lo tanto Loki tiene que evaluar las cosechas y establecer dónde aparecerán las bolsas de hambre. Ahora no tardaremos en ver aparecer una nueva. Pero usted ha sabido escoger el momento. Lanza comida cuando tienen que recoger la cosecha y te cargas su economía. Lánzala demasiado tarde y ya se están muriendo. El aire es la única vía, por cierto. Transporta la comida por carretera y desaparece, y a menudo es el mismo conductor quien se la lleva.
—Entiendo.
—¿Quiere tomar notas?
Si eres un periodista, está diciendo, entonces compórtate como tal. Justin abre su cuaderno mientras Edsard toma las riendas de la charla. Su tema es la seguridad.
—En los puestos de comida tenemos cuatro niveles de seguridad, señor Atkinson. Nivel cuatro significa abortar. Nivel tres es alerta roja y nivel dos es aceptable. En el sur de Sudán no tenemos áreas de riesgo cero. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Comprendido.
McKenzie vuelve a intervenir.
—Cuando llegue al puesto el monitor le dirá qué nivel tenemos hoy. Si hay una emergencia, haga lo que él le diga. El puesto que visitará se encuentra en territorio técnicamente controlado por el general Garang, quien concedió el visado que usted ha extraviado. Pero es atacado regularmente desde el norte, así como también por tribus rivales desde el sur. No piense que esto es un mero asunto norte-sur. Los agrupamientos tribales cambian de la noche a la mañana y tan pronto luchan entre sí como contra los musulmanes. ¿Todavía me sigue?
—Desde luego.
—Básicamente Sudán es una fantasía del cartógrafo colonial. En el sur tenemos África, campos verdes, petróleo y cristianos animistas. En el norte tenemos Arabia, arena y una pandilla de extremistas musulmanes decididos a introducir la sharia islámica. ¿Sabe qué es la sharia?
—Más o menos —dice Justin, que en otra vida ha escrito artículos sobre el tema.
—El resultado es que tenemos todo lo necesario para lo que podríamos llamar una hambruna perpetua. Lo que no consiguen las sequías, lo hacen las guerras civiles y viceversa. Pero Jartum sigue siendo el gobierno legal. En última instancia y sea cual sea el acuerdo que la ONU negocie en el sur, sigue teniendo que rendir cuentas a Jartum. Así que lo que tenemos aquí, señor Atkinson, es un pacto triangular absolutamente único entre la ONU, los chicos de Jartum y los rebeldes a los que están haciendo picadillo. ¿Me sigue?
—¡Vas al campamento Siete! —aúlla Jamie la zimbabuense blanca al oído de Justin, acuclillándose tentadoramente junto a él con sus tejanos marrones y su sombrero de paja y haciéndose bocina con las manos.
Justin asiente.
—¡Ahora es en el Siete donde hay marcha! ¡A una amiga mía le tocó un nivel cuatro ahí arriba hace un par de semanas! ¡Tuvo que andar once horas por las ciénagas y luego tuvo que esperar seis horas sin sus pantalones hasta que vino el avión a recogerla!
—¿Qué le pasó a sus pantalones? —le grita Justin a su vez.
—¡Tienes que quitártelos! ¡Tanto los chicos como las chicas! ¡Es por el roce! ¡Pantalones empapados tan calientes que desprenden vapor! ¡Es insoportable! —Descansa unos momentos y después vuelve a ponerle las manos en la oreja—. Cuando las mujeres sigan al ganado, corre más deprisa. Teníamos a un tipo que en una ocasión corrió catorce horas sin agua. Carabino le pisaba los talones.
—¿Carabino?
—Carabino era de fiar hasta que se unió a los del norte. Ahora se ha disculpado y ha vuelto con nosotros. Todo el mundo se ha puesto muy contento. Nadie le pregunta dónde ha estado. ¿Es tu primera vez?
Otro gesto de asentimiento.
—Escucha. Estadísticamente hablando, en realidad deberías estar bastante a salvo. No te preocupes. Y Brandt es todo un personaje.
—¿Quién es Brandt?
—El supervisor de alimentos del campamento Siete. Un gran tipo. Todo el mundo lo adora. Está más loco que una cabra. Gran hombre de Dios.
—¿De dónde es?
Jamie se encoge de hombros.
—Dice que es un paria acabado como el resto de nosotros. Aquí nadie tiene un pasado. Es prácticamente una regla.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —chilla Justin, y tiene que repetirlo.
—¡Seis meses, supongo! ¡Seis meses en el campamento sin moverse de allí son toda una vida, créeme! ¡Ni siquiera quiere venir a Loki para tomarse un par de días de descanso! —concluye melancólicamente, y se deja caer hacia atrás, agotada de tanto chillar.
Justin se quita el arnés y va a la ventanilla. Este es el viaje que hiciste. Éste es el discurso que te soltaron. Esto es lo que viste. Por debajo de él se extiende el pantano esmeralda del Nilo, velado por el calor y atravesado por negros agujeros de agua que parecen las piezas de un rompecabezas. En las áreas más altas, los apriscos celulares están llenos de animales.
—¡Los de las tribus nunca te dicen cuántas reses tienen! —Jamie ha aparecido junto a su hombro y le chilla en la oreja—. ¡El trabajo de los supervisores de alimentos consiste en averiguarlo! ¡Las cabras y las ovejas ocupan el centro del recinto y las vacas van a la parte de fuera, con los terrenos junto a ellas! ¡Los perros van con las vacas! ¡De noche queman el estiércol de vaca dentro de sus casitas en el perímetro! ¡Eso ahuyenta a los depredadores, mantiene calientes a las vacas y les da una tos horrorosa! ¡A veces también meten dentro a las mujeres y los niños! ¡En Sudán las chicas comen bien! ¡Si están bien alimentadas, pagan más por ellas cuando se casan! —Se da unas palmaditas en el estómago y sonríe—. Un hombre puede tener todas las esposas que se pueda permitir. Tienen una danza realmente increíble que bailan cuando… Eh, hablo en serio —exclama, y se tapa la boca con la mano mientras se echa a reír.
—¿Eres supervisora?
—Ayudante.
—¿Cómo conseguiste el puesto?
—Fui al club nocturno de Nairobi en el que se cuecen esas cosas. ¿Quieres oír una adivinanza?
—Claro.
—Aquí lanzamos grano, ¿no es así?
—Así es.
—Debido a la guerra norte-sur, ¿no?
—Continúa.
—Una gran parte del grano que lanzamos ha sido cultivado en el norte de Sudán. Dejando aparte los excedentes que nos enchufan los cultivadores de Estados Unidos, claro. Venga, a ver si lo adivinas. El dinero de las agencias de ayuda compra el grano de Jartum. Jartum usa el dinero para comprar armas para la guerra contra el sur. Los aviones que le traen el trigo a Loki utilizan el mismo aeropuerto que utilizan los bombarderos de Jartum para bombardear las aldeas del sur.
—¿Y cuál es la adivinanza?
—¿Por qué la ONU financia el bombardeo del sur de Sudán y alimenta a las víctimas al mismo tiempo?
—Me rindo.
—¿Después de esto volverás a Loki?
Justin niega con la cabeza.
—Lástima —dice y le guiña un ojo.
Jamie vuelve a sentarse entre las cajas de aceite de soja. Justin se queda en la ventanilla, contemplando cómo la dorada mancha solar del reflejo del avión revolotea sobre el cabrilleo de los pantanos. No hay horizonte. A cierta distancia, los colores del suelo se funden en una neblina, tiñendo la ventanilla con tonos malva cada vez más oscuros. Nos podríamos pasar la vida entera volando, dice Justin a Tessa, y nunca llegaríamos al límite de la tierra. Sin aviso previo el Buffalo inicia su lento descenso. El pantano se vuelve marrón, la tierra firme se eleva por encima del nivel del agua. Árboles solitarios aparecen como coliflores verdes conforme la mancha solar del avión se desliza a través de ellos. Edsard ha tomado los controles. El capitán McKenzie está estudiando un folleto de equipo de acampada. Se vuelve y levanta un pulgar hacia Justin. Justin vuelve a su sitio, se pone el arnés y echa un vistazo a su reloj. Llevan tres horas volando. Edsard inclina bruscamente el avión. Cajas de papel higiénico, insecticida y chocolate resbalan por la cubierta de acero y se estrellan contra el borde de la plataforma al lado de los pies de Justin. Unas cuantas cabañas con techo de cañizo aparecen junto a la punta del ala. Los auriculares de Justin se llenan de ruidos atmosféricos, como música clásica interpretada a la velocidad equivocada. De entre la cacofonía selecciona una áspera voz germánica que está detallando el estado del suelo. Justin consigue entender las palabras «firme y sin problemas». El avión empieza a vibrar salvajemente. Incorporándose dentro de su arnés, Justin contempla a través de la ventanilla de la cabina una tira de tierra rojiza que cruza el verdor de un campo. Hileras de sacos blancos sirven como marcas. En una esquina del campo hay esparcidos más sacos. El avión se endereza y el sol se derrama sobre la nuca de Justin como una ducha de agua hirviendo. Se apresura a sentarse. La voz germánica se vuelve nítida y potente.
—¡Aterriza aquí, Edsard, amigo mío! ¡Hoy hemos preparado un soberbio estofado de cabra para el almuerzo! ¿Tienes por ahí a ese vago de McKenzie?
Edsard no se deja seducir tan fácilmente.
—¿Qué están haciendo todos esos sacos en aquel rincón, Brandt? ¿Alguien ha efectuado un lanzamiento recientemente? ¿Estamos compartiendo espacio con otro avión por aquí arriba?
—Sólo son sacos vacíos, Edsard. Pasa de ellos y baja de una vez, ¿me oyes? ¿Tienes contigo a ese genio del periodismo?